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Actualizado el 8 de Enero de 2021

La del pirata cojo

Rompiendo otra tradición de fair play político, no reconoció el triunfo de Biden, ni siquiera cuando ya era irrefutable. Inéditamente siguió con su campaña de mentiras y considerándose como el legítimo ganador.

Por Juan Pablo Glasinovic
Donald Trump impeachment
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En Estados Unidos se acuñó el término “pato cojo” (lame duck) a comienzos del siglo XIX para el presidente (pero también se extiende a otros funcionarios electos) al cual se le aproxima la fecha en que debe dejar el cargo, especialmente cuando ya se ha elegido su sucesor. Desde ahí esta denominación se incorporó al lenguaje político mundial, para graficar ese período en que el gobernante saliente pierde aceleradamente iniciativa y poder, convirtiéndose progresivamente en un solitario administrador hasta traspasar el mando.

Pero este concepto, así como muchas normas, prácticas y tradiciones de la democracia estadounidense se han alterado durante la presidencia de Donald Trump, algunas de ellas probablemente con efectos a largo plazo.

Desde el inicio de su candidatura en las primarias republicanas del 2016, Trump cabalgó sobre la bestia del populismo, recogiendo la ira y frustración de amplios sectores de la población que se sentían postergados y alienados con la clase política. Su personalidad narcisista, irreverente, inmoral y abusiva sintonizó bien con estos segmentos. Como todo demagogo, les habló lo que querían escuchar. Sus descalificaciones y exabruptos eran tomados como expresiones de una persona auténtica, sin los dobleces de los políticos tradicionales, indicando (según sus adherentes) una real voluntad de cambiar las cosas. Sintieron que al fin alguien los interpretaba y los pondría primero en la agenda. Alguien que además no era un político tradicional y por lo tanto no sería cooptado por los intereses de esa casta.

En esa cabalgadura se adueñó del Partido Republicano, ¡nada menos que el Grand Old Party de Abraham Lincoln!, que es cierto ya venía en una deriva hacia la derecha más extrema (no olvidemos que en esas primarias los otros candidatos principales fueron los senadores Ted Cruz y Marco Rubio), pero no deja de ser notable y aterrador como un partido con una tremenda historia, sucumbió casi sin resistencia ante un personaje de esa calaña.

Desde el poder, su sello fue el conflicto permanente. Como el rey Midas, todo lo que tocaba se convertía en disputa. Despreció a las instituciones de la democracia representativa y pretendió una conexión directa con la masa (uso expresamente este término porque no le interesaba una interacción con las personas, sino sentir la energía que emana de la muchedumbre y el seguimiento incondicional), usando el tweet como herramienta privilegiada. Sus decisiones se guiaron básicamente por su “instinto”, los “likes” en las redes sociales y sus mitines de incondicionales. Mintió descaradamente de manera diaria, tanto así que los medios crearon in índice, contrastando regularmente sus dichos con la realidad. Durante sus 4 años no se puede decir que hubo un plan en nada, para desesperación de sus colaboradores, lo que explica la alta rotación en muchas carteras y los permanentes vaivenes de su gobierno. Dentro de las reparticiones notoriamente afectadas, está el Departamento de Estado (Cancillería). Como pocos gobiernos, acudió sustantivamente a las ordenes ejecutivas, como una forma de desarmar políticas de sus antecesores o de evitar acudir al Congreso.

Heredó una buena situación económica de su predecesor, Obama, que complementó con una importante rebaja de impuestos (que ha disparado el déficit fiscal a niveles insostenibles, pero no iba a ser su problema) y parecía que su reelección era inevitable. Muchos estaban dispuestos a tolerar a este personaje estrambótico, siempre y cuando la economía marchara bien. Pero, apareció la pandemia, y cambió radicalmente el panorama. Al inicio Trump se mofó del fenómeno, minimizándolo, para después culpar a China de haber diseminado este virus. Por ello, la respuesta federal fue tardía y el costo en vidas humanas ha sido alto, además de desatarse una crisis económica sin precedentes. Cuando el país necesitaba unidad para enfrentar esa extraordinaria circunstancia, su presidente siguió enfrascado en mezquinas reyertas y diatribas contra todo y todos.

Fiel a su estilo, cuando vio que los demócratas levantaban una alternativa competitiva con Joe Biden, trató infructuosamente de hundirlo, involucrando a un gobierno extranjero (Ucrania).

Hizo su proclamación como candidato republicano desde los jardines de la Casa Blanca, lo que no tenía precedente. Luego, previendo que el voto anticipado favorecería a Biden, comenzó a decir que se estaba organizando un fraude masivo. Además de su canal tuitero, se le sumaron en este mensaje varios medios importantes, cegados por la polarización que viene experimentando la sociedad estadounidense.

Cuando se desarrolló finalmente la votación y perdió, siguió insistiendo en el fraude, a pesar de no haber podido reunir ninguna evidencia. Rompiendo otra tradición de fair play político, no reconoció el triunfo de Biden, ni siquiera cuando ya era irrefutable. Inéditamente siguió con su campaña de mentiras y considerándose como el legítimo ganador. Hizo la del pirata cojo (con mil excusas para el cantautor Sabina por tomar esa expresión prestada), “con cara de malo, el viejo truhan, capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera”, anteponiendo su ego y ambición personal, a la decisión democrática y toda la institucionalidad.

Por intermedio de su equipo legal encabezado por Rudolph Giuliani, interpuso recursos judiciales en múltiples estados, perdiéndolos todos por falta de mínima evidencia. Hizo además gestiones personales como pedir a gobernadores, senadores y representantes republicanos, que buscaran la forma de anular la elección en algunos estados donde perdió, también sin resultado. Finalmente, y como guinda de la torta, cuando el Congreso debía certificar este miércoles la decisión del Colegio Electoral de la elección de Biden como nuevo presidente, en paralelo a pedir a sus fieles en el Senado y la Cámara que trabaran el proceso, aleonó a una masa de fanáticos para que se tomaran el Capitolio (sede del Congreso) e impedirlo, lo que ocurrió, difiriendo el proceso varias horas. Nunca en la Historia de los Estados Unidos una turba de ciudadanos había tomado las dependencias del Poder Legislativo. Esto marca otro hito de este personaje y muestra cómo, incluso una de las democracias más sólidas del mundo, puede caer o verse seriamente afectada por un gobernante inescrupuloso, con aliados fácticos poderosos.

Todos vimos que los que se tomaron el Capitolio fueron supremacistas blancos. La facilidad conque entraron refleja, como bien lo han dicho el propio Biden y otros líderes locales, el estándar profundamente desigual que la autoridad y las fuerzas del orden tienen frente a los distintos grupos. Cuando se congregó una multitud frente al Congreso en el contexto del “Black lives matter”, hubo un numeroso contingente fuertemente armado que resguardó el recinto, lo que no ocurrió en esta última ocasión. ¿Negligencia fundada en prejuicios?,¿Omisión deliberada? Quizá nunca lo sepamos, pero queda en evidencia que el país debe sanar esa profunda herida que arrastra en materia de desigualdad racial.

¿Qué sigue ahora? Aunque muchos quisieran someter a Trump a un juicio político (impeachment) o sacarlo por incapacidad mental (25ª Enmienda), es altamente improbable que ocurra, tanto por los plazos, como por la polarización existente. Aunque Trump ha quedado solo tras esta jugada extrema, deja un tablero político muy degradado. Sigue sin conceder su derrota y además anunció que no asistirá al traspaso de mando. El Partido Republicano ha quedado seriamente dañado y tendrán que cobrarse cuentas internamente, en una o varias noches de cuchillos largos, para ver cómo sigue fuera de la sombra de Trump.

En toda esta batahola, no destacó el triunfo de los candidatos demócratas al Senado en Georgia. Ello es de la mayor importancia porque ambos partidos quedan con 50 escaños, y en caso de empate dirimirá la Vicepresidenta Kamala Harris. Esto será crucial, no solo en materia legislativa para el programa de Biden, sino también para numerosas designaciones que requieren de la aprobación senatorial.

La promesa de Biden de sanar el alma de la nación, no puede ser más acertada, actual y urgente. Necesitará sacar a relucir al máximo todas las cualidades que lo han destacado durante más de 40 años de servicio público, especialmente su capacidad de diálogo. Por sí solo es un tremendo desafío y quizá sea su gran legado al país: recuperar la senda de la confianza y el sentido de una común pertenencia, para seguir progresando en democracia.

En esta historia el ataque pirata fue repelido, pero sigue habiendo en el mundo muchas personas y grupos con “por bandera un par de tibias y una calavera” en busca de una presa para satisfacer sus objetivos y ambición. Sin ir más lejos, en nuestro propio país algunos han llamado a “rodear la Convención Constitucional”. Hay que estar atentos y defender nuestra democracia, sus procesos e instituciones.

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