Cristián Labbé y Harry Cohen: ¿hubo antisemitismo en la dictadura chilena?
"La aparición de este componente antisemita entre las prácticas represivas de la dictadura no debiera ser visto como algo particularmente sorpresivo, pues ello es coherente con la identidad política de una parte importante de la derecha chilena, profundamente autoritaria y antidemocrática".
Gustavo Guzmán Castro es Licenciado y magister en Historia de la Universidad de Chile. Actualmente curso un doctorado en Historia en la Universidad de Tel Aviv, con una tesis sobre las actitudes de la derecha chilena hacia los judíos a lo largo del siglo XX. Tengo varios artículos publicados en la materia, así como participaciones en diversos congresos internacionales. Formo parte de la Latin American Jewish Studies Association (LAJSA) y acabo de obtener el Wistrich Prize 2017, destinado a investigadores especialistas en antisemitismo y racismo, otorgado por el Centro Vidal Sassoon de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
A pesar de las innumerables violaciones a los derechos humanos cometidas entre 1973 y fines de los ochenta, la dictadura chilena estuvo libre de antisemitismo. A diferencia del caso argentino, donde los perseguidos políticos de origen judío fueron tratados con particular saña por los agentes represivos del Estado, y donde se calcula que una décima parte del total de detenidos desaparecidos eran judíos, los militares chilenos respetaron los derechos de esta colectividad y evitaron cualquier expresión que pudiera ser considerada antisemita. Los detenidos desaparecidos y ejecutados políticos de origen judío lo fueron en razón de su militancia política y no de su origen étnico o de sus creencias religiosas. Tal fue el caso de los comunistas Ernesto Traubman, Georges Klein Pipper, Carlos Berger y Daniel Silberman y de los miristas Luis Alberto Guendelman, Jorge Müller y Juan Carlos Perelman, asesinados y hechos desaparecer por miembros del Ejército entre septiembre de 1973 y febrero de 1975. Lo mismo cabe decir respecto del comunista Abraham Muskatblit y de los frentistas José Valenzuela Levi y Recaredo Valenzuela Pohorecky, asesinados por la CNI en la segunda mitad de los años ochenta, y del líder frentista Raúl Pellegrin Friedmann, ejecutado por un grupo de carabineros pocos días después del plebiscito de 1988. Todos ellos fueron perseguidos y asesinados a raíz de su militancia política, no de su judeidad.
Esta visión, ampliamente difundida, sólo es desafiada por el caso de Diana Arón. Esta periodista y militante del MIR, que tras la Guerra de los Seis Días (1967) había viajado a Israel para imbuirse del colectivismo de los kibbutzim, fue secuestrada por agentes de la DINA en noviembre de 1974, mientras caminaba por Avenida Ossa rumbo a casa de unos amigos. Tras resistirse a la captura, fue baleada por la espalda y llevada a Villa Grimaldi, donde fue torturada brutalmente por el brigadier (r) Miguel Krassnoff Martchenko y luego hecha desaparecer. De acuerdo al testimonio del “Guatón” Romo, Krassnoff acuchilló a Diana Aron en el vientre, causándole una fuerte hemorragia y la pérdida del feto que esperaba, y al salir de la sala donde la torturaba, con las manos ensangrentadas, exclamó “además de marxista, la conchesumadre es judía, ¡hay que matarla!”. Por su secuestro, tortura y posterior desaparición, el juez Alejandro Solís condenó a Krassnoff a 15 años de cárcel.
Según Ángel Kreiman, Gran Rabino de Chile durante los años setenta y ochenta, y conocido entre las víctimas de violaciones a los Derechos Humanos por su participación en el Comité Pro Paz y sus vínculos con la Vicaría de la Solidaridad, “la Junta en general y Pinochet en especial, eran exacerbadamente cautelosos con no ser confundidos con antisemitas y así es que tuvieron especial trato con hacer aparecer desaparecidos judíos o facilitar la salida de presos políticos judíos”. Las principales motivaciones de Pinochet, en este sentido, habrían sido evitar conflictos con el gobierno estadounidense y con importantes organizaciones judías asentadas en ese país, y mantener relaciones cordiales con la colectividad chilena, de la que formaban parte importantes hombres de negocios.
Sin embargo, el reciente fallo de la Corte de Apelaciones de Temuco, que procesa al coronel (r) Cristián Labbé en calidad de autor del delito de aplicación de tormentos en contra de Harry Cohen Vera y otras tres personas, invita a reconsiderar una parte de nuestro conocimiento histórico sobre la dictadura y plantea nuevas interrogantes sobre la represión de personas judías.
Según el ministro instructor, Álvaro Mesa Latorre, en el contexto de la “Operación Peineta” que el Ejército llevó a cabo en la precordillera valdiviana a fines de 1973 en busca de opositores al régimen, un grupo de hombres fue torturado por el entonces capitán Labbé en la escuela de Panguipulli, habilitada como centro de detención. Entre ellos se encontraba Harry Cohen Vera, quien a pesar de no tener militancia política y de ser detenido en medio de una visita familiar, fue interrogado y sometido a tormentos por miembros del Ejército. Según se ha acreditado, mientras Labbé torturaba a Cohen con descargas eléctricas, se burlaba persistentemente de su origen judío.
Para quienes siguen de cerca los procesos judiciales por violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura, el procesamiento de Labbé por torturas en contra de Harry Cohen no es una sorpresa. En el pasado ya ha sido vinculado a casos similares, siendo procesado por asociación ilícita en una de las investigaciones judiciales sobre torturas en el regimiento Tejas Verdes. Lo que resulta novedoso es la aparición de este componente antisemita, que cuestiona la narrativa predominante respecto de la actitud de la derecha hacia los judíos durante la dictadura. Y la cuestiona porque durante las últimas décadas Labbé no fue una figura situada en los márgenes de una extrema derecha ni tampoco alguien cercano a círculos abiertamente antisemitas (como los aglutinados en torno a Miguel Serrano) sino que, por el contrario, fue un fiel representante del establishment político de la derecha y de la “familia militar”. Su desempeño como ministro Secretario General de Gobierno de Pinochet y como alcalde de una de las comunas más emblemáticas del país en representación de la UDI, dan fe de ello. Paradójicamente, como parte de ese establishment y alcalde de Providencia, fue invitado a participar en más de una ocasión de la ceremonia de encendido de velas de Janucá en el Parque de las Esculturas, oportunidades en las que declaró su amistad con el pueblo judío.
Como me señalara uno de los entrevistados para mi tesis doctoral, la aparición de este componente antisemita entre las prácticas represivas de la dictadura no debiera ser visto como algo particularmente sorpresivo, pues ello es coherente con la identidad política de una parte importante de la derecha chilena, profundamente autoritaria y antidemocrática. Esa parte de la derecha, que de tanto en tanto figura públicamente por su defensa de Pinochet o por relativizar las violaciones a los Derechos Humanos ocurridas durante “el gobierno militar”, es la que se ve encarnada en la figura del coronel (r) Labbé. En tal sentido, no está demás recordar que en noviembre de 2011 éste organizó un controvertido homenaje a su amigo Miguel Krassnoff en el Club Providencia, homenaje que le costó su carrera política, que puso en jaque al gobierno de Sebastián Piñera y que dividió aguas al interior de la derecha, entre un sector de inclinación democrática y otro irreductiblemente pinochetista.
El caso Labbé-Cohen está lejos de ser una simple anécdota dentro la historia de la dictadura cívico-militar. En mi opinión, este episodio pone de manifiesto la importancia de profundizar nuestro conocimiento histórico sobre las actitudes de la derecha chilena hacia los judíos durante el siglo XX. Dependiendo de los actores en juego (conservadores, liberales, fascistas, militares, curas, empresarios) y del momento histórico en cuestión (los años treinta, cuando miles de judíos migraron a Chile huyendo del nazismo; los sesenta, cuando el genocida alemán Walter Rauff fue detenido en Punta Arenas, abriéndose un proceso de extradición; o los años de dictadura, por mencionar los más significativos), tales actitudes variaron entre la hostilidad, la indiferencia, la cautela y el respeto. Y en todo momento, ellas dejaron entrever cuestiones identitarias más profundas, vinculadas al compromiso de esos actores con la democracia.