Bernarda, Reinaldo y María viven sólo por milagro
La primera se hace cargo de su madre postrada de 92 años; él es desabollador y pintor y se construyó una casa rodante para vivir estacionado en el barrio, colgado de la luz, sin servicio higiénico; y María, de 93, vive en lo que fue un baño común en un antiguo cité, acompañada de un peluche. Es la realidad de los adultos mayores en una de las ciudades con la vivienda más cara de Chile, Iquique.
María Milagros es literalmente un milagro.
Tiene 93 años, está completamente sola, ve muy poco y sobrevive gracias a la ayuda de sus vecinos, en particular de una de ellas, que es quien se ocupa de alimentarla y atenderla a diario, y de la ayuda permanente del Programa de Atención Domiciliaria para Adultos Mayores del Hogar de Cristo en Iquique y de su jefe, el joven trabajador social, Hugo Salomon (32) y su equipo.
María Milagros Díaz Marinkovic es de ancestros yugoeslavos, como dice ella misma, rescatando el país de dónde provenían sus abuelos. Nos recibe, sentada a la orilla de su cama clínica, con todos sus adminículos vitales a mano: un teléfono con grandes números que le entregó el programa Conecta Mayor para que esté comunicada en caso de emergencia, una radio, el televisor, su “burrito” y sus anteojos. Detrás de ella, cuelga una guirnalda con la frase “Feliz cumpleaños”, que le celebraron hace poco.
La vivienda de María es precaria. Menos que básica. Mínima. Vinimos a verla temprano, pero nos “reagendó” para la una. Se sentía medio agripada y le teme al COVID, pero la detención nos permitió recorrer y comprender su vecindario. Ubicado en una suerte de pasaje en ángulo recto en la populosa y peligrosa población Jorge Inostrosa de Iquique, en su origen estaba formado por una serie de piezas con un baño común, pero cada unidad habitacional fue prosperando. Los dueños ampliaron, hicieron segundos pisos, habilitaron baños, pero el antiguo baño compartido siguió ahí y es hoy la casa que, según cuenta María, “la Municipalidad me cedió”. El espacio de unos tres por tres metros cuadrados, alberga su catre, un velador, una mesa con ruedas y un mueble donde conviven algunos alimentos con suministros médicos, insecticidas, cremas humectantes y tarros de Nescafé. Una puerta que alguien rescató de alguna parte y que era de una central telefónica, como lo evidencian las palabras “Cabina 2” sobre el vidrio separa su habitación del WC, al que cuesta imaginar cómo accede. Adentro están el inodoro, un lavamanos y una ducha. Sin duda, casi no lo usa. Ella, sin pudores, nos dice. “La vecina que me ayuda con la comida, también me apoya cuando tengo problemas con los pañales, cuando me orino o hay que limpiarme”.
-¿Por qué terminó tan sola, María?
-No tuve hermanos, soy hija única. Siempre acompañé a otros: a los abuelitos de los abuelos, a los abuelos, a mi mamá, durante varios años hasta que falleció, en 1991. Ella era colorina, de ojos azules, muy bonita. Empecé desde chica a acompañar a gente mayor.
-¿Nunca trabajó en otra cosa?
-Sí, fui secretaria en la junta vecinal. Luego trabajé independiente. También tuve trabajo viendo lo del PEM y del POJH, cuando en el país gobernaba el caballero Pinochet.
-¿Y el amor? ¿Nunca se enamoró, tuvo algún novio importante?
-Tuve un pololo, pero él se tuvo que ir. A mí no me importa estar sola; me siento bien. No me siento agraviada por vivir aquí. Yo llegué a esta población en 1968. Un 12 de febrero, pero luego nos pidieron la casa. Nos quedamos en la calle. Este lugar me lo dio la municipalidad, como le conté, y tengo buenos vecinos. La señora del lado me trae el desayuno, el almuerzo. Me lava el pelo, me asea.
María recibe una pensión cercana a los 200 mil pesos mensuales, y con eso se las arregla. No se siente desvalida. Asegura que nunca le ha faltado nada. Que se educó en el Colegio de la Hijas de María Auxiliadora, que sus papás asistían a un club que se llamaba San Lorenzo y que es una mujer educada.
San Lorenzo, el patrono de los tarapaqueños, está presente a una cuadra de su casa. Justo en la esquina por donde accedemos a su calle, hay una suerte de santuario improvisado, con sus colores y al comienzo de la cuadra ondean banderitas rojas y doradas, tributándolo.
El trabajador social Hugo Salomon trabaja desde 2018 en el Hogar de Cristo. Tiene bajo su responsabilidad el funcionamiento del PADAM de Iquique que atiende a 30 adultos mayores, de los cuales 17 son mujeres. Habla de ellos con una mezcla de profesionalismo y cariño de nieto. Les conoce las vidas, sus dolores, sus ingresos, sus necesidades y sus cambios de ánimo.
-A veces son pesados, te tratan mal. Andan atravesados y se desquitan con uno. Otras no paran de hablar. Yo soy bueno escuchando –dice, con modestia, y nosotros somos testigos de cómo se toma su tiempo con cada uno, ahora mismo, combinando horas para que podamos visitarlos y conocerlos. Es respetuoso de sus decisiones y lo mejor es que los trata de igual a igual, sin infantilizarlos, con enorme respeto. Tiene claramente sus preferidos, como María Dolores. Dice de ella: “Me impresiona el abandono total en el que vive. El que no haya tenido hijos y que hoy no tenga nada, salvo su pensión y ese lugar cedido donde vive”.
María es una de las cerca de 49 mil personas mayores que viven en Iquique, una región con un 14% de adultos mayores, menos que la proporción promedio nacional que supera el 19%. Más del 91% de ellos vive en la ciudad, el 2,1% está por debajo de la línea de la pobreza, porcentaje menor que al 4,5 nacional, quizás porque como muchos sostienen las regiones mineras son caras, por lo mismo, poco propicias para envejecer. Los que vinieron a buscarse la vida, vuelven a su origen en la etapa final, pero María es iquiqueña de origen croata, “producto” ciento por ciento local y aquí está.
“Me impresiona que te contara tantas cosas. Ella es más bien callada; no se abre fácil”, me dice Hugo, después de la visita a María.
Cuando le pedí que apagara la televisión para escucharnos mejor, la conversación fluyó y ella parecía disfrutar de hacer recuerdos. De repente, se estiró, movió las ropas de la cama y sacó de debajo de la almohada un antiguo oso de peluche. Solemnemente, lo presentó: “Ítalo Panda, para servirle”, su amigo, su hijo, su más fiel compañero. Lo ha reparado una y mil veces, le hace ropa nueva regularmente. Es lindo, pero no logramos saber con exactitud desde cuándo lo tiene. Sí intuimos cuánto le sirve tenerlo. Cuánto la ha acompañado en su vida.
Cuando nos vamos, ambos se despiden. Ella y él, porque María le mueve la manito. Ella parece feliz.
El dolor más lascerante
Reinaldo Lorenzo Díaz Fibla (74) nació en Arica, empezó a trabajar a los 14 años, llegó hasta “tercero de preparatorias”, como dice, y se casó obligado. “No es bonito que yo lo diga frente a usted, que es mujer, pero los viejos de antes te obligaban al matrimonio cuando la niña quedaba embarazada y el sueño era que se casara de blanco. Yo dije bueno… y me casé. Pero cuando el hijo tenía 18 meses de edad, murió. Era guagüita. Ahí me separé, así es que no hay familia ni descendencia ni nada”, cuenta Reinaldo, al que todo el mundo llama “El Chino”.
Aunque es relativamente joven, forma parte de los 30 adultos mayores a los que asiste el Padam de Iquique: padece artrosis la que lo tiene “muy patuleco”, vive en una casa rodante que “el pastor” le permite estacionar en una calle de la población Jorge Inostrosa y recibe una pensión mínima de 54 mil pesos. Complementa ese magro ingreso con lo que gana pintando y desabollando. “Me hago unas 120 lucas en promedio al mes. Soy desabollador y pintor y lo seré hasta que me dé el cuerpo”, declara. Durante años tuvo serios problemas con el consumo de alcohol. “Yo tomaba por el sabor, no por despecho. Me gustaba. Me daba libertad. También fumaba entre dos y tres cajetillas de cigarros diarias. Eso hasta que me dije que no podía seguir quemando la plata y lo dejé. Con el trago fue más o menos parecido”.
“El Chino” encarna el drama de no tener casa en una de las regiones donde las propiedades son las más caras del país. “Salí de mi ciudad natal, llegué acá en 1985 y ahora terminaré con mis huesos en Iquique. Cuando uno es joven no mira futuro, no mira nada. Vive nada más. En mi caso, el vicio era más poderoso que cualquier otro impulso”.
Pese a todo estuvo a punto de comprarse una casa, aquí, en la misma calle donde tiene estacionado su tráiler “hechizo”. Esta es claramente su vecindad; el lugar donde todos lo conocen y muchos lo aprecian. Primero arrendó y llegó a construirse un par de piezas en segundo piso. “Me endeudé con el Sodimac para hacer las obras, pero después en 1992 caí al hospital por la artrosis. Estuve como dos meses muy mal, hospitalizado, y cuando volví, la casa había salido a remate. Mis cosas estaban tiradas en el patio y tuve que negociar que me dejaran tenerlas ahí hasta encontrar dónde vivir. Pero todo era muy caro: seis, siete gambas. O eran piezas no más, sin un lugar grande para dejar mis herramientas, que para mí es lo fundamental”.
Finalmente, un amigo le sugirió hacerse una casa rodante. Ya vería luego dónde la pondría. “Me dijo tú tenís las herramientas, materiales, vigas de fierro. No te costaría nada”. Dicho y hecho.
Hoy nos muestra, orgulloso, su solución habitacional. Es una suerte de container con ruedas, que puede ser arrastrado por otro vehículo. No tiene, claro, servicios higiénicos, tampoco ducha. Ni cocina. El Chino se “cuelga” de la luz de un vecino, pero paga su consumo. Nos permite mirarlo por dentro, pero advierte en son de broma: “Cuidado con las pulgas”. Para hacer sus necesidades, se las arregla con un gran balde de pintor y bolsas gruesas de basura para eliminar los desechos. Cuando necesita ducharse, recurre a una amiga boliviana que le presta baño en su casa, pero tiene que cruzar la ciudad en colectivo. Es un gasto. Para cocinar, tiene un hornillo y un hervidor. “Yo como de todo, me gusta todo, aunque ya no me acompañan los chocleros”, comenta, aludiendo al estado de sus dientes. En general, para el tema alimentación lo ayudan sus amigos del Padam del Hogar de Cristo. “A este cabro lo conozco de toda la vida, dice, aludiendo a Luis Tapia, que “es como monitor, de programa, siendo chofer de las rutas de calle y de nosotros”, como explica el trabajador social Hugo Salomon.
En ese momento, el Chino, Reinaldo, se quiebra. Es evidente que lo emociona la solidaridad de quienes lo ayudan, de los profesionales del PADAM y del vecindario. Agradece que hayan aceptado que habite el espacio urbano común, que bromeen con él, que de alguna manera lo hagan parte de sus familias.
-¿Con qué sueñas, Reinaldo?
-Con nada. Casa tuve, pero se acabó por el tema del matrimonio. Cuando se murió la guagüita como que dejé de tener obligaciones. Usted sabe: un hijo es una responsabilidad. Para mí esa es la mayor responsabilidad de un hombre. Y yo la perdí –concluye este hombre que partió definiéndose como “un roto alegre”, pero ciertamente arrastra la pena más grande, la pérdida de su hijo.
Cómete la papilla y te doy una rosquilla
Bernarda Carrasco Godoy (68), como María, también es un milagro. Pero, en su caso, de entrega y de supervivencia. Como, Reinaldo, el Chino, es de Arica, pero está avecindada en Iquique ya casi toda su vida. Beneficiaria del Programa de Atención Domiciliaria para el Adulto Mayor, es apoyada en el cuidado de Luisa Godoy Irigoyen, su madre, que tiene 92 años y un desgaste óseo severo que la mantiene postrada.
Hugo Salomon escucha, acompaña y asiste a la hija en diversos trámites y necesidades, y está atento a la madre. Así las describe: “Ellas son un caso complejo que refleja muy bien el desgaste físico, emocional y psicológico del cuidador. La señora Bernarda vive en Jorge Inostrosa, población que ya conoces. En un sector complejo; en los años 90 y en los 2000 fue el epicentro del microtráfico de pasta base en Iquique. Es una zona industrial, cercana a la Zofri. Hoy el contexto reguló lo de la droga y ya no es el único foco, la delincuencia está distribuida por todos lados; se volvió democrática”, dice en semi serio.
Bernarda es morena, diligente, simpática y anda con el sentimiento a flor de piel. Imposible que no sea así, viendo la vida no vida de su mamá. Antes de hacernos pasar a su pieza, nos recibe en su largo comedor. Allí se explaya: “Me casé en 1977 en Arica. Viví unos 5 años de felicidad, luego vinieron largos años de maltrato y violencia intrafamiliar. Puras penurias. Tuvimos dos hijos. Y nos vinimos a Iquique porque él trabajaba en una pesquera. Falleció en 2015, a los 66 años. Irreconocible. Desnutrido. Se metió en el tema de la droga y eso lo mató. Yo trabajé como asesora del hogar, crié sola a mis hijos”.
En Arica vivían sus padres y su único hermano. Al morir su papá, su hermano se hizo cargo de la madre, pero enfermó de cáncer, falleció y Bernarda trajo a su mamá desde Arica a vivir con ella. Juntas han pasado de todo, durante los últimos 15 años, incluido el incendio del segundo piso de su casa.
-Ella ahora habla solita. El médico ya me dijo cómo va ser el proceso de su partida. Que cada vez va a perder más la conciencia. Pero a veces está muy clara. Llora y se lamenta porque me da tanto trabajo. Yo ahí le respondo: “Y cuando yo era cabra chica, ¿no le daba un montón de trabajo a usted?”. Hasta ahora nunca ha sido agresiva, pero encuentra malas las papillas y hasta dice garabatos; ella que nunca había dicho malas palabras, pero cuando no le gusta la comida, ahora las dice. Yo le hago todo: las papillas, el aseo, la mudo tres veces al día y a veces cuando está con la guatita suelta hasta cuatro veces diarias. Y le preparo mis famosas rosquillas; así la convenzo de que se coma la papilla.
Bernarda es admirablemente laboriosa: vende rosquillas en el vecindario, lava ropa ajena, es consultora de productos Natura, administra los 200 mil pesos de pensión de su mamá (“Se le va casi todo en Ensure, pañales, medicinas que no cubre el consultorio, cremas antiescaras”) y ha tomado cursos en la junta de vecinos para afrontar el deterioro de su madre. “Eso me ha favorecido mucho. Entender cómo es el Alzheimer, por ejemplo. Yo ahora pienso mucho en mi propia vejez y les digo a los dos nietos que viven con nosotras que yo no quiero que nadie se sacrifique por mí como yo lo he hecho por mi mamita. Que en cuanto las cosas se pongan complicadas, me lleven directo a una residencia del Hogar de Cristo”, dice mirando al trabajador social y jefe del Padam, Hugo Salomon, quien se emociona como si fuera su tercer nieto.
Casi lo es.
A la salida, Hugo reflexiona: “Para hacer este trabajo son claves estas visitas, este contacto permanente, porque para trabajar en programas sociales con realidades como éstas se necesita tener el corazón en llamas y la cabeza fría”.