La medicalización de la ley de identidad de género
"Recordemos que hasta hace poco los tratados psiquiátricos consignaban el ser mujer y tener aspiraciones políticas como un trastorno mental".
Joaquín Gaete Silva es Profesor de la Escuela de Psicología UAI y director de la Sociedad Chilena de Psicología Clínica.
En reiteradas ocasiones, la presidenta de la UDI ha venido apelando a un argumento extremadamente controversial, y que de prosperar podría tener consecuencias nefastas para muchos niños y adolescentes chilenos. Una cosa es un argumento científico, y otra cosa es ocupar una retórica científica para hacer un argumento pseudocientífico. La senadora ha señalado que habría estudios internacionales que mostrarían que entre un 50 y 85% de personas con “disforia de género” durante la niñez, dejarían de padecer dicha condición al llegar a la adultez. Por tanto, si se diera la opción de cambiar de género con autorización de los padres a un menor de edad — sigue el argumento – se corre el riesgo de impedir el “¿celebrable?” logro de que hasta un 85% de los que presentan este trastorno mental “mejoran”.
El argumento es controversial primero que nada porque “disforia de género” no existía hace cinco años atrás, y todo parece indicar que dejará de existir próximamente. Efectivamente, el término “disforia de género” apareció en la 5ª edición del principal manual de diagnóstico psiquiátrico de la Asociación Americana de Psiquiatría, conocido por cualquier profesional de salud mental por sus siglas en inglés como DSM-V. En la versión anterior del manual (DSM-IV), en lugar de disforia de género aparecía una categoría denominada “trastorno de la identidad de género”. El cambio en esta última versión se realizó para reconocer que la identidad trans, o la no coincidencia entre sexo biológico e identidad no era en sí una patología. Lo que sí podría ser patología, según el DSM-5, sería cuando esta no coincidencia causa “malestar individual” – dando como resultado una “disforia de género”.
Esta historia de la categoría es relevante si miramos lo que pasó no hace mucho tiempo con una controversia similar en relación con la categoría “homosexualidad”, en el mismo manual DSM. En 1952, la homosexualidad apareció en la primera versión del manual (DSM-I) clasificada como “trastorno mental”. En 1973, la segunda edición (DSM-II) consideró como patología sólo a la homosexualidad que causaba “malestar individual” (técnicamente: “homosexualidad egodistónica”). Es decir – y de modo similar a lo que ocurre con la identidad trans hoy – la orientación sexual en sí misma dejó de considerarse una patología o trastorno mental. Resulta interesante consignar además que en 1988 (luego de revisar la 3ª versión del DSM), la homosexualidad se eliminó completamente del listado, al entender que el “malestar individual” era un reflejo de la intolerancia cultural más que de un trastorno mental individual.
Del mismo modo, y por razones similares, es muy probable que pronto la categoría “disforia de género” deje también de estar en el listado de trastornos mentales del DSM. Ello porque el “malestar” no es consustancial a la identidad “trans”. El malestar es más bien el resultado de una cultura que no reconoce y discrimina a personas que no se conforman a normas de género preferidas por algunos sectores socio-políticos (y socio-sanitarios).
La solución a la ley de identidad de género no pasa por suponer que salirse de una norma dominante es un tipo de enfermedad. Eso sería medicalizar inapropiadamente a nuestros niños y a nuestra convivencia con ellos. Recordemos que hasta hace poco los tratados psiquiátricos consignaban el ser mujer y tener aspiraciones políticas como un trastorno mental. Si hubiera estudios de aquella época corroborando que hasta el 85% mujeres dejaron de tener ideas tan locas, ¿lo celebraríamos? ¿lo llamaríamos terapia?