Calidad de las universidades chilenas, un dilema relacionado con la democracia
Héctor Vera es Periodista (Universidad de Concepción). Doctor en Comunicación Social (Université Catholique de Louvain. Bélgica). Fue Vicerrector de la Universidad Católica del Norte- Antofagasta (1970-1973). Vivió en el exilio en Bélgica durante 16 años ( 1974-1989). Consultor en educación en derechos humanos del Consejo de Europa y de la UNESCO. Investigador de la Université de Paix, Namur, Bélgica. Desde 1999 es Profesor de Teoría de la Comunicación y de Epistemología de la Comunicación en la Universidad de Santiago de Chile.
Todos queremos una educación de calidad, pero la entendemos de diversas maneras, dado que se trata de un concepto social y no puramente técnico. El desacuerdo es enorme y lo que hay que hacer al respecto, es tremendo.
El tema de calidad, actualmente, está vinculado con las acreditaciones. Las autoridades universitarias superiores saben qué deben hacer para tener buenos resultados en este proceso que se usa para comparar las universidades en Chile. De cierta manera, la acreditación, certifica la calidad formal de éstas.
La acreditación, es la manera oficial que se usa en Chile para medir la calidad de las instituciones y de las carreras universitarias. Más años de acreditación, implica más calidad certificada. Parte importante de este trámite, se resuelve llenando formularios con datos y afirmaciones que emanan de la autoevaluación realizada por cada organización.
La acreditación es un trámite obligatorio, poco útil o casi sin consecuencias, especialmente para las universidades estatales, cuya certificación no es esencial, porque, cualquiera sea el resultado, siguen dependiendo de la voluntad del Estado para mantenerlas funcionando o cerrarlas.
Para las universidades privadas, la acreditación, es la mejor garantía de las subvenciones estatales y de hacer buenos negocios. Sin ella, prácticamente desaparecen porque pierden la credibilidad y los clientes, como ocurrió con la Universidad del Mar o con la Universidad Contemporánea de Arica.
La acreditación actualmente la hacen agencias privadas cuyos costos y ganancias son pagados por la universidad que la solicita. La formalización de este proceso la hace el Consejo Superior de Educación. No es exagerado afirmar que estos certificados son de dudosa reputación y no reflejan ni dan garantías efectivas que se mantendrán las condiciones del momento de evaluación. Es más, después de obtenida la acreditación en algunas universidades privadas, se despiden académicos…para volver a contratar cuando se acerca la nueva acreditación.
Los evaluadores ven documentos y durante dos o tres días conversan con autoridades, académicos y estudiantes. Por ejemplo, para evaluar la inserción laboral de los egresados, se pide que los empleadores digan cómo son los profesionales venidos de la Universidad que se acreditará y esos empleadores son elegidos y reunidos por la institución o carrera que está siendo evaluada. ¿Alguien puede tomar en serio esta evaluación del mercado laboral de los egresados, teniendo este sistema absurdo e ineficiente de recolección de datos? Nada es serio en esta acreditación que se hace en Chile. Más bien es un simulacro de control de la calidad, que sirve para dar una fe pública que tiene, como vemos, pies de barro.
Así funciona el desastroso sistema de acreditación de la calidad que tenemos en las universidades. Nadie con sentido de responsabilidad social, puede estar tranquilo u orgulloso de un método de estas características. Imaginemos cómo es la realidad en los otros niveles de la educación, donde no existen indicadores de desempeño.
La sociedad chilena necesita repensar absolutamente su sistema universitario y tal tarea debe comenzar en las Universidades del Estado (16). La lógica instalada por la Dictadura es la que está en cuestión. Todo fue pensado para que el derecho a la educación, se transformara en una mercancía de oferta y demanda, con la trampa que las universidades deben ser “sin fines de lucro”.
Esta inconsistencia entre práctica y legalidad, le está costando caro a la derecha y a los partidarios de universalizar el mercado. Sus agentes están siendo derrotados en el campo ideológico, político y cultural. Las movilizaciones estudiantiles pusieron durante mucho tiempo el dedo en la llaga de esta contradicción insostenible entre la praxis mercantil y el no lucro de las universidades. La Nueva Mayoría debió recoger esta inconsistencia y ofrecer un cambio profundo en educación y logró un gran apoyo electoral. En este momento estamos en Chile con muchas esperanzas por cumplir y con profundas incertidumbres sobre el camino a seguir.
La manera de salir de la situación actual, con una derecha y una jerarquía de la iglesia católica que buscan torpedear la reforma, con poca claridad gubernamental sobre cómo se alcanzarán los objetivos anunciados, es que las universidades deben emprender un plan de desarrollo institucional, anticipando el nuevo contexto, para pasar de la competencia entre universidades del estado a la colaboración. Es preciso salir de la cultura del simulacro y pasar a hacer propuestas concretas de desarrollo.
Esto no es menor, porque requiere de una participación activa, escalonada en el tiempo, de los estamentos en todas las instancias colegiadas. No es suficiente que las autoridades tengan planes bien estructurados o solo de crecimiento, es preciso comprender e implementar el rol de responsabilidad social en los ámbitos de la investigación, la docencia y la vinculación con el medio.
Ha llegado el esperado momento en que la sociedad civil se desarrolle por sí sola. No se debe esperar a que todo sea definido desde fuera. Pretender ser una universidad de calidad y de talla mundial, como es el caso de la Universidad de Chile y de la Universidad de Santiago de Chile (USACH) , exige una comunidad activa, dialogante, propositiva, creativa, amante de la democracia.
Estas comunidades deben resolver, con amplia consulta interna, el problema de la estructura orgánica, el rol de los estamentos y de las autoridades colegiadas y unipersonales. Lograr constituir un gobierno democrático interno con comunidades motivadas, más allá de los tradicionales escasos dirigentes, es una tarea enorme, pero totalmente necesaria.
Los académicos saben que las fronteras del conocimiento científico en todas las áreas están en un cambio profundo, en muchos casos, paradigmáticos. Lo mismo sucede en el campo laboral donde la inteligencia artificial y las nuevas maneras de satisfacer necesidades económicas y sociales, se modifica, sin cesar, cambiando los espacios y las competencias que se requieren para ello. Prácticamente no hay modelos universitarios a copiar del extranjero para responder bien a la situación universitaria de Chile. Hay que generar un verdadero pensamiento propio en materia de organización y de participación, en concordancia con la historia y las condiciones que vive Chile y que la prepare para los próximos desafíos mundiales como locales.
Si Chile quiere dejar de ser un país monoproductor de materias primas e integrar nuevos productos y servicios de mayor competitividad y con más valor agregado, debe tener una educación superior mucho más dinámica y exigente que la actual.
Pero por sobre todo, requiere de académicos y de estudiantes motivados, con deseos de aprender y aportar socialmente, más allá de ganarse el pan. Y esto exige que las universidades dejen de ser colegios donde se repiten viejas afirmaciones y abandonen el rito del simulacro de ser universidades formales y se transformen en comunidades auténticas de personas que saben y que aprenden, que discuten y aportan a sus procesos de investigación, de docencia y de vinculación con el medio.
La calidad, en primer lugar, es el mejor desarrollo posible de sus integrantes. Y esto exige respeto por las especificidades, por las diferencias y mucha capacidad de convivencia democrática organizada adecuadamente. A partir de la aceptación de esta realidad-necesidad, tiene sentido cumplir con los indicadores de desempeño que se quieran asumir. Sin ser consciente de esta condición, de comunidad diversa, unida por objetivos claros y con participación efectiva más allá de su labor inmediata, desaparece el intangible de ser universitario.
Las universidades chilenas que no logren los climas de participación y de confianza efectivos entre las autoridades y sus comunidades, en todos los niveles, no podrán desarrollarse durante estos años. Tendrán que esperar los cambios formales y llenar muchos formularios e indicadores de ranking. Lo que marca la diferencia de calidad es la expresión del alma universitaria, que se demuestra cuando se dialoga positivamente con las autoridades y con la sociedad civil. Sin asumir el intangible de ser una verdadera comunidad académica, todo pasa a ser una vulgar parodia de un ente que funciona, sin saber con qué sentido y con cual responsabilidad social.
Porque la calidad se define desde una identidad concreta o situada es preciso saber responder a las necesidades, deseos y expectativas, en nuestro caso, de la sociedad chilena, que vaya más allá de los intereses personales o individuales de sus integrantes. La buena universidad es la que sabe recoger los principales desafíos regionales y mundiales en el campo del conocimiento, de la información, de la tecnología, del empleo y del desarrollo social del país.
Chile necesita de profesionales con responsabilidad social efectiva, después de cuatro décadas de individualismo radical. Las universidades del Estado son las primeras que deben cambiar la razón instrumental de estudiar para tener buenos ingresos por la razón social de estudiar para colaborar con la calidad de la convivencia entre chilenos y latinoamericanos.
Las universidades estatales y las que tienen responsabilidad social, deben establecer claras prioridades y metas relacionadas con la producción y la distribución de los bienes y servicios colectivamente generados en pos de un desarrollo social deseado. Esto implica poner las competencias específicas en la investigación científica y técnica, humanista, de las ciencias sociales y del arte, como prácticas de aporte al desarrollo democrático.