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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Política y dinero en Chile, menos hipocresía

Tanto el caso PENTA como CAVAL, independiente de sus especificidades éticas y legales, han puesto sobre el tapete que la relación más o menos cercana entre política y dinero es más transversal de lo que suele considerarse, desde una mirada meramente superficial y caricaturesca.

Por Valentina Verbal
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En una columna anterior —titulada “La derecha política en Chile: ¿mito o realidad?—, argumenté en clave histórica a favor de la existencia de una derecha política, independiente de la que suele calificarse como económica. Con ello —lo aclaro, dado que quizás fui un poco confusa— no quise negar los vínculos (casi ontológicos) entre la derecha política y la económica. Y es evidente que esto sea así, puesto que ambas —en el plano político, tanto la liberal como la conservadora— defienden un sistema económico de libre mercado por sobre uno centralmente planificado. Lo que dije es que ha sido normal en todos los sectores políticos —también en la izquierda y en el centro— la promoción de intereses no directamente partidistas.

En el caso de la izquierda, se trató del movimiento obrero. Luego que, desde el siglo XIX, fuese auténticamente gremial en el buen sentido de la palabra —e, incluso, mutualista en muchos casos—, terminó siendo, en el XX, cooptado por la izquierda, especialmente desde 1919 cuando la FOCH adhirió a la Internacional Comunista. En el centro, puede pensarse en la clase media laica (profesores y funcionarios públicos) o católica, liderada por la Iglesia, desde su más alta jerarquía. El primer grupo fue por décadas, preferentemente, cooptado por el Partido Radical (en parte también el Liberal, más pragmático y orientado hacia el centro). El segundo, por el Partido Conservador (que también tuvo un ala más centrista, la socialcristiana) y, posteriormente, por la Democracia Cristiana, que terminó copando el centro, aunque crecientemente apuntando hacia la izquierda (recordemos la “vía no capitalista de desarrollo”).

Por otra parte, y aunque en la actualidad cause sorpresa la relación tan estrecha entre política y dinero, sin la mediación del Estado (por ejemplo, sin financiamiento público), esto ha sido lo normal durante toda la historia. Y no sólo como algo exclusivo de la derecha. Si bien es cierto que este sector, contó tradicionalmente con apoyo del mundo empresarial, esta conexión se dio también con los partidos de centro, el Radical y, después, la Democracia Cristiana.

La historiadora Sofía Correa demuestra con suficientes antecedentes que el Partido Radical desarrolló fuertes lazos con el empresariado. Por ejemplo, antes de ser Presidente de la República desde 1942, Juan Antonio Ríos fue Director de la Sociedad Nacional de Minería, quizás con ello recordando a viejos estandartes de su propia colectividad, comenzando por su fundador, Pedro León Gallo, unos de los más importantes mineros del siglo XIX. Pero quizás más importante que ello sea recordar que la misma CORFO, considerada un emblema del Gobierno de Pedro Aguirre Cerda (1938-1942) surgió bajo el impulso de los principales gremios empresariales de la época. Siguiendo a Correa, el Presidente Aguirre nombró a 24 delegados en dicho organismo estatal, de los cuales todos eran dirigentes empresariales, salvo un solo caso, que representaba a los trabajadores.

No obstante que varias décadas después, la Democracia Cristiana no fue santa de la devoción del mundo empresarial —especialmente rural, considerando la Reforma Agraria que atacó el derecho de propiedad sobre los latifundios—, para la importante elección de 1964 recibió ingentes recursos de parte del Gobierno estadounidense, símbolo del polo capitalista en el mundo durante la Guerra Fría. Obviamente con el objetivo de detener el avance del socialismo marxista en la región. Pero, al fin y al cabo, no sólo perdiendo autonomía respecto al mundo empresarial (del que recibió grandes recursos), sino también —lo que puede ser más grave— con relación a una potencia extranjera.

Tanto el caso PENTA como CAVAL, independiente de sus especificidades éticas y legales, han puesto sobre el tapete que la relación más o menos cercana entre política y dinero es más transversal de lo que suele considerarse, desde una mirada meramente superficial y caricaturesca.

Incluso hoy, ningún sector político defiende ideas únicamente abstractas, sin encarnaciones en intereses económicos, sociales y culturales. Pese a la menor capacidad de los partidos de intermediar entre la sociedad civil y el Estado, la política actual no se ha aislado enteramente del mundo que la rodea. Los partidos y sus dirigentes no se han convertido en ángeles, sin ninguna forma de corporeidad tangible.

La necesidad de avanzar hacia una agenda de transparencia y probidad —que apunte a “separar” la política del dinero—, no implica, necesariamente, la construcción de una falsa política, comenzando por la promoción de un discurso que hable de “servidores públicos”, de dirigentes totalmente ajenos a intereses particulares. La política, sobre todo en su dimensión agonal, supone la defensa de estos intereses, aunque bajo el envase de causas abstractas, como “el Chile de todos”. Lema de la campaña de Michelle Bachelet que, a estas alturas, causa más pena que risa.

Y aunque sea duro, me parece que es bueno que así sea: que la política baje del pedestal y sea vista como lo que realmente es y siempre ha sido. Sólo desde esta visión es posible pensar que los cambios aprobados, no se convertirán —como tantas otras veces ha sucedido— en letra muerta.

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