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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Confiar no será en vano

¿Hemos olvidado que el gobierno es la más alta expresión de servicialidad? ¿Es acaso el dinero y el poder lo único que mueve al ser humano? Si es este el caso, lamentablemente ningún sistema nos salvará y habremos perdido toda esperanza.

Por Ricardo Sande
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Ricardo Sande es Director ejecutivo ONG Empodera. Consejero político de Chile Vamos. Ex presidente FEUC.

Si las simples palabras bastaran para superar la llamada “crisis de confianza”, hace tiempo que estaríamos hablando de un tema distinto. Sin embargo, la cotidianeidad con la que las filtraciones revelan nuevos escándalos en todo el mundo, nos invita a hacer una reflexión más allá de las críticas antojadizas y simplistas que algunos políticos buscan capitalizar para sus pretensiones partidistas.

El problema que tenemos no es una simple crisis sistémica o de modelo. Un claro ejemplo de esto es la corrupción presente en países de gobiernos estatistas, en donde los gobernantes han utilizado las fallas del capitalismo como excusa para implantar un gobierno que termina cambiando los privilegios de “los más ricos”, por unos mucho más difíciles de extirpar: los privilegios de la clase gobernante, esa que después se vuelve la más rica.

Sin embargo, es evidente que existen malos sistemas, a veces muy permisivos y con sanciones irrisorias para quienes los incumplen, y muchas veces opresores y exageradamente reguladores, que no terminan haciendo nada más que empoderar al burócrata, cuando lo que buscamos en realidad es devolverle el poder a la sociedad. Pero el problema central será que sin importar el sistema que implantemos, el corrupto será corrupto y el honesto será honesto.

Y no es sólo un problema de educación o de incentivos, sino de moral. ¿Hemos olvidado que el gobierno es la más alta expresión de servicialidad? ¿Es acaso el dinero y el poder lo único que mueve al ser humano? Si es este el caso, lamentablemente ningún sistema nos salvará y habremos perdido toda esperanza.

Pero no podemos bajar los brazos. No si queremos una política que haga transformaciones en serio. Una que responda a la legítima protesta de quienes hoy están desesperanzados, de quienes olvidaron cómo se siente confiar en sus autoridades, en sus instituciones, en sus representantes, en su país. De quienes están cansados de ver cómo los partidos políticos secuestran las instituciones y asociaciones intermedias para servir sus fines propios, cambiando así la problemática social por la agenda ideológica.

No estoy diciendo que dejemos de confiar en las personas, sino todo lo contrario: volvamos a pedirles que obren con rectitud en la política, en el trabajo, en la familia y en definitiva en la sociedad. No dejemos de escandalizarnos, no dejemos de sorprendernos, pero más importante aún: no dejemos de organizarnos, de trabajar y de demostrar que podemos ser mejores. La confianza no es gratis, pero estoy convencido que tampoco es en vano.

Pero además de estos cambios, necesitamos fortalecer nuestra institucionalidad con leyes que tengan los incentivos correctos, sanciones claras y justas, una política educacional que no busque implantar una determinada visión de sociedad mediante una falsa concepción de “neutralidad”, sino que busque transmitir los valores necesarios para vivir en sociedad -valores que pueden aterrizarse en proyectos diferentes, pero que sin duda comparten la base de definir lo que está bien y está mal-, y mediante un fortalecimiento de la familia, una pieza irremplazable y fundamental para lograr que no sólo existan leyes y estructuras justas, sino que existan personas honestas dispuestas a cumplirlas.

¿Y los políticos? Necesitamos coherencia. Personas dispuestas a materializar en obras sus aspiraciones. Unos hablan de igualdad y no hacen más que perpetuar privilegios; otros hablan de justicia pero sólo cuando son la parte agraviada; otros piden austeridad fiscal, pero ganan mucho más que cualquier chileno a costa de los impuestos de todos; incluso algunos intentan engañar diciendo que donan su sueldo, cuando en realidad se lo donan a sus mismos partidos u organizaciones afines.

El verdadero motor de la política, y de cualquier actividad en sociedad, somos nosotros: personas y comunidades con ideas y aspiraciones, de carne y hueso, pero con una dimensión trascendente y una inmensa capacidad creadora. Volvamos a creer que somos mejores, a exigir más -pero trabajar el doble- y a desafiar el verdadero status quo: la desconfianza y el merecido desprestigio de quienes usando el pretexto de la política, sirven a sus bolsillos y a su ambición.

Eso sí que sería una revolución.

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