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23 de Noviembre de 2010

Les presentamos "el pueblo donde nunca pasa nada"

Mi vida en un pueblo chico comenzó por viajar desde Santiago a buscar casa para mí, mi marido, nuestra perra y nuestra gata. Algo que se acomode a mi familia disfuncional interespecies y nuestros rollos de clase media que no tiene más que sus estudios, sueldos y deudas por auto y todo lo que supera las cien lucas. En una ciudad, la búsqueda empieza por comprar el diario, ver la oferta en internet o preguntar a los conserjes.

Por Redacción
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Mi vida en un pueblo chico comenzó por viajar desde Santiago a buscar casa para mí, mi marido, nuestra perra y nuestra gata. Algo que se acomode a mi familia disfuncional interespecies y nuestros rollos de clase media que no tiene más que sus estudios, sueldos y deudas por auto y todo lo que supera las cien lucas. En una ciudad, la búsqueda empieza por comprar el diario, ver la oferta en internet o preguntar a los conserjes. Pero en un pueblo chico de 10 mil personas, hay que recurrir a lo más básico de todo grupo humano, el boca a boca. ¿Conoce a alguien que arriende su casa? El método es muy efectivo y así contactamos en media hora a nuestros eventuales arrendadores.

 

La primera casa que vimos estaba en la zona “turística” de la ciudad, y lo más impresionante de ella era la total falta de proporciones: en el living podías tocar el techo con la cabeza, mientras que en el comedor estaba a casi tres metros, en los escalones apenas cabía el pie y el pasillo era serpenteante y muy angosto, comparado con tres inmensas habitaciones. Por algo la arquitectura es una ciencia, pensé, y no cualquiera se debería largar a construir. Pero la autoconstrucción se impone por necesidad y salimos de esa casa decepcionados, pensando que era imposible vivir en esa desproporción hecha vivienda. 

 

La segunda tenía ochenta metros de largo por ocho de ancho, un callejón construido como tren. El dueño era cojo y caminaba rengueando a lo largo de su obra, orgulloso, como cortando boletos, miraba cada pieza, sin luz natural, y el único baño, enorme, donde un huérfano wc interrumpía lo que bien podría haber sido una cancha de baby futbol. Hablaba de su mujer y sus hijos que nunca quisieron habitar la obra fruto de sus manos, que prefirieron irse a la ciudad y la casa-tren les quedó grande, y que él y su señora cantaban en el coro de la Iglesia, al que nos invitaron efusiva e insistentemente. Era un buen tipo, caminamos con él hasta el fondo de la cuncuna, nos miramos y sabíamos que en ese lugar perderíamos la razón. Desechada.

 

Desencantados, dimos con una típica casa de playa, daba la impresión de ya haberla visto en El Tabo, Algarrobo o Las Cruces: por supuesto tenía cosas absurdas como una escalera casi en 90° para subir al segundo piso. Pero era mejor. El techo no te pegaba en la cabeza, tenía luz natural y entrada para gatos. Hoy mientras escribo, el aserrín que dejan las termitas ensucia el teclado y el viento la hace temblar como caja de fósforos, pero es cálida y sobre todo tiene vista al mar, lo que para santiaguinos como nosotros es una bendición. Da casi lo mismo que también se vea un muelle minero, el cementerio, la Ruta 5 y el barrio nocturno de carretera más singular de Chile, donde da la idea que hasta el Mandinga sentiría miedo y vergüenza, pero esa es una historia que da para otra columna.

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