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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

“El que esté libre de pecado…”

Las ideas debieran ser sometidas al escrutinio de la lógica y la consistencia, de manera independiente a la cualidad o estatura moral de quien las diga. Pero lamentablemente nos hemos mal acostumbrado a aquella práctica tan común en la retórica política, de buscar descalificar a la persona en vez de atacar y desmenuzar el peso específico de sus ideas.

Por Ricardo Baeza
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Ricardo Baeza es Magister en Antropología y Desarrollo U. de Chile y Psicólogo Organizacional UC. Profesor de la Escuela de Psicología y de Masters de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibañez. Director del Diplomado de Gestión de Evaluación y Selección de Personas de la UAI.

En nuestro país quien más quien menos todos hemos sido criados, o al menos influenciados, por una fuerte herencia ética de tradición religiosa cristiana. E indudablemente, aquel aforismo bíblico de “el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra”, se ha constituido casi en un axioma moral, deslegitimando cualquier acto de castigo hacia nuestro prójimo si es que no tenemos nuestra propia conciencia limpia y libre de “pecado”.

Aquella frase, desde el punto de vista moral, nos entrega una profunda enseñanza. Es una invitación a mirarnos a nosotros mismos y a explorar nuestra conciencia en búsqueda de inconsecuencias, malas acciones y todos aquellos errores propios de la imperfecta naturaleza humana. Y descubriendo dichas faltas, que todos tenemos, notaremos que en el fondo poco nos diferenciamos de aquel otro hermano “pecador”, operando así como un llamado a la fraternidad, a la benevolencia y a la conmiseración por aquella debilidad manifestada. En definitiva, todo un compendio de profundidad y trascendencia en una simple y breve frase.

Sin embargo, el hecho de mostrar misericordia o compasión no elimina en absoluto la naturaleza maliciosa de la conducta. Si alguien actúa mal, por más que humanamente nos conmovamos y sintonicemos con su debilidad, las consecuencias de dicho acto seguirán siendo negativas y repercutiendo en el mundo real. Y aunque es cierto que moralmente nadie puede tener la suficiente legitimidad como para erigirse en juez y condenar a su prójimo; en el plano social en cambio existen claras regulaciones de las conductas y todo un sistema judicial en el que hemos depositado la autoridad de poder dictaminar y sentenciar condenas por los daños cometidos.

De allí que en política, la impunidad producto de la lógica del “empate” le hace un flaco favor al orden social. Y no porque los políticos de todos los sectores hayan cometido el mismo tipo de ilícitos el asunto debiera empatarse y echarse tierra sobre ello. Por el contrario, todos los delitos deberían ser investigados y eventualmente condenados por igual. Y resulta más que sospechosa la celeridad con que los senadores de todos los sectores aprobaron la indicación que amplía las sanciones penales a toda aquella persona que revelen información reservada de una investigación judicial; precisamente en medio de un contexto donde las causas más mediáticas son las que afectan al mundo político.

O la impunidad en el caso de la iglesia ante actos de pedofilia por parte de sus miembros. La misericordia pastoral jamás debiera mal entenderse y terminar dando pie al no reconocer, e incluso proteger, una acción delictual. Es decir, lo que es aplicable en el plano de la moral individual no puede trasladarse tal cual al plano de la regulación legal de la sociedad. Menos aún en presencia de delitos tipificados y de absoluta gravedad, cuya impunidad resiente la confianza de la ciudadanía en las instituciones.

Por otra parte, aunque moralmente la frase “el que esté libre de pecado…” resulta profundamente educativa, desde el plano de la convivencia social también puede terminar quedando asociada a una gran falacia, la falacia ad hominem. Esto es, descalificar lo que alguien plantea por el hecho de que la persona que lo dice posea características cuestionables. No se ataca a la consistencia del argumento, no se critica la coherencia inherente de lo planteado; simplemente se descalifica al emisor y con ello asumimos que nada de lo que éste diga puede llegar a ser cierto. Porque pareciera ser que si alguien no está libre de “pecado”, no sólo no es quien como para poder llegar a arrojar alguna piedra, sino que hasta sus condenas parecerían no tener el más mínimo peso.

A diario somos testigos del operar de esta falacia. Un caso concreto y actual es cuando se menosprecia la postura anti ley de despenalización del aborto de las personas autodenominadas “pro-vida”, por considerar que ellos han avalado crímenes de lesa humanidad o por manifestar un actuar insensible hacia los más necesitados; o los que critican a los diputados que están a favor de la ley porque, según ellos, dicen defender los derechos humanos en el mundo entero y en realidad los violan en todas partes. En definitiva, se cuestiona duramente a cada persona que, siguiendo con los aforismos bíblicos, pareciera “ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. Y la discusión se termina centrando en la cualidad moral del que habla en vez de enfocarse en el contenido y argumento de lo hablado.

Las ideas debieran ser sometidas al escrutinio de la lógica y la consistencia, de manera independiente a la cualidad o estatura moral de quien las diga. Pero lamentablemente nos hemos mal acostumbrado a aquella práctica tan común en la retórica política, de buscar descalificar a la persona en vez de atacar y desmenuzar el peso específico de sus ideas. ¿Será que somos tan incapaces de razonar y argumentar que nos resulta más fácil estigmatizar al interlocutor para decidir no prestarle atención y así no tener que escuchar de verdad sus ideas? ¿Estarán suficientemente sustentadas nuestras propias ideas, más allá del plano de la mera creencia personal, y por eso no nos atrevemos a exponerlas al escrutinio del debate y preferimos la estrategia del ataque al interlocutor?

Siguiendo ese camino jamás podremos crear espacios de diálogo y discusión con verdadera altura de miras. Y mucho menos dar paso a un debate absolutamente necesario respecto del tipo de sociedad que debemos construir. Un debate que debiera confrontar variadas visiones de país y donde la diversidad no sólo tenga cabida en el plano de la discusión, sino que también logre ser reconocida e incluida correctamente dentro del marco legal que regula nuestra convivencia.

Las visiones hegemónicas y totalizantes resultan absolutamente anacrónicas en nuestro mundo actual. Y mientras sigamos estigmatizando al otro y tratando de encasillarlo en lo negro o en lo blanco, jamás daremos el paso necesario para construir una sociedad rica, diversa y sana. Nadie está libre de “pecado” pero eso no implica que no debamos condenar lo condenable ni mucho menos restar el derecho a expresión de nadie, por más “historia” que este tenga.

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