Tan lejos de Dios
Lo que está ocurriendo entre Israel y Palestina nos recuerda dolorosamente que no habrá paz mientras no se resuelva la cuestión de la común existencia de dos estados en este territorio.
Juan Pablo Glasinovic es Abogado
Mientras en Chile estamos en medio de un ejercicio electoral democrático que marcará nuestro futuro, Israel y Palestina entraron en una nueva espiral de violencia. La que es tierra santa para las tres principales religiones monoteístas del mundo; judaísmo, cristianismo e islam, es en estos días escenario de muerte y destrucción.
Lamentablemente, y a pesar de lo que establece el Salmo 87 en la Biblia (libro común para las tres religiones en todo o parte) aludiendo a dicho territorio “(…)¡Qué cosas tan hermosas se pregonan de ti, ciudad de Dios! (…) Se dirá de Sión: Uno a uno, todos han nacido en ella, y el mismo altísimo es el que la sostiene”, Dios no parece estar presente, mientras unos y otros se matan en su nombre o pelean por una tierra que veneran como sagrada.
Lo más triste y complejo de todo esto es que no es sorpresiva la irrupción de la violencia. Es como un volcán en actividad que cada cierto tiempo expulsa lava. Las condiciones del conflicto se han mantenido casi invariables. Por lo mismo, aunque no se pueda saber cuándo, se teme en cualquier momento la recurrencia del fenómeno. Es cosa que se acumule energía, hasta que ya no es posible contenerla.
En esta oportunidad, la mecha que hizo explotar el polvorín fue una pugna judicial por unas propiedades en el barrio de Sheik Jarrah, en Jerusalén oriental, poblado mayoritariamente por árabes. En este caso, se busca desalojar a cuatro familias palestinas como parte de un litigio impulsado por comunidades judías. El tema ha tenido varios episodios judiciales desde que Israel anexara militarmente la parte oriental de Jerusalén y lo consolidara en 1980 con la “Ley Jerusalén”, mediante la cual declaró a dicha ciudad como su “capital eterna e indivisible”.
En este período, diversas comunidades judías han reclamado como suyos terrenos e inmuebles alegando que les fueron usurpados durante el siglo XIX, cuando la ciudad estaba bajo el mandato otomano. En varios casos obtuvieron éxitos judiciales que derivaron en el desahucio de los moradores palestinos y su reemplazo por residentes judíos. Esto se da, además, en un contexto en que grupos judíos más ortodoxos mantienen una presión constante para “recuperar” la que consideran debe ser una capital judía. En este clima, los árabes se han sentido desprotegidos y discriminados, alegando que toda la institucionalidad israelí favorece su desalojo.
Las protestas comenzaron cuando se iba a realizar la audiencia que zanjaría el caso ante la Corte Suprema y la violencia que siguió la dejó en suspenso. Pero ya era tarde, los demonios se habían desatado.
El 20% de la población de Israel es árabe, lo que representa casi 2 millones de personas en la actualidad. Son palestinos que se quedaron en lo que pasó a ser territorio israelí en 1948, tras la constitución del estado de Israel. El nuevo país les concedió la nacionalidad israelí. El resto de los palestinos que huyeron o fueron expulsados, actualmente unos 5 millones y que viven en Cisjordania y los territorios ocupados (desde la guerra de 1967) y en los estados vecinos, quedaron mucho tiempo en una condición de apátridas.
Aunque Israel no es un estado confesional, en la práctica un elemento que lo define desde su fundación es el judaísmo. Esto queda en evidencia con la denominada “Ley del Retorno”, mediante la cual se concede la nacionalidad israelí a cualquier persona judía que se venga a establecer al país. Esto choca con quienes alguna vez pensaron en un estado binacional o plurinacional, y genera, tanto en la minoría como en la mayoría, la percepción de que, aunque coexisten en un mismo territorio, no comparten un proyecto común.
A pesar de que el árabe es uno de los idiomas oficiales de Israel, junto con el hebreo, y que en teoría todos los ciudadanos tienen el mismo estatus, en la práctica no es así. Los árabes están exentos del servicio militar obligatorio y están vedados en ciertas áreas de las Fuerzas Armadas, así como en ciertas posiciones, especialmente en el ámbito de la seguridad y en los puestos más relevantes de la administración.
Subsiste una desconfianza profunda en los dos grupos. Muchos israelíes judíos consideran que los israelíes árabes son en realidad palestinos que coexisten con ellos, pero que no son leales al país. Y así, por décadas se ha mantenido esta incómoda convivencia, sin reales esfuerzos de integración y sin grandes resultados. En la población árabe israelí se ha ido acumulando la frustración y el resentimiento. Esto quedó en evidencia en quizás la faceta más sorpresiva de esta nueva erupción de violencia. Si en anteriores intifadas la violencia era en los territorios ocupados, contra enemigos “externos” (los palestinos), en este caso se produjeron enfrentamientos comunitarios en ciudades israelíes y entre israelíes, con episodios de linchamientos, destrucción de bienes públicos y privados y quema de sinagogas y mezquitas.
Varios analistas calificaron estos episodios que se arrastran por días y que tienen ribetes de una guerra civil, como lo más grave de la presente situación y que dejan en evidencia que el estado de las cosas no se puede mantener como venía desarrollándose. Esto es sin duda el desafío más complejo que enfrenta Israel, que interpela a su democracia y su concepción de Estado. Las alternativas son buscar seriamente transformar la convivencia entre sus comunidades, o segregar, y construir muros internos, los que se sumarán a los externos, pero que no constituyen una solución y solo pueden frenar o mitigar futuros enfrentamientos.
En la parte más “clásica” del conflicto, desde la Franja de Gaza, dominada por Hamás, se hizo un nutrido bombardeo de cohetes al territorio israelí, llegando varios de estos a Jerusalén. En términos comunicacionales, Hamás declaró actuar en defensa de los palestinos que estaban siendo desalojados en Sheik Jarrah, logrando sintonizar con la frustración de este grupo, como se pudo apreciar en las imágenes de jóvenes árabes aplaudiendo en Jerusalén cada explosión de los cohetes, al mismo tiempo que gritaban Allahu Akbar (Dios es grande).
La Franja de Gaza es un territorio donde malviven 2 millones de palestinos en 385 km2, cercados por Israel y con una pequeña frontera con Egipto. Al asedio externo, su población debe soportar la dictadura de Hamás, grupo islámico radical, que arrebató este territorio a la Autoridad Nacional Palestina y lo controla con mano de hierro. Sus habitantes que cuentan con poco trabajo y oportunidades, subsisten mayoritariamente de aportes y donaciones internacionales. A estas duras condiciones se suman, cada pocos años, bombardeos fruto de los enfrentamientos de Hamás con Israel, y que tienen la infraestructura del enclave seriamente afectada.
Hamás, en parte criatura de Israel al favorecer la división palestina, excedió las peores expectativas israelíes. Desde que controlan Gaza, se han convertido en una espina en su costado, montando ataques e incursiones cada cierto tiempo y escalando sus capacidades bélicas. Tienen todo el territorio con una compleja red de túneles, a través del cual mueven personas y armamentos.
El jueves en la noche las fuerzas terrestres israelíes se movilizaron en el borde de Gaza, dejando abierta la posibilidad de una invasión, lo que no ocurre desde el retiro israelí de ese territorio en 2005. Mientras tanto, han montado un masivo bombardeo aéreo con el empleo de unos 160 aviones. El objetivo es dejar seriamente debilitada la capacidad operativa de Hamás, aunque para ello sería necesaria operación terrestre y eso implicaría una alta cifra de muertos, especialmente entre los civiles.
Mientras aumenta la escalada, con la violencia extendiéndose ahora a los otros territorios palestinos y en las fronteras con Jordania, El Líbano y Siria (desde estos dos países se han disparado cohetes contra territorio israelí) y se incrementan las víctimas, la comunidad internacional busca poner paños fríos a la situación. Egipto tiene un equipo de mediadores tratando de concertar una tregua, sin resultado a la fecha.
Hasta el momento, los ganadores de esta situación son Hamás y el gobierno de Benjamín Netanyahu, quien -con su habitual dureza en estas coyunturas- podría recuperar la iniciativa para armar un gobierno. El gran perdedor es el presidente palestino Abbas, quien ha sido tildado de débil para proteger a la comunidad palestina.
Si alguna vez se pensó que el reconocimiento de Israel por parte de Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos y Sudán, al que podían seguir otros estados árabes, inauguraba por fin un avance hacia una paz duradera en la región, todo queda en suspenso y arriesga con descalabrarse. En su momento, no se aquilató suficientemente la frustración y desesperación palestina, y se pensó que estas iniciativas diplomáticas los empujarían a negociar. Los hechos parecen indicar que cuando alguien considera que no tiene nada más que perder y cae en la desesperación, está dispuesto a medidas extremas y ese parece ser el ánimo mayoritario de los palestinos en estos días, en que muchos alientan los ataques de Hamás.
Si lo anterior pudo haber sido un error de cálculo de la diplomacia, incluyendo a Estados Unidos, lo que no estaba en el radar de nadie ha sido la violencia entre los árabes y judíos israelíes.
Lo que está ocurriendo nos recuerda dolorosamente que no habrá paz mientras no se resuelva la cuestión de la común existencia de dos estados en este territorio. Si no hace tanto Issac Rabin y Yasser Arafat fueron capaces de celebrar “la paz de los valientes” ante los ojos atónitos del mundo, ¿por qué otros no podrán cambiar las armas por ramas de olivos? Aunque a veces no lo parezca, es el mismo Altísimo que sostiene esta tierra.