"El arte de lidiar con la pataleta", por Natalia del Campo
Era más joven, sólo un poco, cuando la siguiente escena anulaba las ganas espontáneas de ser mamá. El escenario es el supermercado, fin de semana y la compra del mes. En la fila de la caja, la madre mira al horizonte, el padre contempla las pilas en stock mientras habla por celular o trata de decir algo. El carro lleno de cosas para una casa feliz.
Era más joven, sólo un poco, cuando la siguiente escena anulaba las ganas espontáneas de ser mamá. El escenario es el supermercado, fin de semana y la compra del mes. En la fila de la caja, la madre mira al horizonte, el padre contempla las pilas en stock mientras habla por celular o trata de decir algo. El carro lleno de cosas para una casa feliz.
Al centro, el niño que se retuerce de guata al suelo, una y otra vez. Patea todo lo que puede, grita hasta que la música incidental ya no se escucha. El público pasa por el lado,. Mira, obvio, haciéndose el que no ve y termina susurrando teorías de alto vuelo del tipo:“¡Uy, la pataleta!” ,“Qué horror como llora ese niño”, “Esa mamá no lo controla”, “La culpa es del padre”, “Es que no le ponen límites”.
Creo que para evitar ser protagonista de una escena como esta en un lugar público, las ganas de ser mamá disminuyeron. ¡Qué horror no poder ni ir a comprar tranquila! No quería ser ese adulto hasta que me tocó. Nació mi primera hija, cumplió dos años y comenzó la fiesta.
Los gringos lo llaman “los terribles dos”. Nosotros, la pataleta. Ataques de rabia sin causa aparente. Baja o nula tolerancia a la palabra “no”. Cada regreso de la plaza a la casa, implicaba cinco minutos de llanto y gritos. Un metro de altura de ser humano llevado a sus ideas. Llantos de talla XS dentro y fuera de la casa, que alguna vez despertaron a mis vecinos. Nacía el área dramática de la familia.
Nadie te enseña a lidiar con una pataleta. No está en el manual de corta palos del embarazo ni en el discurso de la matrona o el pediatra. Así que obligada a sacar del disco duro teorías de comportamiento. Interrogué a muchos cercanos, a otros en Internet. Lo más difícil: ponerse de acuerdo con la pareja en cómo tratar a tu hijo, qué decirle y qué no. Un consenso mínimo.
Aprendí, por ejemplo, que no hay nada peor que decir la palabra llorar: “deja de llorar” y el grito aumenta; que la ducha fría está desprestigiada como castigo victoriano, capté que es mejor un poco de indiferencia, dejar que lloren, ojalá en su pieza sin encierro, y cuando se calmen ir hacia ellos. Un abrazo, mirarlos a los ojos (a su altura) y hablarles tranquilamente de lo que hay que hacer y de lo que no.
Las pataletas se relacionan con el desarrollo del lenguaje infantil, en la transición de ser guaguas sin habla a sujetos que pueden decir lo que quieren. Se lee fácil en el papel. Para mi fue un aprendizaje lento, con muchos tropiezos, ganas de desaparecer por un buen rato y claro, cansancio.
Hoy el área dramática de mi casa está madurando de culebrón venezolano a melodrama brasilero. Quizás le achuntamos a la estrategia o mi hija está más grande. No lo sé, pero no me ha tocado la escena del supermercado. Si ocurriera, miraría al cielo, contaría hasta diez y me compraría el helado con más chips de chocolate para contemplar a la niña dramática que más quiero en el mundo.