“Cuanto más quiero a mi hija, más entiendo el aborto”, por Rodrigo Guendelman
Amo a mi hija. Tiemblo día y noche frente a la más mínima posibilidad de que le pase algo. Me gusta vestirla, bañarla, alimentarla, cantarle, mirarla, olerla y hacerla reír. Voy todos los días a buscarla al jardín infantil. Invierto tiempo, plata y energía en su educación, su alimento y su ropa. Y lo hago con gusto. Me cuesta retarla, pero estoy aprendiendo a ser firme para evitarle un problema en el largo plazo.
Amo a mi hija. Tiemblo día y noche frente a la más mínima posibilidad de que le pase algo. Me gusta vestirla, bañarla, alimentarla, cantarle, mirarla, olerla y hacerla reír. Voy todos los días a buscarla al jardín infantil. Invierto tiempo, plata y energía en su educación, su alimento y su ropa. Y lo hago con gusto. Me cuesta retarla, pero estoy aprendiendo a ser firme para evitarle un problema en el largo plazo.
Uso parte importante de mi tiempo en pasear con ella, en acompañarla, en verla crecer. La quiero como nunca imaginé que se podía querer a alguien. Y también amo la vida. De hecho, me parece terrible tener que enfrentar un aborto. Estoy seguro de que quien se hace un aborto, pareja incluida, queda afectado para siempre por las secuelas de dolor, pena y culpa.
Hecha esta declaración de principios, necesaria en un país donde no se puede decir aborto mirando a los ojos y en el cual, por sólo mostrar una opinión no completamente contraria, puedes perder la pega, voy al punto: tener un hijo es una responsabilidad gigantesca, llena de esfuerzo, angustiosa por la extrema vulnerabilidad de un niño, muy cara y 24 horas. Espectacular, pero difícil. Maravillosa, pero ultra demandante.
Ergo, o una guagua tiene padres (o madre o padre, o abuelo o madrina, pero una persona al menos que se haga 100% cargo; sea el vínculo biológico o no, da lo mismo) o mejor que no nazca. Así de fuerte. En un país donde es dificilísimo adoptar y hay mucha más demanda que oferta -no porque haya pocos menores abandonados, sino porque nuestra legislación se obsesiona con que ellos debieran volver con sus padres biológicos abandonadores- cada niño que carece de alguien que lo ame, lo proteja, lo abrace, le enseñe y lo acoja 24/7 es un ser que tiene altísimas probabilidades de vivir una vida de mierda, llena de inseguridades, siempre arrastrando una cojera invalidante.
¿Sufre un feto de menos de tres meses de vida al ser asesinado? Hablemos con las palabras de los más conservadores (“asesinato”) y seamos sus abogados por un instante. Digamos que sí, que claro que el feto sufre al ser eliminado. Ok. Eso es terrible. Cierto. No le gusta a nadie. Ni al más liberal defensor del aborto.
La pregunta es: ¿ese dolor que debe durar algunos segundos, es comparable con una vida coja en afectos, con años de orfanato, con altísimas posibilidades de ser acosado, violentado, violado o golpeado? ¿Quién se preocupa de los niños que, por no haber sido abortados y que no pueden ser adoptados, recorren una existencia tan triste como exenta de oportunidades en este país clasista y de pitutos que es Chile?
Los mismos que los obligan a nacer son los que después les niegan las pegas porque su Dicom genealógico está manchado. Peor que eso. A sus propias hijas les pueden pagar abortos caros, a veces hasta fuera del país, pero aquí ponen cara de asco frente a la sola mención de una ley de aborto. Ley que, por lo demás, tan sólo les daría a las personas pobres la oportunidad de contar con un médico decente y un lugar higiénico, en vez de usar una mata de apio y exponerse a la cárcel.
Por eso insisto. Cuanto más quiero a mi hija y más comprendo la titánica tarea que significa criar, más lógico me parece que el aborto sea una opción. Una que es triste, desoladora y con altos costos, pero mucho menos terrible que la vida de un niño abandonado.
Rodrigo Guendelman, periodista, es conductor del programa “Divertimento” en Radio Zero. Colaborador, columnista y panelista en diversos medios escritos y audiovisuales. |