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Actualizado el 11 de Noviembre de 2023

Política exterior, emocionalidad y liderazgo

Hace un poco más de un mes, un grupo terrorista, Hamás, realizó una incursión en Israel, efectuando una horrorosa matanza de civiles que superaron las mil víctimas. A eso se sumó un bombardeo con cohetes a las poblaciones aledañas a la Franja de Gaza, con más destrucción y muerte. Esto tomó totalmente por sorpresa al gobierno de Netanyahu y a los servicios de seguridad, en lo que constituye el peor incidente terrorista en la historia de Israel.

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Juan Pablo Glasinovic

Juan Pablo Glasinovic es Abogado.

Si miramos al mundo, las emociones tienen un papel destacado en la toma de decisiones de toda índole. Eso es consustancial a la naturaleza humana y no es una novedad, más allá de que en las últimas décadas se ha ido reconociendo su importancia y valor, como complemento a la racionalidad. El asunto es que en estos tiempos las emociones se han exacerbado, predominando aquellas como el miedo y el enojo. Esto ha teñido la política y los procesos electorales en todo el orbe, apreciándose en la polarización. Si miramos por ejemplo los comicios presidenciales en Sudamérica en los últimos años, prácticamente todos se han resuelto en el balotaje y el ganador no lo ha sido por adhesión a su persona e ideas, sino por rechazo a la opción contraria, ya sea por enojo o miedo. En otras palabras, ha primado la dinámica del descarte y del mal menor. Es triste y poco auspicioso elegir a un gobierno desde esa perspectiva, pero es la realidad que se ha impuesto. Otra cosa es que un gobierno que llegó al poder por descarte se legitime frente a la mayoría de la población, aunque esto tampoco se ha dado, al menos en la Sudamérica de los últimos años.

Así como las emociones negativas rondan a la política en general, las relaciones exteriores no pueden disociarse del fenómeno. La política exterior se vuelve así más impredecible y esto por supuesto que impacta en la estabilidad y seguridad de un orden mundial ya complejo y en curso de reconfiguración.

En la teoría se menciona que uno de los ejes rectores de la política exterior debe fundarse en el interés nacional, y que este responde a una combinación de continuidad histórica y su proyección, desde una óptica estatal. Es decir, debe trascender al gobierno de turno y debe alinear a la institucionalidad y a la sociedad tras esos objetivos. Este ejercicio implica, o debiera hacerlo, una planificación constante, así como su monitoreo, con la adopción de un criterio prospectivo. Es decir, en función de los propósitos perseguidos, jugar con múltiples variables y vislumbrar posibles escenarios, de manera de anticipar respuestas y acciones que no contradigan el propio interés nacional o que minimicen el desvío de este.

Si bien muchas cancillerías, incluyendo la nuestra, han dado pasos en esa dirección, sigue siendo absolutamente insuficiente y esa insuficiencia permite los vaivenes en la política exterior, incluso contradictorios, generados por los cambios de liderazgo, pero también por las emociones.

Hecha esta somera y genérica introducción sobre un campo fértil para otras disciplinas como la sicología y la sociología, quisiera compartir algunas reflexiones y análisis desde un caso concreto donde confluyen las tres variables del título.

Hace un poco más de un mes, un grupo terrorista, Hamás, realizó una incursión en Israel, efectuando una horrorosa matanza de civiles que superaron las mil víctimas. A eso se sumó un bombardeo con cohetes a las poblaciones aledañas a la Franja de Gaza, con más destrucción y muerte.

Esto tomó totalmente por sorpresa al gobierno de Netanyahu y a los servicios de seguridad, en lo que constituye el peor incidente terrorista en la historia de Israel.

En condiciones normales y ante la gravedad de los hechos, esto debiera redundar en la exigencia de responsabilidades políticas al más alto nivel, pero la propia naturaleza de la crisis ha pospuesto esto.

En este caso las emociones han avasallado. A la sorpresa inicial, se suman el horror y luego la furia.

Hamás, desde la perspectiva terrorista y de sus objetivos, tuvo un éxito total. Ha impuesto la pauta y reglas del juego que el gobierno de Netanyahu ha seguido fielmente. Querían provocar a Israel y han embarcado a este país en una serie de acciones que no solo involucran crímenes de guerra, sino que arriesgan un conflicto regional, además de erosionar su imagen y democracia, sin considerar el abono a las múltiples semillas del odio que germinarán algún día en la región y dentro de los propios territorios ocupados. Para qué hablar del futuro de una Gaza en ruinas con más de dos millones de habitantes. Aunque desaparezca Hamás, no va a desaparecer la frustración y el resentimiento de gente que, si ya antes tenía poco en lo material y prácticamente ninguna expectativa vital, ahora no tendrá nada. En ese caldo de desesperanza, pueden surgir organizaciones iguales o peores que Hamás.

Además del precio de sangre, Israel está pagando y pagará un altísimo costo producto por su reacción. Todos los avances que se estaban efectuando en la región en materia de reconocimiento y normalización de las relaciones árabe-israelíes no solo se han interrumpido, si no que se ha retrocedido y esto probablemente impactará en los próximos años en su propia seguridad. También su imagen se ha deteriorado en el resto del mundo, porque una cosa es defenderse y otra es someter a un bombardeo implacable a civiles, con la agravante de que no tienen donde huir a salvo. Esto ha sido acompañado además con declaraciones y acciones contra el secretario general de la ONU que ha expresado su preocupación por la suerte de los civiles palestinos. Que un estado democrático asuma este tipo de conductas mancilla gravemente esa condición y también daña fuertemente lo que va quedando del multilateralismo, en desmedro de los más desvalidos, como son los civiles en una guerra.

Cuando era más necesaria que nunca la contención y racionalidad para enfrentar un gravísimo hecho que fue prácticamente condenado por todo del mundo, el gobierno de Netanyahu se embarcó en una espiral bajo las emociones que solo suma muerte y destrucción y augura mayor inseguridad e inestabilidad.

Si hay algún estado que debiera estar más preparado para lidiar con contingencias como esta es precisamente Israel, pero aquí todo parece haber fallado. Evidentemente no es fácil resistir a presiones como la indignación y furia popular, pero tampoco se puede renunciar a aquello y la historia está llena de casos de líderes que han tomado decisiones contra el sentir mayoritario y en contextos de fuerte emocionalidad, preservando el bien común o previniendo mayores perjuicios.

En esta situación, lamentablemente el primer ministro Netanyahu es una persona que venía exacerbando los ánimos en la política interna, una figura divisiva apalancada en las emociones de un sector de la sociedad israelí, de la cual no era esperable una reacción mesurada o proporcional.

¿Podría haberse hecho otra cosa en retrospectiva? La respuesta tiene que ver con el rol de las emociones en la selección de los líderes y la calidad del liderazgo. Si predomina la emocionalidad negativa tanto en quien elige como en quien gobierna, entonces estos y peores escenarios serán posibles y probables.

Para evitar esta dinámica, se debe seguir trabajando en todas las dimensiones que disminuyan el impacto de las emociones fuertes y eso pasa por la planificación y prospección.

En materia electoral, que es lo más difícil, se debe pasar del miedo y el enojo a la esperanza. Solo así podrá privilegiarse la calidad en el liderazgo. Estamos lejos y no es inocuo.

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