El estremecedor relato de un inmigrante haitiano en la Línea 1 del Metro de Santiago
Este texto se transformó en viral en las redes sociales y muestra la cruda realidad de discriminación que se vive en la capital.
Este texto fue publicado originalmente en el diario virtual “El Quilicurano”.
“Soy obrero de la construcción, trabajo en Las Condes y vivo en Maipú en una pieza con 3 compatriotas más, todos somos haitianos. Por razones económicas, los 4 dejamos a nuestras esposas allá. En mi caso, también mis dos hijos están con ella.
Me levanto de lunes a sábado a las 6 de la mañana y llego a mi casa pasadas las 9 de la noche. Trabajo a todo sol, cargando ladrillos y sacos de cemento. Para peor, no tengo contrato. ¿Será normal que me canse al final o no?
Ese día no daba más y como recorro la línea 1 del metro casi completa, desde los dominicos hasta las rejas, para luego tomar una micro, dije: me sentaré.
Solo quedó un asiento desocupado y como no había nadie más, me senté. A mi derecha, una señora, que al ver que mi destino era el asiento de su lado afirmó su cartera y no dejaba de mirarme. ¿Me conocerá?
Con lo largo del viaje, me quedé dormido. Era lo que menos quería, pero había hecho horas extras y el cuerpo me exigía un descanso, aunque sea uno breve. Desperté de golpe. “Oye, negro de mierda, da el asiento. Si querí descansar, ándate a tu país. Acaso robar te tiene cansado, maleducado”.
Asisto todos los domingos a cursos para aprender español. En mi pasaje, un vecino, que es profesor de lenguaje, las da gratis. Es por eso que pude entender perfectamente lo que me decía ese hombre.
Nunca me sentí tan dolido. La pena me inundaba y la rabia me consumía. Me levanto y le digo a la señora que se siente. No me mira, no me da las gracias, no me dice nada.
“Es por eso que hay que echarlos, por barzas”, dijo otro hombre enfurecido. “Nos roban la pega y los asientos en el metro”, dijo la misma señora a la que le di el asiento.
No quise seguir ahí, a la siguiente estación me bajé. Me senté en el suelo, ni siquiera vi dónde estaba y empecé a llorar. ¿Por qué nadie me defendió? ¿Por qué son así?, lo único que hago es trabajar por mi familia!
En eso, siento una mano en uno de mis hombros. Levanto mi vista y veo a un joven alto, de contextura delgada y pelo claro. Me tiende la mano, me ayuda a levantarme y me da un abrazo. Un abrazo fuerte. “Perdón por ser tan cobarde, perdón por no decir nada y por callar. Yo estoy contigo. Yo te amo tal y como eres. Estoy contigo”, me dijo.
No había querido abrazarlo, pero lo hice. “Tú no tienes la culpa”, le dije conforme a lo que mi limitado español me permite.
Subimos juntos al siguiente tren, él bajaba en la estación que seguía. Se despidió, no me dijo ni su nombre. Al querer despedirme de él mientras iba por el pasillo, no lo ví.
No sé, estoy seguro que era un ángel”.