Peña: el rector en su laberinto
Carlos Peña parece transferir sus propias broncas y molestias al evaluar el olfato de la Presidenta y, más aun, al interpretar los deseos y descontentos de “las mayorías”. Así, su columna, que en sus inicios ofrece sustancia, se pierde en extraños laberintos interpretativos. Todos podemos equivocarnos, incluso los que no dudan.
Bet Gerber es Barómetro de Política y Equidad. Investigadora asociada a Fundación Chile 21. @betgerber
¿Cómo se explican las oscilaciones en los niveles de adhesión a un gobierno? ¿Qué determina que varíe el clima social con respecto a la satisfacción de las demandas públicas? ¿Qué provoca que una ministra o un ministro suba o baje en la escala Richter de la popularidad, esa que anticipa terremotos políticos? Ríos de tinta, toneladas de materia gris e invaluables horas de charlas de café se ofrendan a dilucidar qué condiciona o explica a las corrientes de opinión. Pululan afirmaciones acerca de lo que cree, piensa, quiere la gente, la ciudadanía o la opinión pública –que no es lo mismo, pero es igual, diría Silvio-. ¿Pero qué habilita a hablar de “la gente”?
Ya hace más de 50 años, la expertísima en opinión pública Elisabeth Noelle-Neumann postulaba la existencia de un “sentido cuasiestadístico” que permitiría a las personas realizar estimaciones sobre las opiniones mayoritarias. Esta percepción de las personas sobre la opinión pública se construiría a partir de, por ejemplo, comentarios y opiniones recogidos en sus entornos, información circulante en los medios, etc. confluyentes en un cocktail cuyos ingredientes varían y sus niveles de precisión también. Desde ya que un fino sentido cuasiestadístico es un don invalorable en todo político, ya que definirá, en gran medida, sus posibilidades de sintonizar con la ciudadanía. Más allá de esta suerte de olfato del que todos, en mayor o menor medida, estaríamos dotados, existen instrumentos más terrenales y tangibles, como las encuestas de opinión. Aunque por mal uso y abuso suelen ser subestimadas, las encuestas serias pueden reflejar con bastante precisión a la opinión pública en un momento dado y por ende, constituyen una herramienta riquísima de análisis sociopolítico.
Así parece entenderlo, en un comienzo, Carlos Peña en su columna publicada el domingo 10 de agosto pasado en el diario El Mercurio, en donde analiza resultados de la última encuesta Adimark. Peña, un columnista interesante más allá de la simpatía o rechazo que generen algunas de sus opiniones, plantea contundentes razones sobre la baja en los niveles de adhesión de la presidenta Bachelet y traza esclarecedores vínculos entre política y comunicación.
“La política es más compleja que la habilidad para elaborar relatos o la firmeza de la voluntad. Es mucho más que sagacidad para comunicar o fuerza para imponer. La política no es ni una variante de la comunicación corporativa, ni una forma de la disciplina organizacional”, dice el rector de la UDP.
Alivia que refresque con tal claridad distinciones entre política y comunicación, rescatándonos del peligro de recaída en la banalidad noventera del marketing gubernamental y la tonta videopolítica de Sartori en versión 2.0 ó 3.0, qué más da. Porque creer que la posición de la corbata del ministro resulta decisiva en la percepción del desempeño gubernamental, es subestimar a la ciudadanía observante, aunque esto tampoco signifique que se pueda obviar tal detalle en la construcción en juego. Se trata del contenido y del envoltorio, claro está, y en ese orden.
Con la solvencia que lo distingue, Peña señala que la política “es la capacidad para sintonizar con la gente, con su experiencia vital, con su memoria y su biografía”. Aborda, de algún modo, aquel tema del olfato o del sentido cuasiestadístico aludido anteriormente. Lo que sorprende, sin embargo, es la interpretación que al autor realiza frente al supuesto malestar que reflejaría las bajas en la aprobación al Gobierno y a la Presidenta. En este sentido, el rector explica que el Gobierno “estaría preso de un gigantesco malentendido al creer que las manifestaciones estudiantiles del año 2011 y las que le siguieron, serían síntoma de un movimiento subterráneo que sacude a la sociedad entera”. Y remata sin titubeos: “No cabe duda. El problema de la presidenta Bachelet es que está presa de una ilusión óptica: ver en el malestar de una generación el malestar de la sociedad entera”.
Se desconoce en qué sustenta Peña esta certeza sobre la inexistencia de malestares sociales que, por otra parte, han sido relevados por numerosos estudios en los últimos años. Por empezar, es sabido que diversas encuestas reflejaron altísimos niveles de adhesión a las demandas estudiantiles. Es difícil imaginar que, al momento de hacer la nota, el rector haya tenido en sus manos anticipos de la última encuesta CEP, dejándose confundir por los resultados sesgados de preguntas inducidas, abundantemente analizados y comentados en los últimos días. Lo cierto es que sobra evidencia –CEP anteriores incluidas- que reflejan masivos niveles de adhesión a los reclamos estudiantiles. Sólo por citar ejemplos al azar, la misma ADIMARK de octubre de 2012 (70%) o la encuesta de Imaginacción de abril de 2013 (86 %, ni más, ni menos). Pero el descontento cuantificable, además de ser intergeneracional, supera el ámbito educativo extendiéndose a otros de alto impacto en la calidad de vida, como la salud o las pensiones. En fin, abunda evidencia que refuta lo que Peña sostiene sin permitirse, siquiera, dudar.
No obstante, Peña va más allá de evaluar la capacidad de percepción de la presidenta Bachelet. En una apuesta fuerte a su propio olfato, revela qué quiere “la gente”. Así, las mayorías esperarían ideas para resolver la desigualdad y no gestos que “devalúen sus esfuerzos personales y su trayectoria vital”. En función de esto, la gente estaría molesta con “el ministro Eyzaguirre y el asistente Palma Irarrázaval” por su actitud “redentora y evangélica” y porque se pretenden guías cuando, comparados con la gente, no tendrían una vida hecha a punta de esfuerzo personal.
¿Es pensable que la gente, la ciudadanía, la opinión pública, realice semejante recorrido, analizando linajes del ministro y equipo, sopesando los esfuerzos que han hecho a lo largo de su vida, comparándolos con los propios para, finalmente, molestarse por el resultado de esta peculiar ecuación? Jugar con una lógica inversa deja al desnudo lo absurdo del planteo: si el ministro y su asesor ostentaran biografías marcadas por un enorme sacrificio y esfuerzo personal, ¿gozarían en esta fase de altos niveles de adhesión? Parece poco probable que la molestia o la desilusión radiquen en la comparación conciente o inconciente de cada ciudadano con la historia del ministro y de su asesor. A su vez, resulta fácilmente refutable que la Presidenta haya equivocado tanto si es que en las masivas manifestaciones estudiantiles advirtió la punta de un iceberg de malestares mayores.
Llegado este punto, tienta aventurar conjeturas respecto de qué es lo que habrá llevado al autor a perderse por caminos tan equívocos en la interpretación de los deseos de “la gente”. ¿Se tratará acaso de aquel viejo truco de muchos columnistas, analistas u opinantes, consistente en trasladar a otros lo que el autor cree, piensa y/o quiere decir? Desde una mirada más inocente, cabe considerar también que, sin quererlo, cualquier analista puede verse sesgado por sus propios prejuicios y opiniones, o los de pequeños entornos y ghettos, llámense Twitter o El Mercurio. Se trate de uno u otro caso, deliberadamente o no, Peña parece transferir sus propias broncas y molestias al evaluar el olfato de la Presidenta y, más aun, al interpretar los deseos y descontentos de “las mayorías”. Así, su columna, que en sus inicios ofrece sustancia, se pierde en extraños laberintos interpretativos. Todos podemos equivocarnos, incluso los que no dudan.