Buena muerte
Me parece que es hora de levantarnos. De exigir que nos traten como adultos. De sumarnos a la voz de Valentina Maureira y pedir, ahora, ya, con urgencia, que se permita la eutanasia en Chile.
“No dejamos que los animales sufran. Entonces, ¿por qué hacerlo con los seres humanos?”, se pregunta el físico Stephen Hawking, partidario de la eutanasia, en una entrevista con la BBC. No es cualquiera el que habla. Se trata de uno de los científicos más importantes del mundo y está postrado hace décadas debido a una esclerosis lateral amitrófica.
“Las personas que padecen una enfermedad terminal y sufren mucho dolor deberían tener el derecho de acabar con sus vidas, y aquéllos que les ayuden no deberían ser perseguidos por la justicia”, agrega Hawking.
Eutanasia viene del griego eu-thanasía, que significa “buena muerte”. Y no es casualidad que lo haya acuñado esa civilización. De hecho, el suicidio asistido no les planteaba problemas morales a los habitantes de la antigua Grecia pues era otro el paradigma de la existencia. Para ellos, una mala vida no era digna de ser vivida. Es Dios, a través de la religión, el que interfiere entre el hombre y su propia muerte.
Y desde allí, desde la Edad Media, todo cambia. Si Dios es el creador, nos dice la cultura judeocristiana, entonces él es el único dueño de nuestras vidas. Ergo, si yo intento disponer de mi vida, cometo un pecado. Son esas normas sociales, esas imposiciones morales convertidas en leyes en la mayoría de los países del mundo, las que tienen hoy a Valentina Maureira, de 14 años, rogándole a la presidenta de Chile que le permita terminar con el sufrimiento que le causa su fibrosis quística.
La misma enfermedad que se llevó a su hermano y a uno de sus mejores amigos. Es cierto, Valentina es menor de edad y, aunque cuenta con el apoyo de sus padres, la discusión se complica cuando hablamos de alguien tan joven y que alguna esperanza tiene en un carísimo trasplante. Citemos el caso, entonces, de un teólogo y catedrático de la Universidad alemana de Turingia.
“El ser humano tiene el derecho a morir cuando ya no tiene ninguna esperanza de seguir llevando lo que según su entender es una existencia humana», dice este hombre que se plantea recurrir al suicidio asistido para poner fin a su vida, ante la progresión que sufre del mal de Parkinson.
Un hombre que, por lo demás, bastante sabe de la palabra de Dios. Podemos votar, podemos portar armas, podemos ser propietarios de bienes. Podemos también destruir esos bienes sin que nos signifique un problema, en la medida que no afecte a otro. Podemos pedir la eutanasia de nuestras mascotas para evitar su sufrimiento y ni siquiera es necesario dejar una constancia en Carabineros. Pero no. No podemos pedir que nos ayuden a morir con dignidad.
¿Tiene sentido alguno? Si usted cree en Dios y sigue una religión que se lo prohíba, no lo haga. Muera despacito, sufra, gánese puntos en el cielo. ¿Pero por qué los demás deben ser castigados en vida si sus días ya están contados? Bastante se parece a la discusión del matrimonio homosexual y a la del aborto, pero esto es mucho peor, porque al menos en los dos casos anteriores la tendencia es a la apertura mental y al cambio de legislación en pro de la libertad. En cambio, la eutanasia sólo es legal en cuatro o cinco lugares del mundo. De hecho, son cientos los europeos que deben viajar a Suiza para buscar una muerte asistida. Parece que en este caso, el de la eutanasia, se suman otros poderes a los religiosos.
“La explicación hay que buscarla más bien en el oculto interés de determinados poderes fácticos en mantener las decisiones vitales más trascendentes fuera del ámbito de decisión personal. Esos poderes fácticos creen -o al menos dicen creer- que la vida, nuestra vida, es un don otorgado del que sólo somos administradores con poderes limitados. Esta creencia es, por cierto, tan respetable como la de quienes reivindicamos esa propiedad y nos sentimos únicos responsables de ella. Lo que no es respetable en absoluto es el desmedido y mal disimulado empeño de los primeros por imponernos su creencia a los que nos sentimos propietarios”, escribe el español Fernando Soler Grande, médico e integrante de la Asociación Derecho a Morir Dignamente.
Es un hecho. Al poder, a quien controla, no le gusta que el individuo se sienta dueño de su vida. Y qué mejor manera, entonces, que controlar su derecho a poner fin a ésta. “Su verdad consiste en que la vida es indisponible porque no nos pertenece. El mismo argumento por el que en la antigüedad grecolatina, el derecho prohibía el suicidio a los esclavos. En su moral teológica, la vida del otro es disponible sólo bajo determinadas circunstancias y siempre que dios lo quiera así. ¡Y, vaya si lo ha querido a lo largo de la historia!”, agrega Soler en otra columna.
Me parece que es hora de levantarnos. De exigir que nos traten como adultos. De sumarnos a la voz de Valentina Maureira y pedir, ahora, ya, con urgencia, que se permita la eutanasia en Chile.