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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Brasil no es una fiesta

Brasil no era la fiesta prometida y quizá sólo el éxito de la verdeamarilha sea capaz de remontar el ánimo de una sociedad a la que ya no le basta el circo que rodea al juego ni liderar el ranking de los mejores de la historia futbolera ni ser los favoritos a ganar la copa en casa. La desmesura de su mundial redireccionó el opio, que ahora se vuelve contra el gobierno triunfalista.

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Así como París siempre fue una fiesta, según explicaba Hemingay, y seguirá siéndolo por siempre, según confirmaba Vila Matas, Brasil, que parecía la capital mundial de la fiesta eterna y del fútbol bonito ya no es una fiesta perpetua. 

Los tiempos han cambiado y los clichés ya no son fiables.  A un día del comienzo del Mundial descubrimos que detrás del carnaval y del fanatismo por el fútbol había un país oculto, pobre, injusto, abusado. Ya lo sabíamos pero era mucho más bonito alimentar el mito de la samba, la caipirinha, y los dorados culos de Ipanema..

Falta un día y no están puestas todas las butacas del arena Corinthians donde se dará comienzo al mayor espectáculo planetario, no funciona el wi fi de las salas de prensa y la ciudad está tomada por la policía militar, por el conflicto de los trabajadores del metro, que oportunamente han dicho que sus demandas también existían, meando un poco el asado de la supuesta alegría brasileña.

El alcalde de Río anuncia que los viajeros pueden estar tranquilos porque tiene 20 mil policías en la calle. El opio del pueblo ya no es lo que era. Ahora el fútbol se convierte en el opio de los gobiernos.

Tanto ha cambiado el mundo que estrellas del futbol brasileño involucradas en la organización, como Ronaldo, o Romario, diputado, han denunciado la corrupción evidente en las obras de infraestructura y los gastos desmedidos que han detonado las protestas. Pelé también ha opinado pero ya sabemos que Pelé opina a favor de la FIFA, y de quien pague el auspicio.

Tanto han cambiado las cosas que Mauro Silva, una de sus máximas estrellas de la historia, campeón del mundo en 1994, el futbolista favorito de Lula, ahora empresario, dice que “creíamos que el Mundial serviría para mejorar las infraestructuras de Brasil, que es uno de nuestros puntos frágiles, y para dar visibilidad a un país con un enorme potencial para inversores extranjeros”.

Esa fantasía de dar imagen de modernidad a los visitantes extranjeros, escondiendo los pobres debajo de la alfombra, la conocemos muy bien. Pero el gran medio centro brasileño se queja de la oportunidad perdida: “No lo hemos hecho: las obras, los estadios, los aeropuertos, todo va retrasado. Hemos desaprovechado una buena oportunidad para mostrar una imagen de país eficiente y moderno”.

No la ha desaprovechado, pasa que Brasil no es moderno ni eficiente como venden sus folletos sino brutalmente injusto y desigual, y sabemos lo que esconde bajo las autopistas,  en las favelas militarizadas, el destino que depara a su meninos da rua.

Falta un día y los periodistas se quejan de que hay menos ambiente que en Sudáfrica, Corea o Japón, sociedades menos alegres y menos futbolizadas. Se supone que en el momento en que la pelota empiece a rodar y salten las estrellas a las canchas, el dulce narcótico del opiáceo futbolero, surtirá su efecto y las  protestas sociales se aplazarán,  absorbidas por la fiesta futbolera..

Brasil no era la fiesta prometida y quizá sólo el  éxito de la verdeamarilha sea capaz de remontar el ánimo de una sociedad a la que ya no le basta el circo que rodea al juego ni liderar el ranking de los mejores de la historia futbolera ni  ser los favoritos a ganar la copa en casa. La desmesura de su mundial redireccionó el opio, que ahora se vuelve contra el gobierno triunfalista.

 

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