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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

El juego de ajedrez en el tablero mundial

"Mientras nos desesperamos en nuestro forzado inmovilismo doméstico, la pugna por el poder global se juega sin pausa sobre nuestras cabezas. Y hay una peligrosa acumulación de energía".

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Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado

Aunque a menudo sintamos que nuestras vidas están suspendidas por el COVID19 y que vivimos en una suerte de atemporalidad, con los estados abocados a hacer frente a la contingencia, la transición de un nuevo orden internacional hacia otro sigue su curso.

Como las personas, hay algunos países que se han quedado pasmados, abrumados por los problemas de toda índole a partir de la pandemia, mientras otros han aprovechado la coyuntura para mover agresivamente sus fichas en el tablero de ajedrez mundial.

Mientras Estados Unidos, bajo la administración Trump, ha acentuado su desvinculación de los asuntos mundiales, renunciando a su rol de principal garante del orden internacional, las potencias ascendentes, entre las cuales destaca China, han aprovechado la oportunidad para copar los espacios cedidos.

Frente a la salida de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y sus gestiones para asegurar el suministro de insumos médicos para su población, incluso confiscando productos destinados a otros países, China ha aumentado su coordinación con la OMS e incrementado su apoyo a un gran número de naciones, donando insumos sanitarios y mandado personal técnico para cooperar en la lucha contra el virus. También ha declarado, en la carrera por la generación de una vacuna contra el COVID19, que hará todo lo posible para su distribución y acceso universal, si es el primero en producirla.

La diplomacia pública china ha tomado el contexto de la pandemia como un trampolín para mostrar a su país con la voluntad y capacidad para articular la cooperación internacional. Nuestras sociedades han presenciado el contraste entre la mano abierta de China y el discurso aislacionista de Estados Unidos. En los noticieros han visto al sonriente embajador de China haciendo donación de mascarillas y ventiladores mecánicos, al mismo tiempo que han escuchado al enojado presidente Trump hablar del “virus chino” y anunciando sanciones.

Desde el punto de vista de la arquitectura internacional y de sus organizaciones, en una primera instancia, el mayor involucramiento de China podría interpretarse como una tabla de salvación del sistema. Mientras haya alguien que financie y ponga su peso para asegurar que funcione, las cosas podrían seguir más o menos iguales. Evidentemente ello no es así, porque no necesariamente la potencia ascendente tiene los mismos valores que han sustentado el sistema internacional, sin contar con la incertidumbre que genera la rivalidad con la potencia incumbente, por más que se esté retirando voluntariamente de estos foros.

China es consciente de que su debilidad para ejercer el liderazgo mundial radica en la desconfianza que provoca en muchos países, por diversas razones. Su profusa asistencia financiera de estos últimos años en forma de créditos bilaterales o de ayuda para el desarrollo, así como su condición de principal inversionista y socio comercial en muchos países, no han logrado borrar la imagen de un estado que ejerce un férreo control y represión política en su territorio, así como su creciente asertividad, la que se traduce en numerosas disputas fronterizas y reclamos territoriales. Esa misma asertividad se ha trasladado al ámbito mundial, en la promoción de sus intereses con posiciones más duras. Por eso, el contexto de la pandemia ha sido tomado con tanta fuerza por la diplomacia china, para procurar enmendar esa visión y mostrar a un país interesado en colaborar con quien quiera hacerlo, para enfrentar los desafíos comunes en beneficio de todos.

Pero mientras se desarrolla activamente esta política de cooperación tan necesaria y apreciada por muchos, por otro carril suceden cosas que levantan inquietud y debilitan la ofensiva de la diplomacia pública china.

Hace unos días, en la larga frontera entre China e India, en las montañas del Himalaya sobre 4.000 metros sobre el nivel del mar, se produjeron graves enfrentamientos resultantes en la muerte de decenas de soldados de ambos bandos (a pesar de que China no reconoce ninguna baja). Estas muertes fueron producto del combate cuerpo a cuerpo (al existir un protocolo entre las partes de no usar armas de fuego ni explosivo dentro de un radio del límite). Ambos países ya habían sostenido una guerra en 1962, producto de la cual China retuvo algunas áreas que reclama como suyas. Sin embargo, la mayor parte de la frontera común no ha sido aún demarcada y existen reclamos superpuestos sobre varias áreas. La tensión entre las dos potencias nucleares ha escalado, con el primer ministro indio Modi diciendo que la muerte de sus soldados “no será en vano”, mientras el gobierno chino culpaba del incidente a la “agresión india”.

En paralelo, este viernes el primer ministro australiano Scott Morrison informó por cadena nacional, que el país llevaba semanas sometido a una ola de ciber ataques dirigidos a entidades públicas, infraestructura crítica, empresas y otras organizaciones, con graves perjuicios, desde la sustracción de datos hasta la alteración en el funcionamiento de algunos servicios. Anticipó que se esperaba una intensificación de estos ataques y llamó a la comunidad a tomar inmediatamente todas las medidas posibles para proteger sus redes y plataformas digitales, además de la acción estatal.

Aunque no especificó quien está detrás de estos ataques, dijo que “podía confirmar en razón de la asesoría técnica recibida, que estas acciones se fundan en un actor estatal de grandes capacidades”. Inmediatamente los medios, fundándose en evidencias de expertos locales e internacionales, apuntaron a China. La respuesta de este país no se hizo esperar, rechazando duramente las imputaciones y acusando a algunas entidades australianas de estar empujando una agenda anti China.

En 2019, el Parlamento Australiano había sido objeto de ciber ataques, también imputados a China en su oportunidad.

En los últimos meses la relación entre Australia y China se venía agriando. A la creciente preocupación que genera en Australia la extensión de la influencia china en el Pacífico Sur y su ascendiente en la economía australiana, se han agregado episodios de interferencia política interna que han derivado en un cambio de clima entre los dos países. El gobierno australiano impuso nuevas regulaciones para evitar el control de empresas estratégicas locales por los capitales chinos. También tomó medidas para estrechar su alianza con Estados Unidos y con el Quad (EEUU, India, Japón, Australia), concebido para contrapesar a China.

China por su parte, ha aplicado sanciones comerciales a Australia, suspendiendo la importación de ciertos productos y subiendo los aranceles a otros, en su condición de primer comprador mundial de bienes australianos.

Por estos días también, el Partido Comunista Chino ultima en Beijing los detalles de la polémica ley de seguridad nacional para Hong Kong, criticada como un intento de coartar todavía más su autonomía respecto de China, al aprobar la presencia de agencias de seguridad chinas en el territorio, para perseguir “todo acto de subversión, terrorismo, secesión y confabulación con potencias extranjeras”. Se espera que esta ley sea sancionada antes del 1 de julio, aniversario de la reincorporación de Hong Kong a China, hace 23 años.

Por parte de EEUU, estas circunstancias alimentan la lógica confrontacional del presidente Trump hacia China, y refuerzan la opinión mayoritaria bipartidista que la competencia con China se está convirtiendo en un juego de suma cero. Es probable que, en los últimos meses de campaña para lograr la reelección, Trump acuda al discurso anti chino, pudiendo escalar medidas que eleven la tensión entre ambas potencias y contribuyan a la polarización del electorado estadounidense, que es el ambiente en el cual se siente cómodo y cree tener más opciones.

Mientras nos desesperamos en nuestro forzado inmovilismo doméstico, la pugna por el poder global se juega sin pausa sobre nuestras cabezas. Y hay una peligrosa acumulación de energía.

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