El pulgarcito de América
A pesar de su reducido tamaño, El Salvador ha tenido una historia reciente intensa y ha ejercido una influencia importante en la región. Por eso examinar su evolución no sólo es un indicador para entender el contexto centroamericano, también nos puede dar luces sobre lo que puede ocurrir en otros países de nuestro continente.
Juan Pablo Glasinovic es Abogado
Nuestra poetisa Gabriela Mistral, quien estuvo en los años 30 del siglo pasado en América Central, se refirió al país más pequeño no insular del continente americano, El Salvador, como el “Pulgarcito de América”, denominación que todavía resuena. Se dice que el origen de este nombre estaría en un escritor salvadoreño, Julio Enrique Ávila, pero -sin duda- que fue popularizado por la poetisa y premio Nobel, Gabriela Mistral.
A pesar de su reducido tamaño, 21.000 km2, El Salvador ha tenido una historia reciente intensa y ha ejercido una influencia importante en la región y más allá. Por eso examinar su evolución no sólo es un indicador relevante para entender el contexto centroamericano, también nos puede dar luces sobre lo que puede ocurrir en otros países de nuestro continente.
El Salvador, junto con ser el más pequeño del área continental, es el más densamente poblado, con casi 7 millones de habitantes. Además, tiene una enorme comunidad que ha emigrado –alrededor de 3 millones de personas– principalmente a Estados Unidos, donde reside el 90% de la diáspora salvadoreña.
La escasez de recursos naturales y de territorio han estimulado el emprendimiento de su gente, siendo muchas de las principales empresas de Centroamérica, fundadas o controladas por capitales salvadoreños. Destacan bancos, agroexportadoras, retail, manufacturas, hoteles y hasta el transporte aéreo (TACA).
La historia reciente del país ha sido particularmente dura. Durante la Guerra Fría, Cuba tuvo éxito en exportar su revolución a Nicaragua en 1979 y El Salvador se convirtió en el país emblemático para los dos bloques ideológicos, entendiendo que la instalación de un régimen marxista tendría un efecto dominó sobre el resto. Por eso EEUU dio todo su apoyo, legal y encubierto, al gobierno salvadoreño en su lucha contra el grupo guerrillero Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
En esa cruenta guerra interna entre 1980 y 1992, en la cual hubo violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos, se estima que murieron unas 100.000 personas. Entre los muertos, como no recordar al entonces arzobispo de San Salvador, Óscar Romero, asesinado cuando celebraba la Eucaristía el 24 de marzo de 1980. Óscar Romero, fue entonces una de las voces más potentes de lo que se conoce como “la teología de la liberación”. En 2018 culminó su proceso de canonización, siendo declarado oficialmente santo por el Papa Francisco, y se le menciona popularmente como “San Romero de América”.
La caída de la Unión Soviética y el derrumbe de su bloque, junto con el empate de las fuerzas en conflicto, facilitaron las negociaciones por la paz en toda la región de Centroamérica. En el caso de El Salvador, gobierno y guerrilla firmaron un acuerdo en 1992, que abrió las puertas a cambios profundos en materia política y en el ámbito de la seguridad, permitiendo el desarme paulatino de los grupos armados y su incorporación a la política formal y su integración social. También se reformaron las FFAA y policía, y fortaleció la institucionalidad democrática. Este hito fue decisivo para un proceso similar en Guatemala, que también concluyó en un acuerdo de paz en 1994.
Pero el largo período de guerra interna dejó sus cicatrices, incluyendo una gran ola migratoria a EEUU. Al terminar el conflicto, se generó un vacío de control territorial, que aprovecharon incipientes grupos delictuales, cuyos integrantes habían crecido en medio de la violencia como único método del poder. Rápidamente estos grupos, denominados “maras”, se fortalecieron y extendieron sus ámbitos de acción a otros países (EEUU incluido), lo que explica que El Salvador y los países centroamericanos tengan las más altas tasas de homicidio del mundo.
Desde 1992 hasta el 2018, hubo una alternancia entre la derecha y la izquierda, producto del acuerdo de paz, y el país se sumó a la ola de reformas y transformaciones económicas que catapultaron las inversiones salvadoreñas en toda la región. Sin embargo, esta suerte de alternancia bipartidista permitió el crecimiento de la corrupción y de la criminalidad, dejando muy desprotegidos a la inmensa mayoría de los ciudadanos.
Este clima de inseguridad y creciente descontento frente a una clase política considerada cada vez más autista y encapsulada (¿le suena conocido?), le abrió la puerta hace 2 años en la elección presidencial a un joven y carismático candidato que en los últimos años había sido alcalde de San Salvador. Su nombre es Nayib Bukele, el mandatario más joven de Latinoamérica, con 39 años actualmente.
Bukele, quien había sido electo alcalde bajo la bandera del FMLN, obtuvo logros notables como mejorar la seguridad en el centro de la ciudad y generar mecanismos de ayuda directa y efectiva a los vecinos. A partir de estos éxitos, se postuló a presidente por un partido de la centroderecha (fue expulsado del FMLN), obteniendo el triunfo como una figura nueva y refrescante. Al poco andar y al consolidar su poder, creó su propio partido “Nuevas Ideas”.
Su modus operandi ha sido muy similar al de Trump, utilizando magistralmente las redes sociales para comunicarse directamente con su audiencia. A ello, ha sumado acciones efectistas altamente populares como declarar una guerra sin cuartel a las maras (aunque se dice que habría pactado secretamente con ellas para disminuir la violencia), y llegar con programas de ayuda a los más desfavorecidos.
Cuando el parlamento le ha sido desfavorable, no ha dudado en acudir a medidas de fuerza, como cuando ingresó con tropas a la Asamblea, forzando la aprobación de un presupuesto en materia de seguridad.
Su popularidad se ha disparado, con una aprobación del 71% de la población. Esto se tradujo en que su partido “Nuevas Ideas” consiguiera la mayoría de los escaños en las elecciones legislativas del 28 de febrero pasado, lo que le permitirá gobernar ya sin contrapeso y llevar adelante una serie de reformas constitucionales para cambiar la arquitectura del poder salvadoreño.
Bukele revitaliza la clásica figura del caudillo latinoamericano venida a menos desde la muerte de Hugo Chávez, combinando grandes dotes comunicacionales, apoyándose en el uso de la tecnología y de las redes sociales, para su contacto directo con el pueblo. A esto suma acciones directas para solucionar problemas reales o percibidos. Su legitimidad se vincula entonces cada vez más con los resultados que genera, sin importar los medios.
Para sociedades cansadas de la violencia y de la pobreza, esto sin duda constituye un camino atractivo. ¿Qué más relevante y prioritario que poder salir de su casa con la tranquilidad de que se volverá sano y salvo al final del día, teniendo las condiciones para poder desarrollarse material y espiritualmente?
En sociedades azotadas por la violencia como ocurre en buena parte de Centroamérica y desgraciadamente en casi toda nuestra región, la inoperancia de las instituciones está abriendo camino a muchos Bukele. Son personalidades que hacen descansar todo el poder sobre sí, creando sus propias estructuras para su servicio personal y prolongación en el mando.
La Administración Biden, que debe lidiar con un fuerte flujo de migrantes desde la región de América Central, en parte importante producto de las condiciones de violencia, deberá manejarse con mucho cuidado para no terminar privilegiando el aspecto de la seguridad por sobre las condiciones de libertad política y respeto a los Derechos Humanos. El Pulgarcito de América seguirá dando de qué hablar.