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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Eduardo Artés, el izquierdista hecho a la medida de la derecha

"Es la personificación más pura de aquellos radicales a los que les conviene que todo esté tal cual está, ya que si algo cambia, lo concreto es que su rebeldía no se sostiene más".

Por Francisco Méndez
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Francisco Méndez es Columnista.

Eduardo Artés habla como si fuera la cabeza de un gran movimiento social. Dice representar la voluntad popular sin entender muy bien cuáles son las necesidades y aspiraciones de quienes él pareciera creer que están tras suyo. Si bien su discurso lo hace sonar muy revolucionario y radical, también lo muestra ante nuestros ojos como un caricaturesco personaje que intenta contarnos qué es la “verdadera izquierda”.

Cuando le preguntan sobre su programa de gobierno, Artés vuelve a recurrir al manoseado pueblo, señalando que hará lo que este mandate, afirmación que no sólo nos motiva a preguntarnos cómo lo hará, sino que también viene a ratificarnos que no tiene idea de lo que habla. ¿Lo digo porque considere que lo popular no es relevante para llevar a cabo un gobierno de izquierda? No, lo señalo porque parece importante recalcar que alguien que dice querer llevar a la acción ciertas medidas, debería entender a qué pueblo se refiere; es decir, debería dejar de lado la teoría para así comprender lo que significa la posibilidad de llevarla a la práctica.

Es cierto, Artés no ocupará La Moneda nunca. Cierto también es que el pueblo no lo apoya, ya que muy pocas personas saben realmente de su existencia. Pero esa realidad no debería evitar que nos hagamos cuestionamientos sobre la imagen que este profesor de enseñanza básica intenta mostrar sobre lo que es la izquierda. Porque su supuesta claridad teórica, esa que esconde tras su nulo conocimiento de la política real y sus consecuencias, no es más que el resultado de una triste confusión de conceptos que solamente es beneficiosa para ese sistema que dice combatir.

Artés no es más que eso. No es ninguna amenaza para quienes él considera sus adversarios. Al contrario, es un gran alivio para ellos. Los lleva a darse cuenta que esa izquierda a la que tanto le temen en sus sueños no es más que una simple caricatura funcional a sus intereses y al relato neoliberal. Porque, ¿el ciudadano medio -se preguntan- preferirá los ilusos sueños de un trasnochado revolucionario o seguirá comprando en “cómodas” cuotas la realidad que ellos construyeron? Por eso, cuando ven a este hombre en los medios desplegando sus afirmaciones efectistas, respiran tranquilos. Incluso ríen y hasta juegan a apoyarlo, como quien dice adherir a las divertidas brutalidades de un personaje televisivo.

Eso es lo que representa este hombre que no sólo se hace llamar revolucionario, sino también patriota. Es la creación perfecta para que la izquierda no pueda nunca manifestarse de manera real y llevar a cabo un proyecto de emancipación sin antes pedirle permiso a la derecha. Pero también debería ser el impulso más claro para que en el progresismo se consolide la intención de construir un programa inteligente y que pueda pelear de igual a igual con el oficialismo mental dominado por una sola manera de ver el desarrollo de la sociedad.

Si se quiere construir algo que realmente pueda significar en el futuro la materialización de una victoria ideológica, lo más aconsejable es que nuestra izquierda haga todo lo contrario de lo que Artés propone y hasta encuentra justo. Más aún: sería realmente importante ahondar en las diferencias que se tienen con su discurso. Y esto no lo digo con la excusa de levantar un “progresismo moderno” que, por lo general, termina rindiéndose a los pies de la imaginaria derecha liberal, sino para evitar todo tipo de distracciones que desvíen la atención de los objetivos a alcanzar en una sociedad democrática. Porque eso es también Artés: una distracción parlanchina que intenta reivindicar a una rama de la izquierda que nunca funcionó porque realmente nunca quiso lograr nada.

El último candidato en aparecer en el escenario escenifica el triunfo de lo que él dice odiar. Es la personificación más pura de aquellos radicales a los que les conviene que todo esté tal cual está, ya que si algo cambia, lo concreto es que su rebeldía no se sostiene más. Por eso es el izquierdista a la medida de la derecha. Es lo más divertido que le ha sucedido al pensamiento imperante.

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