Biología de género
Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo
Es el año 2017 y hay un bus color naranja que anda dando vueltas por el centro de Santiago, la capital de mi país. En uno de sus lados se lee en grandes letras blancas: “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen”. Abajo de esa consigna, en letras negras y un poco más pequeñas dice: “Si naces hombre, eres hombre. Si naces mujer seguirás siéndolo”. Al otro lado del bus, entre otras frases, se puede leer: “En educación, ¡biología, no ideología de género!”. Sus creadores lo denominan “el bus de la libertad”, aunque también ha sido apodado el bus del odio. Las organizaciones activistas de la diversidad sexual han dicho que se trata de una agresión violenta, los partidarios de la intervención han dicho que se trata de una campaña para defender a sus familias de un Estado que busca pervertirlos sexualmente y tiene por horizonte de largo plazo normalizar la pederastia y la zoofilia.
Dicen tener la evidencia científica de su parte, aunque no han desarrollado mucho esa idea y la verdad es que las consignas del bus no son precisamente exactas. Las entrevistas que han concedido a la prensa muestran que estas personas están convencidas de que la ciencia entiende el sexo como un atributo genético-cromosómico cuya máxima e inequívoca expresión se encuentra en la presencia de determinados órganos sexuales. Es decir, cualquier duda respecto de la identidad de una persona debería poder resolverse simplemente mirando si tiene pene o vulva y fijándose en el cariotipo. Para ellos, todo el resto de la diversidad de experiencias de identidad sexual y roles de género serían ideológicas, serían construcciones culturales que se niegan a entender ese hecho básico de que el sexo es simplemente cromosomas y genitales.
Todos fuimos mujeres.
Hay algunas contradicciones muy interesantes en las tesis científicas de los partidarios del bus. Por ejemplo, si ellos creen, igual que yo, que la vida de todo individuo humano comienza en el momento en que es capaz de organizarse de forma autónoma, es decir inmediatamente después de la fecundación o muy cerca de ese momento, ¿cuál es su sexo?. Ese individuo de especie humana aún no tiene genitales, por supuesto. ¿Su sexo está ya definido por la dotación de cromosomas sexuales? Alguien podría decir que sí, que en la intimidad del núcleo de sus pocas células ya está definido como XX o XY. Pero se equivoca rotundamente. Porque a esas alturas y por varias semanas, todos los embriones humanos se comportarán fisiológicamente de la misma manera y se desarrollarán como hembras de especie humana. Será necesario que se expresen los genes del sistema SRY para que comience a orquestarse un proceso activo de diferenciación masculina que transforme los tejidos en los genitales y gónadas de macho. Aunque el embrión sea XY, si el sistema SRY no se expresa ese embrión se desarrollará como una mujer perfectamente sana y normal. Más aún, incluso si el sistema SRY se expresa de manera perfectamente típica, hay todavía muchísimas causas por las cuales ese embrión puede ser completamente insensible al estímulo masculinizante e igualmente terminar desarrollándose como mujer. Algunas de estas condiciones se agrupan bajo el síndrome de insensibilidad androgénica.
Las implicancias de este hecho biológico son contundentes: el sexo no puede ser predicho a partir de un atributo cromosómico o genético en particular, y la genitalidad no es una consecuencia lineal de algo así como un pre-sexo determinista, sino que emerge durante el desarrollo embrionario.
De paso, nos muestra que hay una diversidad de configuraciones, donde un hombre puede tener genotipo XX (si por ejemplo el gen SRY traslocó al cromosoma X de su padre durante una división celular) o una mujer XY (si carece del gen SRY o tiene alguna forma de insensibilidad a los andrógenos). Es evidente aquí que la identidad de los seres humanos no puede ser reducida a la binariedad XX o XY, sobre todo en honor al inmenso número de personas que viven con condiciones genéticas de Turner (cariotipo X0) y Klinefelter (cariotipo XXY), para quienes el discurso de reducción a la configuración cromosómica debe resultar especialmente violento.
El género no es el material con el que se hace la ropa.
Las ideas de la femineidad y de la masculinidad no se reducen, por supuesto, al sexo. Tienen que ver con cómo un determinado individuo se percibe a si mismo de cara a los roles que la sociedad atribuye como femeninos y masculinos. Si bien históricamente esos roles han tenido como punto de partida la observación de las diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres, difícilmente puedan ser atribuidos solamente a sus determinantes biológicos. Antes bien, son consecuencia de la historia de relación entre sexos, la división del trabajo, la adecuación del comportamiento, el uso de la fuerza, el cuidado de las crías, y esa historia sigue transformando nuestra definición de esos roles de forma inagotable. Hoy ningún hombre y ninguna mujer debiera tener dificultades para reconocer que en su comportamiento conviven rasgos clásicamente atribuidos a lo femenino y lo masculino.
La ciencia no tiene muy claro por qué a pesar de que las definiciones son ciertamente flexibles, los rasgos masculinos predominan en hombres, y los rasgos femeninos predominan en mujeres. O, dicho de otro modo, por qué los comportamientos de hombres y mujeres tienden a converger hacia identificaciones tan claramente estereotipadas. No hay hasta ahora un marco conceptual que permita unificar las ideas que tienen sobre el género las distintas disciplinas que lo han estudiado en forma sistemática. Mientras la psicología lo trata como un fenómeno esencialmente intra-psíquico de identificación simbólica, la sociología lo trata como un fenómeno de procesamiento de información proveniente de los determinantes culturales. La entrada de las neurociencias en este campo ha mostrado algunos resultados interesantes: por ejemplo, diferencias anatómicas y funcionales significativas en el área preóptica medial entre individuos con predominio de rasgos masculinos y femeninos, independiente de su sexo. Pero por la naturaleza de estos estudios es imposible saber si esas diferencias en el cerebro son la causa de las diferencias de comportamiento e identidad, o son una consecuencia de una cierta manera de comportarse.
Para la ciencia, el género ciertamente existe como fenómeno, y de hecho es fuente de varias preguntas nada de triviales. En ellas se juega, por ejemplo, nuestra capacidad de comprender a quienes no se identifican con ningún género o se identifican explícitamente con la ambigüedad. Y el que crea que ese fenómeno tiene algo de nuevo y de ideológico, tendría que saber que en Nepal, Pakistán, India y Bangladesh los Hijras existen desde muy antiguo, y recientemente han adquirido el estatuto legal de tercer sexo. Entender el modo como se relacionan sexo biológico e identidad de género es extremadamente importante. Sin conocimiento sistemático y profundo sobre esa materia no seremos capaces de comprender de dónde viene la tensión entre cuerpo e identidad que hace a algunos necesitar modificar su apariencia, sus genitales, su nombre y las hormonas que circulan por sus venas para sentirse genuinamente ellos mismos. Simplemente dudar que lo necesitan, eso sí sería ideológico.
Sexualidad en blanco y negro.
Cuando alguien siente la necesidad de salir al espacio público a decir algo como “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen”, significa que siente severamente amenazada la comprensión de la sexualidad humana como algo estrictamente genital.
Primero, porque que los niños tengan pene y las niñas vulva es, en principio, una obviedad, algo que normalmente no habría por qué salir a decir. Pero también porque es obvio que la historia no acaba ahí. Y no es solo que el sexo biológico sea algo mucho más complejo que penes y vulvas, o cromosomas X e Y. No es solo que la dimensión de identificación con un género (o con la ambigüedad, o con la negación) sea extremadamente relevante. Es también la orientación sexual: hacia qué individuos nos sentimos atraídos sexualmente. Y esta atracción no está determinada ciertamente por el sexo biológico ni por la identidad de género, sino por el constitutivo deseo de intimidad sexual con un cierto tipo de otro. Se puede ser una mujer con fuertes rasgos de comportamiento masculino y absolutamente heterosexual, se puede ser un hombre homosexual sin ningún amaneramiento. Si esto se tratara solamente de nuestros cuerpos no debería haber mayor diferencia entre una pareja heterosexual y una pareja de transexuales lésbicos. En ambos casos se trata de un hombre y una mujer que se aman, ¿por qué tendría distinto valor moral si cada uno de ellos se identifica con el sexo opuesto y se siente sexualmente atraído por quien considera de su mismo sexo? He ahí una moral cargada ideológicamente y una sexualidad en blanco y negro.
Si el clamor del bus es por la libertad de educar a nuestros hijos en la evidencia científica, en la verdad de la convicción, en la autodeterminación más allá de toda presión ideológica, sería conveniente que sus organizadores supieran que están brutalmente equivocados.
Que no se dejen engañar.