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4 de Diciembre de 2012

Sampaoli, el rebelde que promete llegar a Brasil

El ex entrenador de la Universidad de Chile decía que las puertas de la Roja estaban abiertas para todos los futbolistas que prefirieran jugar por el escudo nacional antes que ser referentes, un aviso sobre el cambio de prioridades.

Por Juan Sharpe
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Se levantó y recibió el buzo con el escudo de la Roja de manos de Sergio Jadue, el presidente de la ANFP. Tomó esa banda presidencial futbolera y se la enfundó a medias, con la mirada seria y lejana, como si hubiera dormido poco y estuviera ya cansado de tanta ceremonia como tuvo que vivir ayer.

Después, Jorge Sampaoli Moya firmó un contrato hasta la Copa América que se jugará en Chile en 2015 -si la pelotita entra, claro-.

Investido con su nuevo rango, se sometió a las preguntas como si deseara estar ya en otro sitio, trabajando, quizá en un café de San Sebastián explicándose a Claudio Bravo, el capitán de la Roja, primera escala en su gira europea, iniciada ayer mismo.

Hace solo dos años y medio, recibir el escudo de la selección chilena para conducirla a un Mundial, era una ceremonia que estaba fuera de toda lógica deportiva en su carrera. En ese tiempo, entrenaba al Emelec, un club respetable de Guayaquil pero nadie importante en Sudamérica. Lo había convertido en el equipo sensación de la temporada ecuatoriana pero nadie habría apostado entonces un peso a lo que se estaba escenificando en la sede de la ANFP.

Foto Leandro Chávez

Sampaoli decía que las puertas de la Roja estaban abiertas para todos los futbolistas que prefirieran jugar por el escudo nacional antes que ser referentes, un aviso sobre el cambio de prioridades.

Los rebeldes o castigados o automarginados son todos bienvenidos pero también se sabe que en sus equipos sólo juegan los que están comprometidos con un objetivo común, y que “cualquier futbolista es reemplazable en cualquier momento”.

Estaba ahí en Quilín pero no estaba del todo ahí. Quizá estaba repasando lo que hablaría con Pizarro en Florencia, con Vidal en Turín, con Alexis en Barcelona, con Medel en Sevilla, con Pinilla en Cerdeña, convenciéndolos que todos cabían en su Roja.

¿Qué había sucedido para que el tipo que hace sólo dos años fuera bautizado despectivamente como el Bielsa de los pobres fuera ahora el entrenador que la inmensa mayoría futbolera -aficionados, entrenadores, periodistas, jugadores-, reclamaba para dar vida a una selección que viaja a los tumbos?

Fin de los límites

La historia es súper sabida. Su paso por la Universidad de Chile. En dos años, ganó tres campeonatos al hilo y una copa Sudamericana invicto. Batió todos los registros históricos del club, conquistó a sus jugadores, a los hinchas, y encantó a los críticos. Desde los de Dale Bulla Dale, hasta los del Times o del Guardian londinenses, que lo ungieron como el nuevo mesías.

Gabriele Marcotti, del Times, firmó una columna sobre la “revolución táctica que toma Chile por asalto”, después que la U vapuleara a Flamengo y Vasco de Gama, dos miembros de la realeza sudamericana.

Fue un rey Midas a su paso por la U. Convirtió futbolistas sin brillo conocido en figuras transferidas en cifras millonarias. Fue el gran Product Manager de Azul Azul, que hizo caja, buena parte de lo que necesitaba para construir su estadio con los negocios generados en año y medio. Vendió al Manchester United (Ángelo), al Nápoles (Vargas), al Leverkusen (Junior), al Flamengo (González), al Basilea (Díaz).

Sampaoli impuso su doctrina, desmenuzada en una didáctica charla mantenida antes de la final de la Recopa –que perdió frente a Santos­– encargada por un diario español: “no buscamos imponer una doctrina sino seducir con un amateurismo que nos permita jugar por la camiseta”.

Amateurismo y rebeldía con los que asaltó a los poderosos en su propia casa: “la rebeldía la había detectado Bielsa en el jugador chileno, pero no esperábamos tanta respuesta, que disfrutaran atacando, rebeldes ante cualquier adversario”.

Su método apela a la intensidad, hace ver a sus deportistas que los límites son mucho más amplios de lo que ellos sospechaban: “trabajamos con deuda de oxígeno todo el tiempo, con agitación”, para que el organismo se acomode a las repeticiones exigentes y “se vaya aclimatando a una sensación molesta que con el paso del tiempo termina siendo algo natural”.

Bielsa fue el pionero que confió en los futbolistas chilenos mucho más que ellos mismos. Sampaoli se aprovechó de ese surco abierto: “el chileno te permite instalar la rebeldía sin ningún tipo de complejos”.

Un rockero adicto al cine indie

Jorge Sampaoli, (1960, Casilda, Santa Fe) tuvo carácter rebelde desde que tiene memoria, un rasgo acentuado gracias a la dictadura argentina, época en la que solía discutir de libertades con su padre, oficial de policía, fallecido prematuramente y uno de los grandes ausentes en este momento inigualable de su vida.

La dictadura lo acercó al rock y al cine independiente, de sus escasos refugios fuera del fútbol. Creció con las grandes bandas argentinas pegadas en la oreja, con la generación de Charly García, Baglietto, Spinetta –“el Flaco sería un creativo increíble en mi equipo”-, con el pelado Cordera de la Bersuit, ahora con Calle 13 (El hormiguero). En el cine tiene claro su filia y su fobia: toda buena película independiente argentina o latina pasará por su pantalla pero “no me verán en un estreno de Hollywood”.

En la cancha, su carrera de carrilero o medio centro se acabó a los 19 años en las inferiores de Newells Old Boys de Rosario, con una doble fractura de tibia y peroné. “El Zurdo, como le decimos en el pueblo, jugaba con la 10. No era bueno pero era rápido, incansable, aguerrido e incentivaba a sus compañeros a hacer lo mismo”, ha contado Sergio Abdala, presidente del Alumni de Casilda y uno de sus grandes amigos.

El árbol

Empezó dirigiendo juveniles, en el Alumni de su pueblo. Está contado, por Antonio Valencia, que un día en el estadio Martín Olaeta, un árbitro lo expulsó al cuarto de hora de partido y que el entrenador se subió a un árbol y desde allí siguió dirigiendo. El diario La Capital de Rosario publicó esa foto de Sampaoli con camiseta negra, gafas oscuras y su calva incipiente encaramado al árbol.

En esos años noventa que fraguaban el exitoso futuro del Zurdo, ejerció de cajero del Banco Provincia, oficial de registro civil y juez de paz. Hasta que un día de 2002 vio la luz. Le ofrecieron entrenar en primera división.

Al Juan Aurich peruano. Dirigió 8 partidos perdió siete y ganó uno. Lo echaron, pero peregrinó por Perú. Al año siguiente dirigió al Sport Boys y ahí se le unió otro rosarino, Sebastián Beccacece, que tenía 22 años, como su ayudante de campo. Sampaoli quería renunciar pero no se lo permitió ver la ilusión de ese pibe que se había ido en bus para iniciar una carrera.

Nunca más se separaron. Hasta ahora, que viajan juntos a encantar a los futbolistas que fallaron a Claudio Borghi para que vuelvan a jugar por el escudo nacional, no más para si mismos. Están todos invitados pero nadie debiera confiar en que jugará por su apellido ni su pasado reciente.

Tampoco volvió a separarse de Paula Valenzuela, recepcionista de un gimnasio de Rancagua que frecuentaba cuando entrenó al O`Higgins en 2008, su segunda mujer. Valenzuela, 18 años menor, madre separada, larga melena negra hasta la cintura, el mismo tatuaje en el tobillo izquierdo, lo despidió radiante anoche en el aeropuerto aunque lo ve poco: “la mejor noticia es que se queda trabajando en Chile, me daba miedo que se fuera lejos y me costara seguirlo”. Podrá seguir escapándose junto a su compañero a los conciertos de Vicentico y de sus bandas favoritas cerca de casa.

 

El respeto

Sampaoli no ha llegado a la Roja para perder tiempo en retórica. Su ambición va mucho más lejos. Sabe que tiene algo grande entre manos, algo para lo que ha trabajado toda su vida. Intentará conquistar a todos los magníficos futbolistas chilenos de esta generación pero nadie tendrá segura una camiseta titular. Por ahora, sólo Claudio Bravo, el capitán.

Quizá porque perder le produce pavor. Cuenta que su “mente no puede soportar la imagen de la derrota ni cuando duerme. Y mi mejor manera de eludir la derrota es estar lejos de mi arco”.

Ésa es la promesa. No habla de disciplina como santo grial, como le gustaría a mucha hinchada sino de convicción. Ahora tiene que hacer convivir los egos de figuras. Una de las pruebas de fuego será la previsible llegada de Johnny Herrera al vestuario.

Cuando Herrera volvió a ser detenido por conducir con copas de más, el entrenador rayó su cancha: “no nos metemos en ninguna característica de la vida extra futbolística. Tratamos de de coincidir en la defensa de un ideal. Y el que deja de luchar, no pertenece más”. Ése es el mensaje.

Siempre hay que pensar en los otros antes que en ellos mismos: “hay un montón de gente que guarda su dinero para ir al estadio y hay que respetar a la camiseta”, pensaba cuando entrenaba a un club. Ahora es a un país, un desafío implacable para un tipo que hace tres años aspiraba a ganar un campeonato con un equipo de Guayaquil y ahora se ha comprometido para llevar a la selección chilena a un Mundial, una promesa insuperable para un rockero rebelde que planea atacar hasta cuando sueña, único conjuro para espantar la derrota.

 

 

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