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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

Cuidar la democracia

"Las advertencias de un segundo estallido a cualquier evento, da cuenta de que una parte de la ciudadanía y ciertos legisladores quedaron subsumidos en la embriaguez que representa el poder ilimitado avalado por una opinión pública desconfiada".

Por Alfonso España
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Alfonso España es Investigador de Horizontal.

La semana pasada, antes y después de la votación sobre el retiro del -en promedio- 44% de los ahorros previsionales, fuimos testigos del regreso de la violencia, manifestada a través de saqueos, quemas de buses del transporte público, barricadas y ataques con armamento a Carabineros. Los hechos, indicaron algunos líderes de oposición, habrían respondido a manifestaciones legítimas que demandarían la aprobación del proyecto de ley, y que, en caso de no ser legislado, sucedería un segundo estallido social. En la práctica, a pesar de que el proyecto pasó el primer trámite, la violencia continuó.

El escenario descrito da cuenta de dos acuerdos rotos. El primero, el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, en el que participaron transversalmente partidos desde el FA hasta la UDI, y el segundo, el Plan de Emergencia, donde se estableció un marco fiscal de US$12 mil millones, llevado por partidos oficialistas y de oposición (PPD, PS y DC). En efecto, el Acuerdo por la Paz se quebró en tanto en el numeral uno se establece que quienes suscribían dicho acuerdo se comprometían con “el restablecimiento de la paz y el orden público y el total respeto de los derechos humanos y la institucionalidad democrática vigente”. El segundo dejó de ser válido toda vez que el costo del retiro de ahorros previsionales implica un costo de, al menos, US$ 20 mil millones.

Con todo, el plebiscito se llevará a cabo, y probablemente se redacte una nueva Constitución en condiciones en las que los acuerdos no son respetados y el terror avanza. En este contexto, el peligro que enfrentará Chile, una vez supere la pandemia, será el riesgo de obviar la violencia como si se tratara de un elemento más del paisaje democrático. Ciertamente, cuando no hay respeto a los marcos de entendimiento común, como lo son las leyes y los acuerdos políticos, no es la libertad lo que impera. Muy por el contrario, predomina otro tipo de opresión, basada en la brutalidad. En otras palabras, no se libera a las personas de las limitaciones existentes, sino que se les somete a una peor basada en la mera fuerza e intimidación. Parafraseando a Hannah Arendt, la violencia puede destruir el poder, pero no crearlo, y cuando no hay poder, entonces impera el dominio del más fuerte, donde el débil es quien más sufre.

El sueño de construir un Chile democrático, con una Constitución redactada por sus ciudadanos, parece transformarse rápidamente en una pesadilla premonitoria. Las advertencias de un segundo estallido a cualquier evento, da cuenta de que una parte de la ciudadanía y ciertos legisladores quedaron subsumidos en la embriaguez que representa el poder ilimitado avalado por una opinión pública desconfiada. En este escenario, el rol de nuestros legisladores no es amplificar todo lo que se dice, sino más bien racionalizar las quejas resguardando el orden político. Legitimar la violencia como método válido o necesario para que se produzcan los cambios, no ayudará a que tengamos un mejor régimen. Más bien, deteriorará, cada vez más, la libertad política y toda posibilidad de reconstruir nuestra democracia.

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