Más que un hashtag

El activismo, cuando se sale de los márgenes de quienes lo inician o lo elaboran, pasa, nos guste o no, a ser una moda. Y esa moda se expresa como nunca en las redes sociales, donde pululan los hashtags, las imágenes con frases célebres sobre el tema en cuestión y los retratos de famosos que se relacionan con la lucha reivindicada.

De momento, el tema en boga es el racismo. Y por circunstancias trágicas e indeseadas, como lo es la muerte del joven afroamericano estadounidense George Floyd por claro exceso de fuerza policial en un procedimiento de control por el supuesto uso de un billete falso. Como es de esperarse, y trayendo a la memoria el recuerdo de lo sucedido con Rodney King en 1992, no solo en Minneapolis -donde tuvo lugar el horrible fin de Floyd- sino en todo Estados Unidos, se han sucedido furiosas reacciones de las comunidades afroamericanas, con manifestaciones masivas e incidentes violentos. La rabia desatada en las protestas está lejos de amainar si tenemos en cuenta que la historia del racismo en Estados Unidos parece no tener fin, en especial si consideramos que los afroamericanos, junto con los latinos, son los grupos de población norteamericana más susceptibles a caer en la pobreza y marginalidad.

Desde la misma Latinoamérica que es objeto de discriminación en Estados Unidos y Europa, nos plegamos al ruego del cese del racismo pensando tanto en los afroamericanos como en nosotros mismos, pero antes de postear el hashtag de moda o la imagen en negro en nuestros perfiles de internet, ¿nos hemos detenido a pensar que algunas actitudes o ideas que tenemos también son racistas, y no nos hemos percatado de ello? Por ejemplo, el creer que los mapuches y los negros pueden solo adherir a las ideas de izquierda, es seguir encasillándolos como una categoría humana distinta, que solo pueden ceñirse a determinados prismas sociales y que no pueden decidir libremente cómo pensar, como si fueran mascotas o peor aún, esclavos. O el aludir con aire despectivo al constructo de que los árabes y judíos solo actúan movidos por interés económico. O incluso, un ejemplo más actual: el dirigir la furia por los estragos de la pandemia de coronavirus contra los inmigrantes chinos. Tuve una compañera de colegio taiwanesa -bellísima persona, por cierto-, y no quiero imaginar cómo lo habría pasado ella y su familia de haber enfrentado este trance durante nuestra época escolar, ni en la alta probabilidad de que ya haya tenido que soportar comentarios desubicados e ignorantes de quienes la rodean.

Tendemos a mirar el racismo como algo lejano, cuando la verdad es que es algo que en Chile nos ha acompañado desde que éramos colonia española: contra los mapuches -que subsiste hasta hoy-, después contra árabes, judíos, coreanos, y más recientemente, haitianos. La lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y el apartheid en Sudáfrica se veían algo ajeno a nuestra realidad, que veíamos a distancia pensando en cómo había sido posible que alguna vez los negros fueran considerados humanos de segunda categoría, pero con la reciente oleada de inmigración masiva a nuestro país comprobamos que en realidad poco se diferencia una parte no menor de la sociedad chilena de los supremacistas blancos norteamericanos y sudafricanos. Y que sin duda, hay muchos que rasgan vestiduras por George Floyd desde la hipocresía más rancia.