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9 de Marzo de 2016

El estremecedor relato del asesinato de Carlos Berger por la Caravana de la Muerte, liderada por Arellano Stark

El marido de la abogada Carmen Hertz fue ejecutado el 19 de octubre de 1973, por órdenes de la comitiva encabezada por el general en retiro Sergio Arellano Stark, quien falleció en esta jornada. A continuación, el relato está contenido en el libro de investigación "Los Zarpazos del Puma" de la periodista Patricia Verdugo.

Por Redacción
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Finalmente llegamos a Carlos Berger Guralnik, el joven periodista y abogado, casado con la abogada Carmen Hertz y padre “chocho” del pequeño Germán, de pocos meses. El mayor Fernando Reveco, quien presidió su consejo de guerra, lo recuerda “alto, buen mozo y atildado. Lo acusamos porque la radio siguió funcionando después de la orden de callar las transmisiones. Le dimos algunos días de presidio, 61 días. Nada más, porque era una falta menor”.

Carlos Berger y su familia habían llegado a Calama sólo 25 días antes del golpe militar, para hacerse cargo de la dirección de la radio El Loa. En un momento crítico, decidió que debía colaborar – como comunicador – para que la zona de Calama, zona dura de mineros, pudiera recuperar un clima de tolerancia y respeto.

Su viuda, Carmen Hertz recuerda:

“Carlos fue arrestado en mi presencia, en el interior de la radio El Loa, por un numeroso contingente armado el mismo día 11 de septiembre a las 11.00 horas, debido a que se negó a clausurar las transmisiones de la radio. Tanto en Chuquicamata como en Calama no hubo resistencia armada alguna e incluso el mineral funcionó normalmente, lo que es ratificado por el coronel Rivera y el mayor Reveco en sus declaraciones. Carlos fue condenado a 61 días de prisión en la Cárcel Pública de Calama, por lo que fue calificado por la Justicia Militar como “una falta”. Y esta sentencia le fue notificada. Por el hecho de ser yo abogado y andar con mi hijo de corta edad en todas partes, ya que no tenía con quien dejarlo, no existían inconvenientes para visitar a Carlos todos los días, primero en el regimiento y después en la cárcel. Incluso el trato que me dispensaban los oficiales y gendarmes podría calificarlo de cordial y deferente”.

Y agrega Carmen: “Como existía esa buena disposición y nosotros no éramos de la zona, lo único que queríamos era regresar pronto a Santiago, de manera que el 18 de octubre le pedí al fiscal militar de Calama que conmutara los días que le faltaban a Carlos para cumplir la pena por una multa, a lo que accedió verbalmente, pero señalándome que la petición se la hiciera formalmente. Al mediodía del día siguiente, 19 de octubre, le llevé el escrito respectivo. Sin embargo, el fiscal me señaló entonces que no podía acceder a mi solicitud, puntualizando que la situación no era la misma, sin darme otros antecedentes y sólo aduciendo que ese día había arribado a la ciudad un helicóptero con una comitiva de oficiales proveniente de Santiago, al mando del general Arellano Stark.

Era la primera vez que escuchaba el nombre de ese general”. “Como no entendía qué estaba pasando, en qué consistía esta situación nueva y qué consecuencias podía tener, me fui a la cárcel para comunicarle esto a Carlos. Eran aproximadamente las tres de la tarde. Lo encontré extraordinariamente nervioso y preocupado porque habían sacado del penal a la mitad de los detenidos, encapuchados y maniatados, llevándoselos a un lugar desconocido. Inclusive en la cárcel noté medidas de otro tipo. Por ejemplo, no me dejaron ingresar al patio donde siempre había entrado, sino sólo a una sala especial. Lo acompañé hasta aproximadamente las cinco de la tarde. Estaba quemado por el sol, con sus bluejeans, su camisa, su pipa. Nos despedimos con un beso. Su último beso…”

“Subí a Chuquicamata donde yo vivía y, como dos horas después, supe que el resto de los detenidos que quedaban en la cárcel también habían sido sacados y llevados a un lugar desconocido. Llamé por teléfono al Alcaide de la Cárcel, ya que no podía bajar porque había toque de queda. Él me dijo que no me preocupara porque todos los detenidos políticos habían sido llevados al regimiento para prestar declaraciones de rutina. Él no sabía más que eso. Seguí llamando cada media hora, hasta alrededor de las doce de la noche y la respuesta era siempre la misma: “Ya van a llegar, ya van a llegar. No se preocupe señora”. A primera hora de la mañana siguiente bajé a Calama. En la gobernación me encontré con un cuadro horroroso: había funcionarios llorando, histéricos y una colega – secretaria del gobernador – me abrazó muy descompuesta y me dijo:

“Carmen, ¡los fusilaron a todos!” Le pregunté de qué me hablaba. Y ella agregó, llorando: “Fusilaron a Carlos, lo fusilaron ayer”. Yo no entendía nada, sólo creí que estaban todos locos y que eso no podía ser cierto. ¡Si le faltaba un mes para salir libre! ¡Si había una posibilidad, incluso de libertad inmediata! Tenía que ser un error”.

“Me fui al regimiento de inmediato. Al llegar noté un ambiente realmente caótico y tenso; corrían de un lado para otro diversos funcionarios militares y me costó mucho que me atendieran. Un oficial de apellido Shejman me informó que los prisioneros, entre los cuales estaba mi marido, habían sido trasladados la noche anterior a Santiago a diversos centros de detención. Ante esa contradicción, empecé a hacer muchas gestiones, las que terminaron en la tarde con una entrevista que por fin pude obtener con el gobernador, coronel Eugenio Rivera. El me indicó que esperara en mi casa, que él averiguaría y me haría llegar el dato exacto acerca de dónde estaba mi marido”.

Como a las ocho de la noche, en hora de toque de queda, llegó el llamado telefónico. Pidieron hablar, sin identificarse, con Eduardo Berger, hermano de Carlos, médico del Hospital de Chuquicamata. El atendió. La voz indicó que saliera de la casa, que fuera a la esquina. Y cortó. Carmen insistió en acompañar a su cuñado. Salieron y ahí estaba, en la esquina, junto a la vereda, estacionado un jeep militar. Adentro, dos militares y un sacerdote: el teniente Álvaro Romero, el suboficial Jerónimo Rojo y el capellán Luis Jorquera, la comisión designada por el coronel Rivera para informar a las familias. Carmen dice que jamás olvidará la fantasmagórica escena: “Uno de los militares se puso de pie dentro del jeep y comenzó a leer un texto. Recuerdo la parte en que decía “cuando los detenidos eran trasladados a la ciudad de Antofagasta, intentaron fugarse, siendo por ello todos muertos”.

No podía ser. ¿Está muerto? ¿Y su cuerpo? No, señora, no se entregarán los cuerpos. Es un error. Tiene que ser un error. Salvoconducto para viajar a Santiago. La carretera toda la noche. No, no puede ser. Pero si ahí estaba en la cárcel, con sus jeans, su camisa, su pipa. No, no puede ser. Santiago de madrugada, cuidado con las patrullas militares, cuidado con las voces de alto. Y ahí estaba, en la casa materna, la doctora Dora Guralnik, la madre: “Tuve que contarle a Dora lo que había pasado. Y mientras hablaba, tiritaba y tiritaba. No podía dejar de tiritar. Era verdad, Carlos estaba muerto. En Santiago conseguí el certificado de defunción: destrucción tórax y región cardíaca – fusilamiento. Hora:18 horas. Una hora después que me despedí de él en la cárcel, Una hora después”.

Carmen Hertz y el pequeño Germán salieron rumbo a Buenos Aires. Carlos lo siguió en los sueños: “Todos los días soñaba con él. Me encontraba con él en el aeropuerto, en la estación, estaba vivo, siempre llegando y llegando”. Y mientras ella se refugiaba en la esperanza del sueño, la viuda de David Miranda – Magdalena Michea – escribía cartas al campo de concentración de Chacabuco.

Debía tratarse de un error, no podía estar David muerto, no había visto su cuerpo. Y mientras ella escribía, el padre de Pepe Saavedra no encontraba consuelo para la pérdida de su único hijo hombre, el menor, el “concho” de sólo 17 años. Casi en mutismo, se concentró en hacer una reja de madera para la casa. Y mientras él, todos los días, durante un año, armó la reja sin usar ni un sólo clavo, los hijos de Rolando Hoyos sostenían que el papá seguía vivo y la hermana de Luis Gahona se negaba a ir a misas y a cualquier actividad recordatoria de lo ocurrido, porque optó por creer que estaba vivo, en alguna parte. No ver los cuerpos, no saber siquiera que fueron enterrados en fosa común del cementerio como en La Serena o Copiapó, marcó con huella más profunda la tragedia de Calama. Por doce años – en silencio – muchas familias recorrieron el desierto buscando un indicio, una señal. Después de 1985, cuando lo ocurrido se hizo público, la búsqueda se acentuó.

En abril de 1986, el abogado Luis Toro – de la Vicaría de la Solidaridad – dio con el paradero de quien aparecía como el más cercano testigo. Así Mario Raúl Varas Varas prestó su declaración ante una jueza en Antofagasta y juntos fueron al lugar donde se habrían enterrado los cuerpos, el mismo indicado – también en testimonio judicial – por una joven aficionada a la arqueología. Ella lo encontró en 1980 y se extrañó de hallar osamentas vestidas con ropa actual. Pero ya no estaban y, hasta ahora, no ha sido posible hallarlos.

Este es el testimonio de Mario Raúl Varas: “Estando el suscrito como Administrador del servicio de Sendos de Calama, en octubre de 1973, envié al electricista de mi servicio de apellido Díaz a un lugar de la planta de filtros del cerro Topater a colocar unos alambres telefónicos. Fue como a las 8.10 de la mañana del mes de octubre, no recuerdo la fecha. El operario electricista llegó corriendo a mi servicio como a las 9.30 horas y contó lo siguiente:

– “Don Mario, cuando estaba subido en el poste vi un pailover moviendo tierra y llevando en la pala un montón de gente muerta y los enterraba con la misma pala. Me asusté y arranqué para los cerros y de allí vine a avisarle. “Yo inmediatamente me dirigí al lugar indicado (poste telefónico) y vi a esta máquina emparejando el lugar para no dejar rastros de los montones. “Ese mismo día del mes de octubre de 1973, mucha gente se dirigió a la Gobernación a cargo del coronel Eugenio Rivera Desgroux, gritando por sus maridos y sus hermanos”. Mario Raúl Varas hizo luego un plano de lugar y lo entregó al obispo Carlos Oviedo. Examinemos su declaración: si el electricista Díaz, subido en el poste telefónico, vio cómo enterraban los cuerpos cargados en un payloadeer  cargador frontal) y el administrador de Sendos señala que fue por la mañana, estaríamos hablando de la mañana del 20 de octubre de 1973.

– Coronel Rivera, hay un testimonio que asegura que los cuerpos fueron enterrados al día siguiente de la masacre. Y usted insiste en que sucedió esa misma noche…

– No sé más de lo que ya le dije. Cuando me enteré de lo sucedido, volví de inmediato al regimiento y quise reunirme con todos mis oficiales. Pero no estaba el capitán Carlos Minoletti Arriagada y otros oficiales de la compañía de Ingenieros debido a que – según se me informó – estaban enterrados los cuerpos por orden del coronel Arredondo. Se me informó, además, que los cuerpos estaban mutilados, deshechos – me aseguró Rivera Desgroux.

– Coronel, después de la masacre de Calama, ¿volvió a ver al general Arellano?

– Sí, a comienzos del 74 en Santiago.

– ¿Le mencionó lo de Calama?

– No… pero a fines de marzo, llegó a mi oficina el auditor Vega, quien trabajaba con el general Arellano. Me dijo: “Oiga, mi, coronel, tengo un tremendo problema, me faltan procesos de la gente fusilada en Calama”. Yo le dije: “¡Bah, qué raro! pero si eso lo sabe el general Arellano. Mucha de esa gente fue fusilada sin proceso. Vega se fue y nunca más se habló del asunto…

– ¿Cuándo salió del Ejército?

– En 1974. A mí se me sancionó por todo lo que pasó: por tratar de defender al mayor Reveco, por poner fusilamiento en los certificados de defunción, por todo. En lo formal, porque no me ascendieron a general. En lo de fondo, porque dejé de ser fiable…

– Cuando pasó lo de Calama, ¿supo que el general Lagos presentó su renuncia al comandante en jefe?

– Sí, él me lo dijo.

– ¿No pensó en renunciar al Ejército entonces?

– No. Mi mujer siempre dice por qué no renuncié entonces. Pero yo era un profesional de la guerra y estimé que lo sucedido no me afectaba, que era de responsabilidad del general Arellano.

– ¿Usted se fue a trabajar a Enaex?

– Sí, en octubre del 74.

– Para trabajar en la Empresa Nacional de Explosivos, un año después del golpe militar, debió tener visto bueno de seguridad…

– Es una empresa del Estado independiente…

– Pero es muy difícil que el coronel Opptiz le haya dado un trabajo, donde incluso llegó a ser jefe de seguridad, sin visto bueno de arriba. Usted no era desconfiable…

– Bueno, el coronel Opptiz le preguntó al general Arellano sobre la idea de contratarme y a Arellano le pareció bien.

– En una de sus declaraciones, dijo que el general Arellano fue “también juez militar en Valdivia y Concepción en la misma época”. ¿Qué sabe de lo sucedido en esas dos ciudades?

– De Valdivia, me lo dijeron dos o tres personas. Pero de Concepción tuve información de primera mano, donde supe que el general Washington Carrasco había parado en seco al general Arellano, impidiéndole una masacre.

– ¿No tiene dudas respecto a la responsabilidad del general Arellano en las masacres?

– No, le atribuyo toda la responsabilidad de acuerdo a nuestro reglamento, porque él era el superior. El general Arellano puede sostener que el coronel Arredondo se arrancó con los tarros, pero militarmente no tiene posibilidad de escabullir su responsabilidad como jefe.

– Coronel, vayamos al fondo de lo sucedido. Una posibilidad es que ustedes, los altos oficiales que estaban en provincias, no estaban anímicamente preparados para ejercer mano dura con jefes de servicios públicos, dirigentes políticos y personajes conocidos de la Unidad Popular, con los cuales mantenían relaciones sociales más o menos armónicas, incluso amistosas en muchos casos. La misión de la comitiva del helicóptero era darles a ustedes – los del Ejército – una lección ejemplar de la represión que se requería…

– Mire, nosotros procedimos, desde que se nos ordenó actuar el 11 de septiembre, de acuerdo a nuestra concepción filosófica, humanista y militar, de acuerdo con nuestra tradición militar. Creo que tiene razón, que hubo necesidad de que fuéramos más violentos porque muchos comandantes tomábamos iniciativas tendientes a normalizar la situación y a tratar de obtener la adhesión total de la población hacia la Institución. Yo había sido gobernador antes y la gente recurría a mí con toda confianza. Por eso yo sentí que debía mantener mi actitud. Yo traté de aplicar el Código de Justicia Militar en los plazos que determinaba el tiempo de Guerra. Es por eso que a fines de septiembre o principios de octubre, estaban casi todos los procesos listos en Calama.

– ¿Cambiaron sus oficiales, su regimiento en general, después que partió el helicóptero?

– Claro que quedaron marcados por lo sucedido, porque tenían clara conciencia del tremendo error y del desprestigio que significaba para el Ejército…

– ¿Percibió temor entre sus oficiales?

– Yo seguí igual…

– Pero usted se fue, ¿y los que quedaron dentro?

– Sí, ahí tiene razón, a juzgar por lo que ha pasado en todos estos años.

Por su parte, el mayor Fernando Reveco Valenzuela, presidente del Consejo de Guerra de Calama hasta el 2 de octubre de 1973, tuvo obvio interés por saber qué había ocurrido en su regimiento mientras él estuvo detenido en Santiago:

He recogido versiones oficiales y extraoficiales. Hablé con Luis Aracena Romo, quien más tarde fue segundo comandante del regimiento, y me dijo que cuando llegó la comitiva de Arellano, era increíble la prepotencia de todos. Que hasta un subteniente, como Fernández Larios, no saludaba a los superiores. Ni siquiera reconocían grados. De todas las versiones que recibí, tengo algo muy claro: el regimiento se aterró con ellos…

– Las familias de las víctimas han sostenido que la misión de Arellano era dar un ejemplo aterrador de represión para que la izquierda, y la ciudadanía en general, supieran a qué atenerse. ¿No agregaría que lo sucedido también buscó aterrar a los propios militares para obligarlos a ser duros?

– Por supuesto, la misión del general Arellano estaba dirigida para adentro, para la casa. Eso era lo que más interesaba, porque el general Pinochet no sabía qué Ejército estaba mandando, no sabía cuántos eran partidarios de la línea constitucionalista de los generales Schneider y Prats. Tenía que poner a todos en una línea, cualquiera fuera el costo – me aseguró finalmente el mayor Reveco.

  • En enero del 2014, de acuerdo a Radio Bío-Bío, el ministro Leopoldo Llanos confirmó que se habían identificado los restos de Carlos Berger, junto con el de otras  5 víctimas.
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