Aylwin
Rodrigo Pablo es Abogado Universidad Católica.
Hijo de una familia de profesionales que comenzaban a surgir en un sociedad enloquecida por el dinero, donde los apellidos bancosos habían reemplazado a los vinosos (Huidobro), durante el período más pobre en lo que a política nacional se refiere, en un país de frágil memoria, pero que en su primer siglo ya había vivido guerras –civiles y con potencias extranjeras-, acuerdos nacionales de gran trascendencia, poderosas transformaciones institucionales y sociales -por vías pacíficas y violentas-, nació Patricio Aylwin Azócar.
Terminaban las décadas del parlamentarismo a la chilena, sistema político criollo que se caracterizó por la inoperancia del gobierno, la corrupción desvergonzada y la desidia de los gobernantes; siendo su mayor aporte a nuestra historia el sándwich “barros luco”. Al frente se habría el Siglo XX, y comenzaba su infancia en un país empobrecido por las crisis económicas del salitre y la internacional del año 30; donde las enfermedades venéreas y el alcoholismo eran graves asuntos de salud pública; golpeado por los quiebres institucionales de los años 20 y los terremotos –dejando el de Chillan más de 30.000 muertos-; donde la pobreza extrema se veía en las calles, y que enfrentaba una feroz crisis moral cuya causa según el “Balance Patriótico” de Huidobro (1925) se encontraba en la falta de alma.
Probablemente la sensación era ¡hay que cambiarlo todo! Lo que de seguro afectó a los jóvenes de la época –y entre ellos al joven Patricio-, haciéndolos –quizás- no advertir la importancia del acuerdo nacional de 1932, que devolvió el orden institucional al país, y el de 1939, que posibilitó a los radicales gobernar en paz, reconstruir la nación e impulsar la economía –lo que no fue posible ni en Francia, donde Blum debió renunciar, ni en España, donde la Guerra Civil costó al país más de un millón de vidas.
El joven abogado –quien ya había escrito “El Juicio Arbitral”, obra hasta el día de hoy insuperada en la materia- debió haber comprendido que estaba llamado a hacer cosas grandes por la patria que lo vio nacer, a cuya gente sin duda amaba. Así comenzó con poco más de 25 años una carrera política que terminaría el día de su muerte. Siendo sin duda un proceso de permanente crecimiento: el Aylwin de los sesenta, convencido de la necesidad de cambios drásticos que permitieran impulsar el desarrollo del país, es uno de los protagonistas de los sucesos que derivaron en el quiebre institucional de 1973; el de los 70 y 80, miembro de la oposición, quien logra unir su partido con sus otrora adversarios en pro de una causa común, y el de los 90, capaz de asumir sus responsabilidades en los hechos pasados, de llamar a la unidad y de reconocer la legitimidad del punto de vista contrario, así como la relatividad del propio. Esta carrera fue expresión de su superación personal y de la superación del país que condujo, que logró concluir el siglo en paz y armonía, en un ambiente de esperanza, superando la pobreza de muchos y dando a las nuevas generaciones posibilidades antes inimaginadas.
Patricio Aylwin parece de otro tiempo; hombre que vivió como pensó -y no pensó como vivió-, respetuoso del prójimo, honesto y de convicciones, es disonante en el ambiente de actual, en que abunda la desconfianza; en que decae el respeto por la persona del opositor, y el populismo y la desidia se toman la Administración del Estado. Por eso, ver las aglomeraciones que se formaban para despedirlo es algo sorprendente e intrigante: en un mundo donde se ha perdido la gratitud, el respeto por las instituciones republicanas y todo lo que se hace debe tener una utilidad ¿Qué lleva a tantos a hacer largas filas para despedirlo?
Quizás solo un acto de gratitud. Tal vez la esperanza de que se levante y ponga orden, y tal como alguna vez logró un gran acuerdo nacional por la democracia, logre uno por la probidad, o tal como reprendió a más de un grupos de interés, denuncie los acuerdos que se logran para enturbiar o impedir investigaciones judiciales. Acaso alguno esperaba que al paso de su féretro ocurriese un suceso milagroso: tal como durante la monarquía francesa, tras una coronación, los enfermos se ponían en el camino del nuevo rey diciendo “Le Roy te touche et Dieu te guerit” –el rey te toca y Dios te sana-, los chilenos infectados por el individualismo y el mal de la desconfianza institucional, se fueran sanando al verlo pasar.
Lo que sí es seguro, es que las manifestaciones de afecto por el presidente difunto, son un llamado a la seriedad y moderación para la vigente y los futuros.