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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Liberalismo partidista: ¿para qué?

"Los partidos han nacido y se han desarrollado como respuesta a acontecimientos históricos determinados y no a partir de proyectos exclusivamente ideológicos".

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Alberto Edwards —en su Bosquejo histórico de los partidos políticos chilenos, publicado en 1903—,   planteaba que si se quiere que el liberalismo sea uno de los partidos del futuro, es necesario responder algunas preguntas, entre otras la siguiente: ¿qué acontecimientos nacionales lo justifican?

Esta pregunta es interesante, porque siempre los partidos han nacido y se han desarrollado como respuesta a acontecimientos históricos determinados y no a partir de proyectos exclusivamente ideológicos.

Para responder a la pregunta, distingamos dos planos fundamentales: uno de orden sociopolítico y otro de carácter sociocultural. En el primero, constituye un lugar común sostener que la democracia que nos rige no es representativa, principalmente por no dar cuenta de la diversidad social y territorial de nuestro país. La respuesta liberal —me parece— debe ser doble.

Por una parte, los liberales deben (me incluyo) defender la democracia representativa y hacer ver la utopía de una directa, al menos como régimen regular. La democracia directa (por ejemplo, a través del mecanismo plebiscitario), si bien en algunos casos es necesaria, siempre será excepcional y es imposible —políticamente imposible— que se configure como regla general.

Pero, por otra parte, y precisamente tomando en cuenta los tiempos que corren —caracterizados por un fuerte empoderamiento de la ciudadanía y de una pérdida del carácter intermediador de los partidos—, los liberales deben ayudar al fortalecimiento de la sociedad civil. ¿De qué manera? No sólo apoyando la construcción de mayores instancias formales de participación ciudadana (distinguiendo los niveles de vinculación, según los casos), sino también resignificando el rol subsidiario del Estado.

La Teletón y Bomberos de Chile constituyen dos ejemplos de que la sociedad civil funciona bien en la solución de problemas públicos cuando el Estado así lo permite. La existencia de una sociedad grande, más que de un Estado grande, es la repuesta que los liberales están llamados a dar. Esto, en todo caso, no implica la supresión total del Estado, sino valorar, de manera preeminente, el papel que las personas voluntariamente asociadas pueden cumplir en el espacio público.

¿Y qué decir del plano sociocultural? Si el liberalismo supone una alta valoración de la liberad del ser humano, resulta claro que defiende también el derecho a la identidad personal, la facultad de las personas a ser quienes quieren ser. Y que esto no sea visto como una amenaza para una (supuesta) unidad de la sociedad, sino como una fuente de riqueza. La sociedad es, de hecho, un crisol multicolor. El liberalismo, por lo tanto, no viene a inventar la rueda, sino sólo a reconocer y darle sentido a una realidad que ya existe. Obviamente, y quizás esta aclaración no debería ser necesaria, los liberales creen en una libertad responsable, lo que supone pensar, asimismo, la libertad de los demás y en responder por los errores que se cometen en el ejercicio de la propia.

Lo anterior se aplica a todos los planos: al económico y al cultural stricto sensu, incluyendo el género, lo étnico, etc. Y es importante subrayar que no existe contradicción entre las libertades económicas y culturales. Las primeras siempre han sido fuente y contexto de las segundas. La emergencia del rock and roll en los Estados Unidos y la posterior “Invasión británica” en la década de los 60, constituyen un ejemplo de ello.

Liberalismo no es sinónimo de egoísmo, aunque este eslogan ha sido recurrente en sectores de la izquierda. Nunca lo fue en sus orígenes —en las nacientes repúblicas del siglo XIX— y no tiene por qué serlo ahora, precisamente en un momento histórico en que algunos sectores hablan (o insinúan la idea) de refundar la República.

La valoración de la diferencia, de las cualidades y potencialidades de cada cual, es siempre un acto de generosidad, porque supone salir de sí mismo y mirar al otro en toda su complejidad. Implica, parafraseando a Hayek, dejar de lado “la fatal arrogancia” que suele ser frecuente en no pocos sectores políticos, especialmente aquellos que sobrevaloran el papel del Estado como conductor de la vida de las personas.

Por supuesto, los desafíos del liberalismo partidista del Chile de hoy no se agotan en los temas anteriores, pero constituyen elementos que podrían ayudar a la construcción de su identidad. Identidad que debiera complementar lo liberal y lo social. La verdad, y a la luz de lo arriba dicho, no existe una contradicción esencial entre ambos elementos. Trabajar esta mixtura es un gran desafío para los partidos que se autoperciben como liberales.

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