La igualdad del absurdo
"¿Qué sentido tiene, además, presentar a un abusador como un monstruo ajeno a la especie humana cuando se exponen sus horrores, para después exigir que se le considere como un igual que merece bienestar, aun a costa de su víctima?"
Yasmin Gray es Abogada Universidad del Desarrollo
A estas alturas no se puede dudar de que hay un consenso en cuanto a la existencia de una violencia endémica hacia la mujer y al daño tangible que esta ocasiona en quienes la sufren. Tampoco que es indesmentible que estamos de forma permanente expuestas a dicha violencia, y que si bien el crear conciencia sobre este fenómeno ha ayudado a identificar y combatir el maltrato, aún falta mucho trecho en esta pelea.
Y al mismo tiempo que se da la pelea, se entregan millones de testimonios y se deja en evidencia a los abusadores, constituyendo esto -aparentemente- una lucha social, en paralelo se libran otras luchas sociales, consideradas tan o más importantes que el combate de la violencia a la mujer y la búsqueda de la equidad de género, como pueden serlo la igualdad económica y de oportunidades, el bienestar social y la conciencia de vida en proyectos colectivos. Y se hace parecer a todas estas luchas como complementarias y compatibles, en circunstancias de que, llevado a la práctica, son muchas las contradicciones que se encuentran entre la lucha contra la violencia de género y el anhelo de una vida colectiva, igualitaria y solidaria.
Porque no deja de resultar insólito y absurdo que, al mismo tiempo que se defiende y reivindica a una mujer víctima de violencia física o sexual, se pretenda obligarla a renunciar a los bienes y privilegios que pueda poseer, en miras al logro de un entorno de igualdad con quienes la rodean, el cual incluye forzadamente a su agresor, al ser este parte, nos guste o no, de la especie humana. Y no basta pensar que es suficiente que el agresor sufra castigo corporal estatal (cárcel) para expiar su culpa y así merecer reclamar bienestar a costa de su víctima, dado que, en un gran número, los episodios de violencia de género no pueden ser castigados con cárcel, ya sea por su cuantía, por falta de pruebas del delito o por el transcurso del tiempo -algo sumamente frecuente cuando se trata de violencia sexual-, y por ende, muchas víctimas no tienen justicia material. Si la víctima ya tuvo suficiente frustración al no recibir justicia por parte del Estado, ¿no es acaso un despropósito expoliarla de sus bienes para favorecer al agresor que no recibió ninguna sanción? ¿Qué sentido tiene, además, presentar a un abusador como un monstruo ajeno a la especie humana cuando se exponen sus horrores, para después exigir que se le considere como un igual que merece bienestar, aun a costa de su víctima? Y hay que hacer presente que ni siquiera se trata de despojar a los victimarios de sus derechos fundamentales inherentes a ellos en su calidad de personas -como lo son el debido proceso ante tribunales o una digna atención sanitaria- sino del mínimo imperativo de repensar el discurso de igualdad absoluta al mismo tiempo que se enarbola la bandera de no violencia hacia la mujer, la cual vuelve a aparecer cuando, en nombre del supuesto deber de proyecto colectivo y solidario que no admite excepciones ni diferencias entre sus miembros, se echa tierra y se ignora al daño que se le hizo, recibiendo al agresor como un miembro más de esa comunidad que merece allegarse a los beneficios de esta solo por su condición humana, aún cuando su conducta -la misma sobre la cual repetimos majaderamente que no hay justificación que valga- diste mucho de lo que se espera por “humano”.
Si una víctima no quiere que su agresor reciba parte de sus bienes, sus privilegios o su trabajo, ¿vamos a crucificarla por individualista y exigirle que perdone a su victimario en nombre del colectivo -agregándole más dolor al que ya tiene-, o vamos a reflexionar sobre a qué proyectos totalitarios le hemos puesto fichas, movidos por una quimera igualitaria que en realidad no es tal desde el preciso momento en que un hombre decidió dañar a una mujer? Ojalá la respuesta sea lo segundo, antes de que el absurdo sea la regla general en nuestras vidas.