Bukele: una cosa por otra
Desde la lejanía del fin del mundo, parece sencillo idealizar a El Salvador como una imagen de liberación triunfal del ciudadano común frente al crimen. Sin embargo, casi nadie parece cuestionar los efectos a largo plazo que este método puede traer.
Emilia García es investigadora de IdeaPaís
Aunque cada país latinoamericano tiene un contexto particular, salvo notables excepciones, todos comparten una realidad común: la amarga cosecha tras décadas de proliferación de líderes populistas. Países como México, Argentina, Perú, Ecuador y, de manera más evidente, El Salvador, reflejan la tensión que produce la legítima exasperación ciudadana frente a la corrupción y la inseguridad. Sin embargo, este fenómeno ha causado estragos en las instituciones democráticas, los sistemas de partidos y, en última instancia, en las propias instituciones necesarias para combatir la corrupción y la violencia. ¿Hasta qué punto, entonces, el ‘remedio populista’ contra la corrupción termina siendo peor que la enfermedad?
Chile no es ajeno a la fiebre populista. Frente al oasis de seguridad que parece ser El Salvador en América Latina, no sorprende que en la última encuesta Cadem el líder salvadoreño, Nayib Bukele, sea la figura mejor evaluada por los chilenos, alcanzando una aprobación del 81%. Y es que, en un contexto de crisis de seguridad, resulta comprensible la admiración al país que pasó de ser la capital mundial de homicidios en 2015 (103 por cada 100.000 habitantes) a convertirse en uno de los más seguros de la región en 2023 (con una tasa de 2,4 homicidios), aún a costa de la tasa de encarcelamiento per cápita más alta del mundo.
Como ya sabemos, la represión contra las pandillas que Bukele ha encabezado en El Salvador, tras décadas de terror para la población, ha exigido un costo tremendo. Desde 2022, el líder salvadoreño ha mantenido al país bajo un estado de excepción draconiano, otorgando a la policía y al ejército un poder desmedido, mientras despoja a los ciudadanos de protecciones legales básicas, ha limitado severamente el espacio para la sociedad civil y la prensa, y qué hablar de la transparencia del mismo gobierno como del sistema judicial. Como resultado, más de 80.000 personas encarceladas, o mejor dicho, apiladas en cárceles sobrepobladas, en medio de plausibles denuncias de desapariciones forzadas, torturas y encarcelamiento infantil.
Aun así, la popularidad de Bukele dentro de El Salvador es sorprendente: su reelección –inconstitucional por lo demás– se logró con el 85% de los votos, y actualmente su aprobación ronda el 90%. El enigma de este fenómeno radica en que muchos de sus partidarios son, en cierto modo, víctimas de la opresión misma, al haber cedido sus libertades civiles básicas a cambio de calles tranquilas. En otras palabras, su popularidad parece estar estrechamente ligada a la vulneración deliberada de los derechos humanos y civiles, lo que le ha permitido generar un cambio radicalmente rápido y tangible en la vida diaria de las personas. Esto resulta, sin duda, insoportablemente tentador para cierto tipo de político maquiavélico, dispuesto a imitar métodos claramente oscuros con el objetivo de obtener resultados positivos en el corto plazo.
Así las cosas, El Salvador, con poco más de seis millones de habitantes, solo aumenta su notoriedad alrededor del mundo. El ‘método Bukele’ despierta una creciente atracción en América Latina, y en Chile en particular. ¿Qué revela sobre nuestras propias instituciones y autoridades a cargo de la seguridad que la misma encuesta Cadem muestre que el 42% de los encuestados desearía que el próximo presidente se asemejara al líder salvadoreño? Desde la lejanía del fin del mundo, parece sencillo idealizar a El Salvador como una imagen de liberación triunfal del ciudadano común frente al crimen. Sin embargo, casi nadie parece cuestionar los efectos a largo plazo que este método puede traer. ¿Es sostenible para la seguridad de un país mantener a más de 80.000 personas encerradas en situaciones denigrantes, inhumanas y de total incomunicación? No hace falta ser experto en criminología o psicología del comportamiento para suponer que quienes salgan de esa experiencia estarán peor que cuando entraron… ¿qué harán nuestras autoridades entonces?