Adriana Valdés, presidenta de la Academia de la Lengua: “La clase alta chilena ha hecho profesión de hablar mal”
Una vez le dijeron que hablar bien era cosa de profesores de castellano. A diferencia de otros países de Latinoamérica, como Colombia y Argentina, donde un lenguaje limitado te ubica en lo más bajo en la escala social, acá es al revés. Y el cuiquerío tiene un nivel de discurso donde lo que predomina son “la custión” y “la huevá”. De la lengua nacional –ahora inclusiva y más empobrecida que nunca– trata esta conversación.
“Yo tengo ocho nietos, pero si alguien que no sea uno de ellos me trata de abuelita, se va a ver en serios problemas conmigo”, dice Adriana Valdés Budge (78), ensayista, crítica literaria, primera mujer directora de la Academia de la Lengua de Chile y del Instituto de Chile.
Con las canas blancas acomodadas en un brushing perfecto, los ojos azules transparentes y las ropas amplias de buena caída, conversa a través del ciberespacio con la misma intimidad que tendríamos si estuviéramos tocándonos las rodillas. “Ya habrá ocasión de conversar largo y en persona con un traguito en la mano”, nos dice. Y ella cuando hace citas, las cumple, como la que armó, antes de la pandemia, por Twitter. “Yo tengo una casa grande, juntémonos acá”, les propuso a más de una veintena de desconocidos.
-¿No temiste que pudiera colarse un sicópata?
-No, yo abría la puerta y les preguntaba cuál es tu nombre en Twitter y nos ubicábamos altiro. Algunos, dos o tres, habían sido mis alumnos; con la mayor parte de ellos no me había visto nunca, pero siento que somos amigos de verdad. Jamás en un café a una señora de más de 70 como yo, con cara de cuica, se le acercaría gente que sí me habla y se me acerca en Twitter. Mediante ese contacto descubrimos que nos gustan los mismos libros o que compartimos el tipo de humor. Porque uno no es sólo lo que aparenta y hay tantas afinidades misteriosas que se pueden descubrir en la web. En esa ocasión, era una constelación de personas diversas, pero nada peligrosas, me pareció y me arriesgué. Además, no soy nada de miedosa.
-¿Por qué recomiendas no decirle abuelito a quien no es el padre de tu padre?
-A mí, mis nietos me dicen wela, con doble v, y todo el resto del mundo puede decirme “señora”. A mí me enseñaron que había “que respetar a sus mayores”. Yo soy parte de los mayores de mucha gente y, como siempre respeté a mis mayores, espero lo mismo de vuelta. Todo el mundo puede decirme por mi nombre si me conoce, tratarme de tú, lo prefiero. Pero alguien que no me conoce, no tiene que meterme al bolsillo por el hecho de que soy una persona mayor. El trato genérico de “abuelito” infantiliza; eso es muy importante precisarlo. Cuando tratas a alguien de “abuelito” (y no es tu abuelo), le estás diciendo: “Usted es alguien que tiene derecho a mi compasión”. Puede ser un trato muy bien intencionado, pero es absolutamente insultante.
Adriana utiliza una y otra vez la palabra “contexto”. El lenguaje tiene que adecuarse al contexto, sostiene. “Cuando una persona necesita ternura, hay que estar en ese contexto y dársela, pero no andar extendiendo una especie de ternura impersonal a un montón de personas que pueden ser harto más inteligentes y capaces que tú. En esos casos, me vuelvo una pantera gris del lenguaje, soy una vieja peleadora”.
Inteligente, graciosa y libre, ventaja que, sin duda, otorgan los años, la citamos para hablar de lenguaje inclusivo en términos amplios, no sólo de género. Hace meses, en el Hogar de Cristo presentamos “Yo no soy tu abuelita”, un glosario para comunicar sin discriminar ni estigmatizar, el que tiene una serie de videos asociados, los que despiertan la atención de Adriana. En uno de ellos, un hombre pide: “No me digas vago. No tendré casa, pero soy una persona igual que tú; siento, pienso, sueño”.
-Me gusta mucho que él diga: “Soy una persona igual que tú”. Ustedes hablan de persona en situación de calle en el contexto de una organización experta en el tema, pero sería muy raro que yo llegara a mi casa comentando: “Hoy vi a una persona en situación de calle”. Yo diría: “Hoy he visto a un hombre abandonado”, porque lo hogareño, lo coloquial, es un registro distinto, no corresponde al burocrático, técnico. Yo entiendo estas formas, pero principal es tener una manera humana de aproximarse a los temas y, en ese sentido, me gusta mucho la palabra persona.
De la custión a la huevá
-¿Carga hoy el lenguaje con mucha ideología? ¿Hablar se ha vuelto como pisar huevos?
-Así como acá se pasó de hablar de los derechos del hombre a hablar de los derechos humanos por cuestiones de inclusión, los franceses siguen hablando de los droits de l’homme. Hoy no hablamos del hombre en genérico para englobar a ambos géneros, lo que produce un poco de complicación y lleva a cosas bastante ridículas como tener que repetir mil veces los hombres y las mujeres, los ciudadanos y las ciudadanas, los chilenos y las chilenas… Esas redundancias son lamentables y es algo que hay que evitar, pero sin olvidar que el masculino genérico a veces borra a las mujeres. Pero ese problema desaparece si en vez de usar la palabra hombre usas la palabra persona, que incluye tanto a hombres como a mujeres.
Adriana ha puesto como ejemplo en varias entrevistas a la eterna Constitución de Venezuela, que tiene cientos de páginas de más por una comprensión un poco burda de lo inclusivo y redunda, redunda, redunda. “El lenguaje es tan ideológico como histórico. Estaba ahora mismo escribiendo un prólogo para una reedición del epistolario de Andrés Bello, donde queda claro que el mundo donde él escribía era otro mundo. Las mujeres ahora trabajamos, estamos en la vida laboral, somos parte de la economía, pero, más importante aún, votamos, somos ciudadanas. Hay en ese epistolario muchas maneras de referirse a las mujeres que están obsoletas. En los años 60, en Estados Unidos, comenzaron estas cosas. Y se llegó incluso al extremo de querer cambiar las palabras. Se propuso no decir history, que empieza con his, que es el adjetivo posesivo masculino del inglés. Algunas feministas comenzaron a hablar de hertory, porque her es el adjetivo posesivo femenino.
-Algo equivalente a hablar de matria y no de patria…
-Sí, pero no prosperó y hoy están pasando muchas otras en materia de lenguaje que son interesantes, no porque vayamos a usarlas todas, sino porque en ciertos contextos son testimoniales. La Presidenta Bachelet algunas veces se dirigió a “todas, todos y todes”, pero no le estaba hablando a todos los chilenos, sino a un auditorio específico en ese momento.
-¿Qué piensas del lenguaje paternalista que usan los reporteros de televisión en la cobertura de tragedias naturales o las diferencias clasistas de trato a los entrevistados?
-Percibo que hay personas que parecen estar destinadas a ser compadecidas en la televisión y eso, en cierto sentido, impide cualquier verdadero contacto humano. Existe una especie de discriminación en el sentido de que las personas menos pudientes pueden ser mucho más invadidas en sus sentimientos y su intimidad. El periodista pregunta: “Señora, ¿qué siente ahora que se le quemó la casa?”. Esa pregunta es de una falta de respeto, de una grosería, impresionante. Eso es un atropello evidente para la persona. Uno no tiene derecho a preguntar estupideces. Ese trato no favorece ni la igualdad ni la dignidad de las personas. Y la televisión, genera un efecto imitativo en la audiencia, que va a tratar al resto como se les trata en televisión y eso definitivamente no está bien.
-¿Existe un rechazo al lenguaje inclusivo aplicado a las personas de género fluido?
-Las personas de género fluido tienen todo el derecho de ser tratadas como ellas quieren, pero nadie puede obligar a otras personas a usar lenguajes inclusivos si esas personas ni siquiera están en conocimiento de él. Además, tú no te defines cada vez que hablas por tu orientación sexual. El género fluido puede ser reconocido en contextos específicos, pero ahí surge el problema de la concordancia. Si un grupo de voceros de un grupo LGBTIQ+ quieren usar el todes es porque han llegado a ese acuerdo, pero si luego quieren mantenerse hablando por ese camino, terminarán con la lengua terriblemente enredada, porque el género, el gramatical, no el antropológico, generará un tremendo problema de concordancia.
-Un tema donde hoy da lo mismo el contexto es el de las palabrotas. ¿A qué atribuyes que esté tan instalado el “huevón” como sustantivo, adjetivo y verbo?
-Una noche me fui a tomar un helado con un amigo que venía llegando de Barcelona. Nos sentamos al lado de una mesa con seis chiquillas preciosas. Decían: “Mira, huevona, es que no te podís dejar huevear por ese huevón, porque ese huevón es una huevá de tipo”. Fue divertido, pero lamentable, porque revela que estamos simplificando mucho un instrumento de oro, maravilloso, como es el lenguaje, para comunicarnos pobremente. Es el colmo de la flojera lingüística este uso permanente del “huevón”. A nosotros, mi abuela nos retaba y nos amenazaba con pegarnos cada vez que dijéramos “la custión”. Ahora dejó de ser “la custión” y pasó a ser “la huevá”.
La muerte de Lihn
Nuestra entrevistada tiene una opinión más bien positiva de las redes sociales y no encuentra en ellas la causa de nuestra pobreza lingüística. Señala a otros culpables:
“Es inadecuado lo que voy a decir, pero no me importa. Las clases sociales altas en Chile han hecho siempre profesión de hablar mal. Hablar bien, me dijeron una vez a mí, es cosa de profesores, de profesores de castellano. La gente bien no necesita hablar bien; el que habla bien es el profesor. Es muy curioso, porque en otros países de Latinoamérica, como Colombia, Perú, Argentina, hablar mal te coloca más abajo en la escala social. Acá es al revés. Existe una especie de desidia, de convicción de que uno pertenece de todas maneras, por adscripción, a una determinada clase privilegiada y es una gracia expresarse como si estuvieras en los bajos fondos. Esto lo digo a título absolutamente personal para que no me reten en la Academia. No hay ningún ejemplo entre nuestros líderes actuales, desde los políticos más altos hasta los profesores en la universidad, de un buen hablar. Es como si todos se hubieran ido contagiando las malas costumbres. En definitiva: la riqueza del lenguaje siempre ha sido considerada una afectación entre la clase alta chilena.
Lamentable”.
Cuenta que el cineasta Raúl Ruiz sostenía que la gente más educada para hablar en Chile eran los campesinos. “Me hace sentido lo que decía. Yo recuerdo el vocabulario que tenía la Violeta Parra. Ese no viene de ninguna parte más que del entorno campesino, lo mismo que el de Nicanor y el de Roberto Parra. El lenguaje de los Parra viene de ahí y se refleja en las payas, en los duelos de ingenio, en las canciones”.
Además del lenguaje, otro tema que le interesa y mucho es… la muerte. Un resabio quizás de su amor por el poeta Enrique Lihn, su pareja, al que cuidó durante esa larga y dolorosa enfermedad que se llama cáncer.
-¿Qué es el proyecto Moquita?
-Por encargo de Enrique Lihn, hice la edición junto a Pedro Lastra de su “Diario de Muerte” y lo acompañé en sus últimos momentos. Eso fue el año 88 y aprendí mucho de esa experiencia. Años después, escribí un texto que tenía que ver con experiencias de muerte de otras personas cercanas y lo llamé “Señoras del Buen Morir”. Mucho después, me di cuenta de por qué uno hace las cosas. Descubrí que había elegido acordarme de mi abuela paterna y de mi suegra, porque sus muertes habían sido lindas y cortas, pero en realidad a lo que me estaba refiriendo con mucha angustia era a la larguísima y muy dolorosa muerte de mi madre–, responde la ensayista que partió hablando con la voz sólida, pero se le fue licuando por la tristeza.
Más repuesta, retoma la historia:
-En eso estaba cuando me contactaron de Moquita, donde encontré a personas con las que podía hablar de cosas que nadie quiere plantear en familia. Si entre los tuyos quieres hablar de tu muerte, de inmediato van a suponer que estás deprimida, que te pasa algo malo. Imagínate a la edad que yo tengo, ¡no hablar de la muerte es una estupidez! Pero el entorno familiar es el peor para abordar estos asuntos. El proyecto Moquita viene de Inglaterra. Al principio se llamaba “el café de la muerte” y consistía en juntarse a tomar un café o un vaso de vino con personas desconocidas para hablar del tema. Cuando supe que lo estaban haciendo acá, fui de inmediato. Después me invitaron a formar parte del directorio.
El grupo, que tiene una página web, ha logrado “generar un espacio donde mucha gente del área de la salud que necesita hablar de la tensión que le produce ver morir a otros, padres que han perdido a sus hijos y personas de la edad mía que piensan en su propia muerte y no tienen con quién conversar el tema, nos juntamos y hablamos”.
-¿De qué hablan?
-Desde cosas prácticas, como dejar las últimas voluntades escritas, hasta reflexionar profundamente sobre algo que es muy difícil de tocar. Hicimos un acto de recuerdo al cumplirse un año del primer fallecido por COVID-19 en Chile. Hay muchas personas que se fueron dejando un rito pendiente. Los ritos son necesarios; todos tenemos la sensación de que la personas persisten un tiempo después de irse y que hay algo en los ritos que hacen que esas personas y los que nos quedamos nos sintamos reconciliados con la mortalidad. De eso se trata el proyecto Moquita: de cosas más profundas y de promover el uso de un formulario de voluntades anticipadas, porque es tremendo quedarse sin un guión cuando la gente se muere. Y no hay nada más triste que un funeral donde no hay ceremonia, ritual, ni nada. En el caso de Enrique Lihn, se hizo un funeral no religioso pero lleno de ceremonia, donde el gran sacerdote fue Nicanor Parra. Él leyó uno de los poemas de Lihn y de ahí seguimos todos los demás. Ese fue nuestro rito, porque la gente necesita ritos. Y, mejor, no sigo, porque me emociono mucho al hablar de esto.