Crisis social, gobernanza y democracia: la necesidad de nuevas formas de gobernar lo común
Debemos abandonar las posiciones binarias que tradicionalmente han condicionado nuestra estructura de pensamiento, abrirnos a la comparación de modelos y pensamientos y ser los agentes de las transformaciones.
Marco Billi y Julián Cortés es Escuela de Gobierno (Universidad Adolfo Ibáñez), Red de Pobreza Energética (U. Chile) y Núcleo de Estudios Sistémicos Transdisciplinarios. Investigador del Programa de Riesgo Sísmico (U. de Chile), Red de Pobreza Energética (U. Chile) y Núcleo de Estudios Sistémicos Transdisciplinarios.
“Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, cambiaron todas las preguntas”. Así, recordando a Mario Benedetti, hoy esta frase bien puede simbolizar la perplejidad de las instituciones políticas chilenas respecto de las demandas ciudadanas y la insensibilidad y represión con las cuales el gobierno fracasaba en contener una crisis que él mismo había radicalizado con sus propias acciones.
La incapacidad del ejecutivo de entender las raíces y el despliegue de esta crisis es indicador de la profunda ceguera que tiene sobre el Chile de los últimos años. No es que el estallido social haya de pronto cambiado las preguntas: las preguntas, demandas y tensiones que hoy se manifiestan en las calles no son nuevas. ¡No son 30 pesos, son 30 años!
Solo podremos entender a cabalidad esta crisis si nos quitamos lentes con los que solíamos mirar el mundo; si nos esforzamos en enfocar los puntos ciegos ínsitos en los conceptos, instituciones y prácticas desde las cuales hasta ahora hemos comprendido lo que nos rodea.
En efecto, no es sólo el ejecutivo quien ha quedado ciego: Chile no despertó solo porque salió de la inercia y salió a las calles, sino porque abrió los ojos de una manera distinta. Dejó de creer en lo que siempre había creído y vio las múltiples posibilidades que dicha creencia había escondido.
La historia tiene múltiples bifurcaciones, momentos de duda, olvido, silencios y actores emergentes. No existen principios y reglas que nos puedan guiar como verdades absolutas. Si tomamos conciencia de ello, y comprendemos que tanto el Estado como su forma de gobernar no son más una construcción inscrita en el tiempo y el espacio, podemos permitirnos confrontarlos con la realidad social.
En razón de lo anterior, debemos abandonar las posiciones binarias que tradicionalmente han condicionado nuestra estructura de pensamiento, abrirnos a la comparación de modelos y pensamientos y ser los agentes de las transformaciones.
Las ‘respuestas’ que Chile creía finalmente tener pueden resumirse en una serie depreceptos de fe: fe en el ‘milagro chileno’ como ejemplo de éxito de un modelo neoliberal de manejo económico y social; fe en la capacidad del libre mercado de impulsar el crecimiento de la economía, y en el carácter ilimitado de los recursos naturales en los que aquel se funda; fe en que los beneficios producidos por este crecimiento terminarán recayendo sobre todos los chilenos, y fe en la igualdad de oportunidad de todos los chilenos para tomar parte de estos beneficios ‘si sólo se empeñan lo suficiente’.
Hoy, esta crisis -y las muchas otras análogas que se han estado desatando en las cuatro esquinas del planeta- nos sugieren que esta fe puede estar mal puesta. Ha quedado claro, en primer lugar, que no existe garantía -más bien el contrario- que el crecimiento económico conlleve en automático (como por una ‘mano invisible’) mayor bienestar y posibilidades de desarrollo para las personas. Las desigualdades producen más desigualdades; la pobreza no se mide sólo en dinero, sino que también se observa en la incapacidad de contar con suficiente agua limpia para tomar, con energía de calidad para calefaccionar el hogar; en ver a la comunidad transformada en una ‘zona de sacrificio’ para promover los intereses de quienes no viven en ella. Es ya evidente que no hay esfuerzo que baste para salir de esta pobreza cuando las oportunidades se abren solo para algunos. El tiempo no sana las heridas históricas, sino les echa sal, y las hace cada vez más profundas.
No podemos esperar avanzar sin explorar nuevas formas de gobernanza, menos cuando vivimos en un mundo cada vez más complejo, globalmente interconectado, y medio ambientalmente frágil, como nos han mostrado los desafíos crecientes del cambio climático y la degradación ecológica. Los desafíos que nos depara el siglo XXI son radicalmente diversos y no debemos responder con la misma lógica e institucionalidad que antaño. La clásica oposición dual entre Estado y mercado nos ha mostrado dramáticamente sus lados más oscuros, y la gobernanza tal como la conocemos en la actualidad —centrada en encontrar un balance entre Estado y mercado— se ve fracturada por todas partes y está claramente desfasada con respecto a los desafíos y la sociedad actual.
Una luz de esperanza: desde hace más de dos décadas, han surgido alternativas que nos exhortan a salir de esta dualidad, a explorar una ‘tercera vía’ entre Estado y mercado. Entre ella, sin duda la más llamativa es la ‘gobernanza policéntrica acuñada por el Premio Nobel de Economía Elinor Ostrom: la noción que, dadas las condiciones institucionales adecuadas, comunidades humanas a todas las escalas – hogares, barrios, pueblos, cuencas, grupos étnicos – pueden encontrar su forma de autogestión, promoviendo a la vez bienestar colectivo, justicia social y armonía con el medio ambiente. Surge de ahí una propuesta concreta respecto al gobierno desde lo común, fundada sobre el respeto, la autonomía de los ciudadanos y de los grupos en los que espontáneamente se unen, y una priorización de la deliberación y la colaboración por sobre la competencia y la individualización. Pero la función probablemente más central de este tipo de gobernanza es construir y dar cohesión a la comunidad. Para ello, no basta con que esta se asiente en instituciones respaldadas por la ley, sino también que aquellas instituciones y aquella ley sean consideradas legítimas por quienes las tienen que respetar.
Esto requiere, a la vez, rescatar la democracia representativa, fundada en una institucionalidad al amparo del Estado de Derecho, y en la que —al menos en teoría—cada ciudadano tiene voz, voto y participación en la gestión y construcción de los asuntos públicos.
Si queremos salir de esta crisis, tenemos que dejar de celebrar el falso triunfo de la democracia y gobernanza, y aceptar que ambas están hechas añicos. Sólo a partir de ahí, y del duro trabajo de reconstruir aquello que se ha despedazado, podemos esperar reconstruirnos como un país renovado, más justo, sustentable y más democrático.