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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Los nuevos inquisidores

"La masa un día se comporta como un rebaño de ovejas y al día siguiente como una jauría de lobos. No hay contradicción en todo ello. Todo sigue igual".

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Luis Oro Tapia es Politólogo. Profesor de la Facultad de Gobierno de la Universidad Central.

La vocación totalitaria está pasando por un buen momento en los últimos meses. En Chile tuvo sus días de gloria en las décadas de 1970 y 1980. En la década de 1990 casi se extinguió completamente. Reapareció, fugazmente, con el cambio de siglo, encarnándose en un movimiento que se empecinaba en prohibir películas que contravinieran cierta ortodoxia religiosa.

Tal vocación, en el último año —y no sólo en Chile— ha experimentado una súbita e inesperada floración. Obras pictóricas y literarias han sido colocadas en una especie de catálogo de bienes culturales prohibidos. Así, por ejemplo, la pintura de 1896 ‘Hilas y las ninfas’ y la novela de 1955 ‘Lolita’ de Vladimir Nabokov, han sido incluidas en uno de esos índices.

El afán de vetar —y aún más— de censurar a ciertas obras de arte no es un asunto baladí en una sociedad que respeta la libertad de pensamiento. ¿Qué deja entrever dicho afán? Cierta tosquedad del juicio, un evidente autoritarismo hermenéutico, cierta arrogancia intelectual y cierta presunción de superioridad moral. Todo ello, más una dosis de soberbia, impulsa al censor a cancelar las diferentes posibilidades interpretativas de determinadas obras de arte, con el propósito de imponer una lectura única y, obviamente, con la expresa finalidad de erradicar otras aproximaciones exegéticas. Las otras posibilidades interpretativas son calificadas por el censor como erróneas y peligrosas para la sociedad. Por tal motivo, merecen ser excluidas.

La interpretación que se reputa a sí misma como verdadera, junto con invalidar otras lecturas, menosprecia la inteligencia de quienes decodifican de manera diferente o alternativa la misma obra de arte. Tal menosprecio se explica porque el censor concibe al público como incapaz de discernir por sí mismo. Por eso, el censor confisca a los ciudadanos la facultad hermenéutica. Los declara interdictos. Y debido, precisamente, a esa supuesta estulticia de los ciudadanos, considera pertinente prohibir la exhibición de determinadas obras de arte, si se trata de obras pictóricas, o su lectura y difusión, si se trata de obras escritas.

El celo inquisitorial opera con el binomio ortodoxia/heterodoxia y, simultáneamente, con la polaridad bueno/malo. Por eso, el celo interpretativo procede de manera semejante al de las sectas religiosas que prohíben la circulación de ciertas ideas y obras de arte, a fin de resguardar a la sociedad de la supuesta peligrosidad que está ínsita en ellas. Concretamente, el nuevo inquisidor (el inquisidor cultural, que trasciende al censor ideológico y también al viejo comisario político) quiere proteger a los insensatos —a los poco juiciosos o, simplemente, a los soñolientos— miembros de su comunidad del peligro que conllevan las interpretaciones heterodoxas y, en última instancia, del riesgo que conlleva la libertad de pensar por sí mismo.

El moderno inquisidor rara vez es una persona que tiene vocería institucional. Por cierto, generalmente es una corriente de opinión minoritaria que tiene pretensiones hegemónicas y, precisamente debido a ello, se afana en instaurar solapadamente la dictadura de lo políticamente correcto. Como todo movimiento que tiene ribetes totalitarios, no distingue entre el ámbito de lo público y el ámbito de lo privado. De hecho, irrumpe invasivamente en este último en busca de opiniones heréticas, revisionistas o disidentes. Su ámbito predilecto para operar son las redes sociales y la manifestación callejera. En ellas despliega su celo inquisitorial y su voluntad de poder. Su recurso favorito para imponer su voluntad es, en última instancia, la ‘funa’.

Los nuevos inquisidores, al igual que los de antaño, fustigan al genuino individualismo y reprimen la libertad de conciencia. De hecho, su ministerio comienza por desacreditar a las personas singulares, a las que piensan por sí mismas, porque las conciben como un peligro para la grey. Pero más que ser un peligro para la grey, lo son para sus intereses, para su afán de control y dominio. Desde su punto de vista, la disidencia es un peligro. Es un síntoma de insumisión, de rebeldía, de inexcusable osadía.

¿Cuál es el germen de la irreverencia? ¿Qué incita a la ‘insolencia’? El genuino individualismo. Por tal motivo, urge infamarlo y, ojalá, extirparlo. Por eso, ellos dicen que la sociedad contemporánea es individualista. Pero no es así. Es egoísta, sumamente egoísta, pero no individualista. En la sociedad actual hay una escasez enorme de individuos. Lo que sí abundan son los sujetos atomizados, dóciles, irreflexivos y estandarizados. Ellos son los súbditos ideales, las huestes sumisas, de los nuevos inquisidores. Son sujetos que primero tragan y después regurgitan, escupen o espetan los mismos lugares comunes, consignas y eslóganes que engulleron irreflexivamente.

Si el individuo es propietario de su cuerpo, lo es más aún de su conciencia. Pese a que sobre ambos tiene señorío, sobre esta última tiene soberanía absoluta. Se trata, ni más ni menos, que de su fuero interno. Pero para que tal dominio sea efectivo debe cultivarse. ¿Cómo? Ejercitando el juicio y la deliberación interior, generando opiniones propias y sopesándolas con las ajenas, efectuando conjeturas y soliloquios, etcétera. Inversamente, la conciencia adormecida, claudicante o apoltronada, se deja llevar por la corriente, flota en la ondulante marea de la opinión pública y se acurruca plácidamente en la tibieza de los lugares comunes. El individuo tiene conciencia; el hombre masa no, pues se la ofrendó al inquisidor de turno.

Es verdad que nadar contra la corriente es un riesgo demasiado alto. Casi siempre lo ha sido. Quizá no vale la pena desafiar los lugares comunes y encarar a los inquisidores de turno. Quizá, por eso, lo que se advierte por doquier es el murmullo monocorde de la masa, de la grey, de la muchedumbre. Es el apabullante zumbido de la estandarización.

La masa un día se comporta como un rebaño de ovejas y al día siguiente como una jauría de lobos. No hay contradicción en todo ello. Todo sigue igual. Sólo cambia el nombre de la manada y el nombre del silbato, del credo, del inquisidor al cual se somete. Sólo se trata de cambios cosméticos. La forma permanece inmutable, sólo varía el contenido que alberga en su interior.

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