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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Desaceleración: ¿aprenderemos ahora?

Un aprendizaje efectivo sería consolidar una institucionalidad de Estado que integre los esfuerzos parciales y goce de autonomía respecto a las prioridades del gobierno de turno. Se lo debemos a las generaciones actuales y futuras.

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Ignacio Larraechea es Gerente General de ACCIÓN. Economista de la Universidad de Chile y Doctor en Ciencias Sociales del Trabajo por la Universidad de Lovaina. Desempeñó varios cargos en el sector público, entre ellos, Director Nacional del Sence. Fue Decano de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Central de Chile. Es miembro del grupo de Desarrollo de la Fundación Desafío desde su creación hace 14 años.

Una vez más, la euforia de un período de crecimiento da paso a la preocupación, al derrotismo y nuevos diagnósticos por el enfriamiento de la economía. De hecho, en las últimas semanas se ha visto una búsqueda de “culpables” para el fenómeno de desaceleración del país.

Es parte del juego político que los gobernantes se aplaudan a sí mismos en tiempos de “vacas gordas” y los opositores disparen en “vacas flacas”. Esto, a pesar de que en los últimos 30 años la conducción económica responda a ciertos criterios básicos mantenidos en sucesivas administraciones.

Ciertamente, la volatilidad de la economía mundial explica buena parte de vaivenes que son propios de economías pequeñas y abiertas como la nuestra. Pero olvidamos que la dependencia del mercado global de materias primas tiene causas absolutamente endógenas y Chile no posee capacidad para sostener un crecimiento dinámico. Aumentar productividad y competitividad requiere reformas estructurales que permitan dar saltos en: competencias laborales (o capital humano); tasa de participación laboral (especialmente mujeres); niveles de investigación, desarrollo e innovación (I+D+i); capacidad de generación de energía; y fortalecimiento de la infraestructura, por citar las más evidentes.

Pero lo fundamental es que Chile no tiene una institucionalidad capaz de concordar una agenda de desarrollo de largo plazo y menos de velar por su implementación. Tenemos políticas de gobierno, pero nos faltan políticas de Estado. Su diseño y alcance están sujetos a ciclos y correlaciones de fuerzas políticas circunstanciales, con actores de todas las tendencias que responden a una lógica electoral, de corto plazo. Para ser justos, es este cortoplacismo lo que explica también por qué las empresas y la sociedad civil tampoco colaboran en dar perspectiva. Las “fuerzas del mercado”, sin un marco consensuado en una visión de largo plazo, enfrentan las mismas limitaciones que las del mundo político.

Por ello, una verdadera agenda de desarrollo que sea sostenible requiere de un espacio de conversación y decisión que sea: autónomo para enfocarse al país que queremos en 30 años más; amplio y pluralista, con participación del mundo político, empresarial y de la sociedad civil; y capaz de equilibrar las dimensiones económica, ambiental y social del desarrollo.
¿Hay que partir de cero? Ciertamente que no. Ya existen la Agenda de Productividad, Innovación y Crecimiento, el Consejo Nacional de Innovación para la Competitividad (CNIC), el Proyecto Energía 2050, la Comisión de descentralización y desarrollo regional y la Agenda de Infraestructura, Desarrollo e Inclusión 2030. A estos esfuerzos segmentados, se agrega el Consejo para la Responsabilidad Social y el Desarrollo Sostenible, creado bajo la administración Piñera y al que el actual gobierno le ha intentado imprimir un sello más estratégico.

Un aprendizaje efectivo sería consolidar una institucionalidad de Estado que integre los esfuerzos parciales y goce de autonomía respecto a las prioridades del gobierno de turno. Se lo debemos a las generaciones actuales y futuras.

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