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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

El Parlamento y la conciencia institucional II: el Líbano

"En plena costanera de Beirut un fantasma de cemento y 26 pisos se yergue como un recordatorio de un conflicto aún no olvidado. A diferencia de otros hoteles del barrio turístico de la capital, el Holiday Inn no ha sido restaurado hasta la fecha".

Por Francisco Díaz Candia
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Francisco Díaz Candia es Cientista Político UC. Políticas públicas, estudios interdisciplinarios y teoría social.

El año recién pasado estuvo marcado por una ola de movilizaciones anti-establishment en Haití, Chile, Perú, Francia, Mónaco, Liberia, Irak, Irán y el Líbano entre otros. Convergen en ellas por lo menos dos elementos más o menos comunes, a saber, una mecánica de representación históricamente defectuosa y una débil autoconsciencia, por parte de los representantes, del rol que juegan en el sistema político de sus respectivos países. De entre todas las naciones mencionadas, el Líbano refleja de manera más evidente estos dos desajustes y los consecuentes vicios que generan en la sociedad.

A primera vista, el país del cedro da la impresión de una república parlamentaria: hay un presidente, un primer ministro y un parlamento que le da la confianza. No obstante, esto es más apariencia que realidad. Desde su independencia en 1943, las distintas comunidades confesionales de este país han encontrado una forma de coexistir basada en establecer una fórmula predeterminada de repartición de los distintos cargos de poder. Así, casi sin excepción, el presidente del Líbano siempre ha sido un cristiano maronita, el Primer Ministro siempre un musulmán sunita mientras que el presidente del Parlamento siempre es musulmán chiita.

Por otra parte, si bien el parlamento es electo formalmente en base a una fórmula proporcional, un acuerdo informal establece una fijación de cuotas máximas para cada religión (mitad para los musulmanes; mitad para los cristianos) y dentro de estas para distintas denominaciones (como chiitas, sunitas, alauitas para el caso de los musulmanes; maronitas, ortodoxos o armenios para los cristianos).

Con algunos cambios después de quince años de guerra civil (1975-1990), el régimen de gobierno libanés ha permanecido sin mayores modificaciones, esto es, un sistema en donde, más allá de la estructura constitucional occidentalizada, el equilibrio de poderes está centrado en los distintos grupos religiosos que se controlan entre sí. Si bien esto pudo haber constituido una medida de gobernabilidad en periodos intermitentes de la historia de este país, lo cierto es que a la larga se ha vuelto contraproducente para la lógica de la representación.

Al tener un parlamento con un resultado predeterminado por cuotas religiosas, las opciones de voto para cada grupo de se ven limitadas incluso en aquellos distritos con más número de representantes. Esta situación de “público cautivo” ha dado pie al surgimiento de patrones dentro de cada grupo religioso quienes distribuyen favores y beneficios sociales a cambio de lealtad política. El resultado es predecible: en el Líbano todos – con la notable excepción de Hezbolá – no existen los partidos políticos en el sentido Burkeano de la palabra, esto es, como asociaciones de ciudadanos unidos para defender algún principio en particular. Más que en el debate de ideas, los líderes del Líbano están más concentrados en la construcción de una imagen personal primero, y en la extracción de beneficios para sí mismos, su familia y sus clientes, en ese orden.

Está última oración no es una exageración: de acuerdo a la especialista en el Líbano Rola el-Husseini la creación de dinastías políticas es el “sueño de todo político”. Basta hojear cualquier libro de historia contemporánea de este país para apreciar como los apellidos Harari, Gaega, Lahoud, Gemayel, Chamun o Berri se repiten sin cesar, en algunos casos, desde antes de la guerra civil.

El copamiento de los espacios de trabajo por la familia y contactos de una oligarquía casi inamovible ha tenido como consecuencia el estancamiento de las oportunidades para los jóvenes profesionales. Según un estudio del economista Jad Chaaban elaborado para el PNUD el año 2016, cerca de la mitad de los graduados universitarios deseaban emigrar para encontrar trabajo. De entre los egresados de las universidades con más estudiantes, un 45% de las mujeres y un 67% de los hombres se encontraban viviendo en el extranjero. De entre los que trabajan dentro del país el promedio gana a penas 773 dólares mensuales.

Así, para la juventud profesional que podría hacer un contrapeso a la elite establecida, dejar el país se vuelve la opción más atractiva. Y la clase política es consciente de esto; en una entrevista hecha por el-Husseini, algunos miembros de la élite del país reconocían que “la extendida migración ayudaba a reducir la competencia enfrentada por ellos y sus herederos”.

Lo anterior es aún más alarmante cuando se considera que uno de los principales factores que desencadenaron la guerra civil libanesa fue la incapacidad de la vieja república de incorporar a las clases emergentes de mediados de siglo XX a las dinámicas de participación política. La historia, aunque quiera ser olvidada, a veces rima mucho de suerte que siempre deja recordatorios para no ser olvidada.

En plena costanera de Beirut un fantasma de cemento y 26 pisos se yergue como un recordatorio de un conflicto aún no olvidado. A diferencia de otros hoteles del barrio turístico de la capital, el Holiday Inn no ha sido restaurado hasta la fecha. Dañado durante el conflicto interno, el edificio ofrece encarna en cemento una paradoja histórica. El recinto fue inaugurado en 1974 en el contexto de una ciudad pujante que se preciaba de ser la joya del turismo en esa parte del mediterráneo: en poco más de un año el hotel se convertiría en un mar de balas. El elefante blanco pareciese resumir la historia de una sociedad que, en una soberbia virtual, no pudo sino que explotar debido a los problemas que no supo afrontar.

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