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Actualizado el 12 de Junio de 2021

Entre el precipicio y el abismo

En Chile, con preocupación somos testigos de cómo el sistema de partidos está siguiendo la misma senda que en Perú. Y la alternativa de no recuperar la legitimidad de un sistema partidario y volver a la esencia de lo que es un partido, es depender de muchos imponderables y convertir la mayoría de las elecciones en una definición entre malas alternativas o en una suerte de ruleta.

"Hasta ahora, en la democracia representativa no se ha encontrado un reemplazo a la función de los partidos". AGENCIA UNO/ARCHIVO
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Juan Pablo Glasinovic

Juan Pablo Glasinovic es Abogado

Hay oportunidades en la vida en que las opciones son entre dos males o, para matizar, entre las peores alternativas. Afortunadamente, muchas veces en esos casos nos podemos abstener de tomar una decisión o postergarla a la espera de un cambio de circunstancias, pero en las menos, no tenemos escapatoria. Este fue el caso de la segunda vuelta electoral en Perú, donde en las urnas Pedro Castillo sacó una estrecha mayoría frente a Keiko Fujimori, pero cuyo resultado oficial está en suspenso al momento de escribir esta columna por las impugnaciones hechas por Fuerza Popular (partido de K. Fujimori) ante la justicia electoral.

¿Cómo se llegó a este escenario que tiene dividido y polarizado en partes iguales al Perú? Es una historia con varias aristas, pero en cuyo centro está la jibarización del sistema de partidos políticos y la devaluación de las instituciones democráticas. Este fenómeno no es exclusivo del Perú – sin ir más lejos en Chile estamos en la misma huella – pero en este país ya tenía una seguidilla de precedentes.

En el 2006, en segunda vuelta fue elegido Alan García frente a Ollanta Humala. Hay que recordar que Humala provenía de una familia de un nacionalismo duro conocido como el “etnocacerismo”, cuyo hermano Antauro intentó una insurrección armada en la sierra, y que figuraba como un candidato antisistema (como Castillo en esta pasada). Pese a haber tenido Alan García un desastroso gobierno entre 1985 y 1990, caracterizado por la hiperinflación, la corrupción y la expansión terrorista, el temor a la alternativa de Humala le entregó el triunfo en segunda vuelta. Primera definición por descarte.

Contraviniendo la norma general de que segundas partes suelen ser peores que las primeras, García hizo un buen gobierno, impulsando vigorosamente el desarrollo económico y fundando la Alianza del Pacífico.

En las elecciones del 2011, pasaron a segunda vuelta Keiko Fujimori (en su primera incursión presidencial) y Ollanta Humala. En ese entonces, Mario Vargas Llosa (quien había sido derrotado en 1990 por Alberto Fujimori) dijo que elegir entre Humala y Fujimori era como optar entre el sida y un cáncer terminal. Finalmente triunfó Humala con el 51,45% de los votos. Segunda definición al pie del abismo.

Lo notable es que, al asumir como presidente, Ollanta Humala experimentó un cambio de casi 180 grados. El candidato que se mostraba como un outsider y que venía a modificar radicalmente el modelo económico y era percibido como una amenaza para la inversión extranjera, terminó manteniendo prácticamente el mismo rumbo. No fue el sida que Vargas Llosa auguró.

La transformación de Humala, aunque poco frecuente en la experiencia comparada, tampoco es rara. Pensemos en el mismo Lula que partió postulándose con una plataforma bien a la izquierda y terminó llegando a la presidencia más como un socialdemócrata. Menem es otro caso que figuraba como un caudillo tradicional peronista y fue quien inició las grandes privatizaciones en su país al acceder al poder. Por definición la política es el arte de lo posible y una persona inteligente y sensata sabe adaptarse a las circunstancias, buscando implementar su programa e ideas dentro de lo posible. Hay veces en que el gobernante electo tiene más margen de acción para aplicar su programa, y otras menos.

Una cosa es ser candidato, situación en la cual se representa a un grupo, y otra es ser gobernante donde se debe velar por el conjunto.

En la elección de 2016, la segunda vuelta fue entre Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori, triunfando el primero por 40.000 votos. Su victoria fue posible, no por el apoyo que concitaba, sino por el rechazo contra Fujimori. Tercer episodio. En esa ocasión la definición fue menos dramática e incierta porque el programa de ambos candidatos era muy similar.

Por último, está la actual definición electoral, entre dos alternativas que sumadas en primera vuelta representaron solo en 25% de los votos emitidos. O sea, dos opciones con baja adherencia y además en las antípodas, terminan en la papeleta para definir al próximo gobernante.

En todas las elecciones reseñadas, con la excepción de Alan García que provenía de un partido histórico y fuerte, el APRA, con presencia nacional, todas las otras candidaturas carecieron de una plataforma sólida de partidos. Y en la mayoría de los casos fueron los mismos candidatos que crearon partidos para apalancar sus postulaciones. Eso explica la entrada y salida del escenario de agrupaciones políticas dependiendo de la suerte de sus candidatos-fundadores y generando una sopa de acrónimos (el partido de Pedro Pablo Kuczynski o PPK se denominó Peruanos Por el Kambio).

Este fenómeno de la implosión del sistema de partidos fue herencia en buena medida del gobierno de Fujimori, quien durante su gobierno autoritario hizo todo lo posible para debilitarlos (lo que fue ayudado por la mala gestión y prácticas de muchos de sus líderes).

La completa banalización del sistema de partidos contribuyó a la degradación de las instituciones, y en particular del Congreso. Todo esto fue exacerbando el hartazgo ciudadano con lo que se percibía como la clase política y los partidos, favoreciendo opciones percibidas como no contaminadas o, en otras palabras, cualquier rostro nuevo. Pedro Castillo se inserta en esa lógica. Alguien que no tiene experiencia en el Estado y que tuvo figuración pública como líder sindical.

Por tanto, la encrucijada que enfrenta actualmente Perú entre dos visiones tan opuestas no se gestó hace unos pocos meses o años. Ha sido un proceso, que en su fase más inmediata se remonta a comienzos de este siglo, o sea menos de 20 años.

Cuando los partidos pierden su esencial función de representación y de articulación, y se convierten en vehículos o feudos personales, entonces, pasan a ser herramientas desechables para adquirir poder. Eso se refleja en su pérdida de votos y fraccionamiento. Frecuentemente las agrupaciones se dividen y un grupo disidente forma su propio partido, debilitando aún más el sistema y su credibilidad. Y cuando mal funciona o no opera el sistema de partidos, entonces es mucho más difícil articular mayorías en el parlamento y gobernar, además de que se bajan los estándares y filtros para las candidaturas.

Hasta ahora, en la democracia representativa no se ha encontrado un reemplazo a la función de los partidos. Podrá haber sucedáneos parciales, como agrupaciones de la sociedad civil, grupos religiosos o gremios, pero no es lo mismo.

En Chile, con preocupación somos testigos de cómo el sistema de partidos está siguiendo la misma senda que en Perú. Su evaluación popular (con toda razón) es bajísima y el rechazo muy alto. Reflejo de esto es que no obstante todas las cortapisas legales, los candidatos independientes conquistaron la mayoría de los escaños en la Convención Constituyente, así como un porcentaje relevante de los cargos en los gobiernos regionales y municipales. ¿Cómo se van a articular estas personas en la Convención? ¿Qué representan y a quiénes representan? ¿A quién responden? ¿Dependemos solo de su buena voluntad y honestidad? Bajo ningún aspecto quiero desmerecer el aporte y la función de los independientes, pero cuando pasan a ser mayoría en todos los cargos de elección popular, eso acentúa la dispersión y dificulta todo tipo de articulación y de gobernanza democrática. En un partido se negocia con su jefatura y el acuerdo se aplica -generalmente- a todos, pero con los independientes se debe ir uno a uno por cualquier cosa.

La alternativa de no recuperar la legitimidad de un sistema partidario y volver a la esencia de lo que es un partido, donde se discutan y fragüen propuestas de gobierno y se cuente con las personas capacitadas para postular a los cargos electivos e implementar esas ideas y programas, es depender de muchos imponderables y convertir la mayoría de las elecciones en una definición entre malas alternativas o en una suerte de ruleta donde ocasionalmente se puede aspirar a ganar, pero la mayor parte de las veces se pierde, y mucho. Vamos cuesta abajo, pero aún estamos a tiempo. Ojalá no lleguemos a estar entre el precipicio y el abismo.

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