Las dificultades de la actual carretera de Julio Iglesias
Lo de anoche deja un gusto a despedida, Julio Iglesias está visiblemente desgastado pero su necesidad de cantar y recibir aplausos, porque económica no es, lo hace dar vida a un show que apela a la nostalgia y el recuerdo.
“La aparición de Julio Iglesias (75) junto con Rafael supone el inicio de la balada romántica como género hispanoamericano internacional, desplazando al bolero”, afirma el académico y musicólogo de la Universidad Católica, Daniel Party, al referirse a la importancia que tienen ambos artistas dentro de la música internacional. La piedra fundacional del mencionado estilo sucedió una noche de julio de 1968 en el festival de música de Benidorm —un símil del famoso evento musical de San Remo, pero español—. Un joven de tan sólo 25 años interpretaba una canción que había escrito durante una recuperación de un gran accidente automovilístico, era ex futbolista y su carrera deportiva se había acabado para siempre.
Sin embargo, lo que el madrileño no sabía era que dicha composición llamada “La vida sigue igual” se llevaría el primer lugar del festival, le cambiaría la vida a él y sentaría las bases para un tipo de música masificada desde España a Sudamérica que también dio vida a un sonido llamado Torrelaguna, una especie de “Wall of sound” creado por Phil Spector a principios de los sesenta. Lo de la balada, se trataba de una canción de amor, lenta, interpretada por un solista que se acompañaba de una orquesta detrás, elementos sustanciales a la hora de definirla.
De eso ya han pasado 50 años y la vida claramente no sigue igual para el cantante que ha publicado discos en más de catorce idiomas. En la actualidad el hombre tras “Quijote” escoge ciertos lugares del mundo —Santiago de Chile es la única ciudad latinoamericana incluida en esta gira— para entregar a su fiel audiencia una celebración por el medio siglo de carrera. Eso es lo que ocurrió anoche en el Movistar Arena en un concierto que bordeó las dos horas de duración con grandes éxitos que el artista concibió a lo largo de su catálogo.
“Cosas de la vida” del disco La Carretera (1995) en formato bossa nova fue la canción elegida para iniciar la noche frente a una audiencia desconcertada. Segundos antes de ese arranque se había divisado al astro caminando hasta el centro del escenario ayudado por parte de su equipo, todo esto en una máxima oscuridad hasta que el show empezó, puntual, con él sentado e iluminado desde la cintura hacia arriba.
Era difícil detectar lo que sucedía “¿está detrás de un bastidor?”, “¿no puede caminar?”, “ojo que igual canta” se rumoreaba entre la audiencia compuesta mayoritariamente por tercera edad. Sí, efectivamente canta y mantiene esa tonalidad característica, pero con un sonido saturadísimo que a ratos producía acoples entre los instrumentos. Eso generó sospechas asociadas al volumen de su registro, secundado a ratos por las coristas, una copia fiel de las argentinas “Trillizas de Oro”, las tres hermanas que lo acompañaron a fines de los setenta en una gira mundial y alcanzaron notoriedad por esas voces fiesteras que aún se pueden escuchar en emblemas de su carrera como “Un día tú, un día yo” del álbum Emociones (1979).
La noche continuó con “Échame a mí la culpa”, original de Albert Hammond y popularizada por Mari Trini, para seguir con “Me olvidé de vivir” que provocó una ovación generalizada en medio de gritos de un sector del público que se aquietarían con un buen “cállate” de parte del hombre tras “Esta cobardía”. Al parecer, las personas ubicadas justo al costado izquierdo del escenario no tenían buena visibilidad por la poca movilidad del cantante, que se situó en la mitad del plató y mirando hacia el otro lado del público, ángulo especial proyectado en las tres pantallas dispuestas, que además dejaron ver su bronceado eterno y esa alba dentadura de la que siempre ha sido dueño.
En seguida y con un volumen cada vez más alto, solicitado por él quien dirige constantemente a su banda y sonidista, llegó el turno de “Hey”, “Abrázame”, “La Carretera”, “Me va, me va”, “De niña a mujer”, una versión de “Nathalie”, centrada en la guitarra eléctrica, otra minimalista de “El Amor”, parte del disco del mismo nombre del año 1975 (sí, el de la portada icónica donde Iglesias posa sentado en un sillón de mimbre, en plan súper crack) y la sorpresiva inclusión en el setlist de “Ni te tengo, ni te olvido” completadas con “La vida sigue igual” y covers de Sting, George Michael, The Cars y como no, Elvis Presley.
Lo de anoche deja un gusto a despedida, Julio Iglesias está visiblemente desgastado pero su necesidad de cantar y recibir aplausos, porque económica no es, lo hace dar vida a un show que apela a la nostalgia y el recuerdo. Igualmente, deja un sabor amargo por el implacable paso del tiempo que tiene al ídolo casi sin poder caminar —debido a la longeva lesión de su espalda por aquel accidente en 1962—pero defendiendo dignamente las canciones que sobrevivieron a muchas etapas de la historia de la música en español, siempre con un sonido prístino que se mantiene vigente, acorde a los avances tecnológicos de los tiempos.