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Actualizado el 18 de Noviembre de 2021

Fernando Mönckeberg: “Me siento responsable del estallido social de 2019”

Declara, con expresión compungida, este hombre mayor, afable, sonriente y cálido, con apariencia de no matar una mosca, en medio de su departamento en el piso 13 de un elegante edificio en el barrio El Golf. El responsable de haber erradicado la desnutrición infantil en Chile, destacado y premiado pediatra e investigador, analiza aquí el impacto de su logro sobre las expectativas de las actuales generaciones bien alimentadas.

Por Ximena Torres Cautivo
Fernando Monckeberg Fernando Mönckeberg es uno de los responsables de haber erradicado la desnutrición en Chile. FOTO DE XIMENA TORRES CAUTIVO
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¿Por qué hoy, a sus 95 años, el doctor Fernando Mönckeberg, Premio Nacional de Medicina 2012 y de Ciencias Exactas 1998, fundador del Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos (INTA) de la Universidad de Chile, creador de la Corporación para la Nutrición Infantil (CONIN) y responsable directo del logro en política social más importante del siglo 20 en Chile: la erradicación de la desnutrición infantil, se siente responsable de la violencia que explotó ese 18 de octubre de 2019?

Lo explica leyendo un párrafo del libro “Después de superada la desnutrición, ¿es posible alcanzar el desarrollo?”, que aún no lanza, pero tiene impreso. En el texto, consigna una reflexión que hizo hace 30 años, en 1998: “¿Cómo sería el problema social que se provocaría si se consiguiera erradicar la desnutrición y los niños crecieran y se desarrollaran sana física e intelectualmente y no se les proporcionara una educación y capacitación adecuadas? Estaríamos formando una pléyade de pequeños monstruos que necesariamente por falta de alternativas, reaccionaría de manera violenta y agresiva, incrementando el lumpen, la delincuencia y la violencia. Hasta ahora, la delincuencia, si bien es un problema, no ha alcanzado una gran dimensión, ya que en su mayoría son jóvenes pasivos, dañados desde los primeros años de vida”.

El experto en bioquímica, que no ha adquirido el lenguaje políticamente correcto de estos tiempos y tiene la libertad que dan los muchos años de vida, habla con una crudeza que no se estila. Dice: “Y así estalló el conflicto social de acuerdo a lo temido. Con una nutrición normal durante los primeros años de vida, los niños de ayer son los adultos de hoy. Crecieron y se desarrollaron normalmente, pero no cambió a igual ritmo ni la educación ni la capacitación, las expectativas sociales son cada vez mayores y difíciles de satisfacer. Yo soy indirectamente culpable de toda esa violencia”, dice, apesadumbrado.

Hace 5 años hablamos con el doctor Mönckeberg. Entonces ya había habido protestas masivas que lo tenían preocupado. Entonces nos dijo: “A mediados del siglo pasado, cuando yo egresé de la universidad, los que no accedían a la educación eran la mayoría y nadie protestaba porque en un mundo sometido a una miseria total, la lucha era por satisfacer las necesidades básicas. Los jóvenes de entonces no podían permitirse el dispendio calórico que significa ir a protestar y a romper semáforos en la Plaza Italia como ahora. Y los pocos que tuvimos la suerte de estudiar gratis en la universidad, que éramos una élite, creo que por eso teníamos muy clara la responsabilidad que implicaba ese privilegio”.

Él, más que ninguno, porque su ingreso a la Universidad Católica fue absolutamente por “pituto”. Por ser hijo de quién era y haber tenido la fortuna de ser el protegido de una solterona, beata y riquísima, la para él clave “señora Teresa Aránguiz”.

 

Desnutridos versus obesos

-Me recibí de médico en 1952, ese mismo año me casé. Entonces Chile era un país extraordinariamente pobre. Con seis millones de habitantes, las condiciones de vida eran deplorables. Era quizás uno de los más atrasados de la región. El ingreso per cápita anual era de 400 dólares; o sea, la gente vivía con poco más de un dólar diario; el analfabetismo superaba el 60 por ciento; la mortalidad infantil era de 150 por cada mil nacidos vivos y el 23 por ciento de los recién nacidos pesaba menos de 2,5 kilos; a los 15 años se había producido el 50 por ciento de las muertes, por lo que la expectativa de vida al nacer era de 38 años. El 63 por ciento de los que sobrevivían, a los 5 años de edad, presentaban daños significativos: retardo de su crecimiento físico y bajo desarrollo intelectual. Sólo el 12 por ciento terminaba la educación completa y un 2 por ciento accedía a la universidad.

Hace notar que en el Chile de los años 50, “la pediatría era una lucha diaria contra la muerte masiva de niños. Cuando partí trabajando, en el Hospital Arriarán cada día morían unos 15 niños. Eran tantos, que ni siquiera se les hacían autopsias, porque las causas eran sabidas: bronconeumonía, diarrea, todos problemas asociados a la miseria y a la desnutrición. Y la tragedia mayor no era que se murieran los niños, sino que los que sobrevivían lo hacían con taras mentales y físicas. Por eso, de cada 100 niños que comenzaban la educación básica, sólo 20 la terminaban. Nuestras investigaciones demostraron que la causa de esa enorme deserción era la incapacidad de aprender por limitaciones intelectuales, consecuencia de la desnutrición”.

Entonces entre los propios pediatras y para qué hablar de las autoridades había muy pocos que reconocieran que la desnutrición podía ser la causa de tanta mortandad infantil. “En esos años, muchos descalificaban la importancia de la dieta y sostenían que los chilenos éramos chicocos y de piernas cortas, porque nos habíamos mezclado con los mapuches y no había nada que hacer”, nos dice.

-¡Qué racista el comentario!

-Y muy clasista también. Con los avances de la biología y la medicina hoy sabemos que la especie humana es una sola, no hay “subespecies”. Todos tenemos el mismo ADN, la misma información genética en unos 20 mil genes semejantes, a excepción de 10 o 12 que determinan leves diferencias. Pero en igualdad de condiciones de alimentación y sanitarias, todos crecemos lo mismo. Un chileno y un sueco. Un blanco y un negro y un amarillo. El genoma humano no tiene raza. Yo sostuve que si los chilenos éramos bien alimentados por varias generaciones debíamos desarrollarnos igual que un europeo, lo que se ha visto confirmado. Los niños chilenos crecieron 10 centímetros en el último siglo y la mayoría de los jóvenes de hoy son más altos que sus padres.

-Los niños crecieron y superaron a sus padres en estatura, ya no hay desnutridos, la tasa de escolaridad promedio es de 11,8 años, Chile es el país con mejores indicadores de la región, pero el descontento es evidente. Así, ¿es posible alcanzar el desarrollo?

-El recurso humano en Chile cambió sustantivamente en estos últimos 50 años y eso es fundamental para el desarrollo de un país. Chile hizo desaparecer la desnutrición infantil, que era causa de la pobreza y la vulnerabilidad extremas, y ubicarse como uno de los países más avanzados de América Latina. Hay un capital humano que ya podría adaptarse a la sociedad del conocimiento y aportar en innovación, que es la clave de este tiempo, tal como ha sucedido con Corea del Sur y Singapur, pero nos falta mucho en educación y capacitación de calidad. Eso no avanzó a la par que la erradicación de la desnutrición. Ahí hay mucho por realizar. Además, los problemas del Chile actual son mucho más difíciles de resolver. La obesidad, por ejemplo, es mucho más compleja de combatir que la desnutrición. Mucho más. Aunque en Chile no es tanta como dicen, porque los que hablan mezclan sobrepeso con obesidad mórbida, que no es lo mismo.

Un estudiante anómalo

Fernando Mönckeberg tenía 5 años cuando quedó huérfano de madre. Beatriz Barros murió dando a luz al décimo tercero de sus hijos a los 40 años, debido a la fiebre puerperal, una infección muy habitual en los partos hospitalarios de esos años. La sobrevivieron 10 niños, 5 hombres y 5 mujeres (“Una familia muy paritaria, como se dice hoy”, ironiza), de los cuales el pequeño Fernando era el penúltimo. Su padre, el arquitecto Gustavo Mönckeberg, sobrellevó mal la viudez y tuvo con sus hijos una relación distante, lo que en el caso de Fernando vino a cambiar recién en sus últimos meses de vida.

-Una hermana mayor mía se hizo cargo del medio buque que significa llevar una casa con diez niños. Mi papá siguió siendo arquitecto de mucho prestigio. A mí, que no me destacaba por ser buen alumno, me sacaron de los Padres Franceses y me pusieron en un internado. En el Patrocinio San José, de los salesianos, en calle Bellavista, que era un colegio para niños difíciles. “El presidio San Pepe”, le decíamos. Yo era un niño inseguro y aislado desde el punto de vista emocional. Mi autoestima era bajísima y por milagro lograba pasar de curso cada año con la nota mínima.

Impresionante en un científico tan ponderado y reconocido.

Esta confesión está desarrollada en detalle en la autobiografía con que el año del Bicentenario, 2010, ganó el Premio Revista de Libros de El Mercurio. Allí cuenta: “Durante los años de enseñanza secundaria, nunca me había destacado e incluso mis notas eran de las peores. Siempre fui uno de los últimos del curso. Me consideraba más bien tonto, porque hasta aprender a leer me había costado. Para fingir que leía, me aprendí el Silabario Matte de memoria y podía repetirlo de la primera a la última página. Tenía razones más que suficientes para tener una baja autoestima”.

-¿Y cómo con tantas limitaciones decidió estudiar medicina? ¿De dónde le vino la vocación?

-Yo no tuve nunca vocación médica. Entré a estudiar medicina por una casualidad. Yo era en los años previos a la educación universitaria alguien que no ofrecía ninguna expectativa. Siempre me subestimé. Muchos años después, siendo pediatra, vine a entender que mis deficiencias venían de un marcado déficit atencional y una severa dislexia que aún tengo, y del aislamiento emocional. Mi ortografía es terrible y mi caligrafía, peor –responde y, con cara de misterio, propone: “¿Quieres que te cuente una anécdota?”.

Obvio, que sí. Esta es la historia.

-Yo era un niño muy bonito. Rubiecito y simpático, así es que los salesianos del Patrocinio San José, que tenían una benefactora riquísima, me eligieron de monaguillo para ir a rezarle misas a su casa. Era una casa colonial enorme, ubicada en la calle Merced. Yo, feliz, porque era mi única salida del internado, donde rara vez alguien de mi familia me visitaba; estaba ahí encerrado de marzo a diciembre. Esas visitas eran mi gran salida al mundo. La señora era muy mayor, soltera, riquísima y muy católica. Se llamaba Teresa Aránguiz.

La anciana millonaria sin hijos y el niño porro e inseguro se hicieron amigos. “Ella fue un poco la mamá que no tuve. Y mantuvimos por años la amistad. A ella le daba lo mismo quién fuera el cura, pero pedía que yo fuera el monaguillo. Cuando di el bachillerato, saqué apenas 17 puntos, la nota mínima, con la que sabía que no tenía ni una chance de entrar a la universidad, así es que me inscribí para hacer el servicio militar aún siendo estudiante. Así duraba sólo tres meses y no dos años. Un día, fui vestido de milico a ver a doña Teresa”.

Cuenta que ella se espantó y comenzó a interrogarlo. A presionarlo para que le contará sus planes de estudio y de vida futura.

-Para dejarla tranquila, le dije que quería estudiar medicina. Fue lo primero que se me ocurrió. Y ella llamó a su empleada la Carmela y la mandó a buscar corriendo a don Carlitos.

-¿Y ese quién era?

-Monseñor Carlos Casanueva, el rector de la Universidad Católica de ese tiempo. Media hora después llegó un cura chico, feo, de sotana chorreada, que venía acezando. Doña Teresa le dijo: “Carlos, necesito que Fernandito entre a estudiar medicina”. Monseñor me miró con ojos asesinos, medicina era la carrera más cotizada y yo había pasado raspando el bachillerato, pero así y todo me citó para el día siguiente en su oficina de la casa central. Fui desde el regimiento, vestido de milico, pero no me recibió él, sino un secretario que me pasó un papel donde monseñor había escrito: “Espero que se dé cuenta de lo anómalo de su situación”. Y con ese papel me mandó donde el director de la carrera de medicina, el doctor Joaquín Luco, al que todos llamaban “el Loco Luco”. Luco me miró de pies a cabeza y dijo: “Y más encima, milico”.

Así fue como Fernando Mönckeberg entró a la Universidad Católica. Apitutado.

Contra viento y marea

“La carrera de medicina propiamente no me interesó tanto, pero me empezó a apasionar la investigación. Trabajaba con ratas en el laboratorio las causas de la hipertensión y gozaba con esas cosas”, cuenta. Y agrega: “Mi profesor el doctor Croxatto, me impulsó a escribir los resultados de una primera investigación, aunque era como anticipar mi tesis de título, mi memoria. Al final, de primero a sexto año de carrera había escrito como seis tesis y me había hecho conocido en la facultad”.

Mucho más seguro de sí mismo, se había casado con la estupenda Angélica Vergara, a quien ahora tras 70 años de vida en común, se le pierde en el gran departamento que comparten. En esos años vivían en la casa de sus suegros y no ganaba ni uno. “La investigación nunca ha sido rentable”, dice, y reconoce la capacidad gerencial de su mujer con quien tiene 8 hijos, y a quien le atribuye el mérito de haber podido erradicar la desnutrición infantil, ya que fue ella quien se ocupó de la economía familiar y él pudo dedicarse a investigar.

Aunque quiso especializarse en psiquiatría, finalmente aterrizó como pediatra en la población La Legua:

-La Legua hoy es Las Condes si la comparamos con lo que era en los años 50, cuando llegué a trabajar como médico en un consultorio parroquial. ¡Chile es otro! Entonces La Legua era un descampado, no había calles. Era sólo una ocupación sitio, sin agua potable, sin alcantarillas, sin luz eléctrica, con casuchas hechas de cartones y tablas donde vivía una población formada por personas que venían del campo. En Santiago apenas el 40 por ciento de las casas accedía al agua potable y sólo el 20 por ciento estaba conectado al alcantarillado. En síntesis: vivíamos en medio de la caca”.

Y los niños pobres morían como moscas. El doctor que había resuelto especializarse en pediatría pasaba las mañanas en La Legua y las tardes en el Hospital Arriarán. Allí descubrió cotidianamente las consecuencias de nacer y vivir en pobreza en esos cruciales primeros mil días de vida. Y empezó con su investigación multidimensional, porque se dio cuenta de que para resolver el problema necesitaba mucho más que médicos. Sociólogos, estadísticos, economistas, repetía entonces, además de un sinnúmero de especialistas, no solo pediatras. De las condiciones físicas e intelectuales de los niños desnutridos, pasó a la condición de sus familias, de sus madres, de su hábitat. Descubrió, por ejemplo, que las madres en La Legua manejaban apenas 180 palabras en promedio. Y que su frases no pasaban de instrucciones concretas y domésticas como “Córrete, chiquillo”, “Pásame la olla”, Ándate pa´fuera”. Luego corroboró esos números en sectores rurales de Curicó.

Mönckeberg, que sigue obsesionado “tremendamente con el desarrollo y el progreso del país”, y a estas alturas asegura que le da vergüenza “decir mi edad, porque 95 es mucho número”, en treinta años logró que “los políticos que mienten y son cortoplacistas”, creyeran en sus teorías y finalmente se implementara el plan que acabó oficialmente con la desnutrición infantil en 1998 en Chile.

En sus memorias y recuerdos, desfilan personajes como Jorge Alessandri (mala experiencia), Allende (“algo mejor, porque como médico, entendía más”) y el general Leigh, en la primera etapa de la Junta Militar, entre los que vendrían una vez recuperada la democracia.

-Usted quiso ser presidente de la República, ¿por qué si como le enseñó su papá los políticos mienten?

-Fue sin querer queriendo, impulsado por el difunto Sergio Onofre Jarpa en un momento muy jodido de la historia de Chile, pero me rechazaron firmas y no logré el número exigido. Creo que fue lo mejor que pudo pasar. Los programas a largo plazo no los pueden liderar los políticos. Ellos necesitan mostrar logros en 4 años. Por eso, como médico, fui pragmático y trabajé con todos, de izquierda y de derecha. Para hacer cambios trascendentales lo peor es querer ser el gobernante. Es más eficiente inducir los cambios desde fuera. Trabajando, contra viento y marea, para sacar adelante el objetivo –afirma, relevando la clave de su éxito e incluso de su longevidad: curiosidad y perseverancia.

 

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