Alfie Evans: ¿cuándo es justo dejar morir?
La sola idea de estar obligados a desconectar del soporte vital a un hijo moribundo hiela la espalda y hace apretar los dientes.
Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo
El sábado en la noche murió en Liverpool un pequeño niño llamado Alfie, después de 18 meses internado en cuidados intensivos y luego de un intenso debate en que la justicia autorizó al equipo médico para desconectarlo de todo medio invasivo de soporte vital para darle solamente cuidados paliativos. El hecho causó manifestaciones afuera del hospital, acoso y violencia contra el equipo médico, mediación del Papa Francisco, ofertas para trasladarlo a Italia y Alemania, críticas al sistema público de salud británico, opiniones respecto a la muerte digna y una discusión bioética muy acalorada. Pero sobre todo, nos causó impacto y dolor a todos los padres y madres que conocimos y seguimos su historia.
La sola idea de estar obligados a desconectar del soporte vital a un hijo moribundo hiela la espalda y hace apretar los dientes. La impotencia de sus padres ha sido la impotencia de todos nosotros. Pero, por eso mismo, no es justo que el caso sea leído superficialmente y se convierta en una controversia de farándula. Casos como el de esta familia nos tienen que interrogar hasta el fondo de nuestra vocación de padres y cuidadores y, de algún modo, prepararnos para las grandes preguntas de ética médica que la humanidad tendrá que enfrentar cada vez más seguido: ¿hasta cuándo?
Permítanme contar la historia desde el principio.
En mayo del 2016, Tom y Kate fueron padres jóvenes. Apenas tenían 18 y 19 años cuando nació el pequeño Alfie Evans, sano y sonriente. Unos meses después, empezaron a notar algunos retrasos en el desarrollo e incluso la pérdida de algunas funciones que hasta ahora parecían haberse desarrollado normalmente. A los 6 meses, el estancamiento de su desarrollo cerebral era evidente y en noviembre le realizaron el primer escáner que hizo explícita la incertidumbre y trajo preocupación a la vida de los jóvenes padres: encontraron defectos en la maduración y una inexplicable reducción en la actividad en ciertas zonas del cerebro, sin que estas anomalías calzaran exactamente con ninguna enfermedad conocida.
Los médicos sugirieron que podría tratarse de una enfermedad mitocondrial o hiperglicinemia no cetósica, y esas palabras fueron largamente rumiadas por Tom y Kate. No lograban que hicieran sentido, no les decían nada. Se fueron a casa con el corazón encogido.
Un mes después, una infección viral con fiebre y tos precipitó las primeras convulsiones de Alfie y sus padres lo llevaron de urgencia al Hospital Alder Hey de Liverpool, uno de los centros de salud más importantes de Inglaterra en epilepsia infantil y unidad semi-autónoma del NHS, el servicio nacional de salud del Reino Unido. Esos dos primeros días, la salud de Alfie se deterioró mucho. Tenía serias dificultades respiratorias, tuvo varias crisis convulsivas a pesar de los tratamientos suministrados y un paro cardíaco del que lograron rescatarlo.
Cuando entró a ciudados intensivos, sus padres aún tenían la esperanza de que atendido por excelentes médicos, su hijo tendría buenas posibilidades de recuperación. Pero para que ello ocurriera faltaba un paso clave: primero debían tener un diagnóstico.
Alfie luchó durante las siguientes semanas contra una infección pulmonar y logró recuperarse, pero su estado neurológico no mejoró. No respondía a estímulos visuales, auditivos ni tactiles. Sus únicas respuestas a estímulos dolorosos eran reflejos y los médicos pudieron confirmar, mediante electroencefalografías, que cada vez que Alfie parecía moverse o responder a estímulos externos, en realidad estaba teniendo una convulsión epiléptica. Para mediados de enero sus pupilas no mostraban respuesta alguna, salvo a cambios transitorios de luz y casi todo rastro de actividad encefalográfica había desaparecido. Solo quedaban las convulsiones. Pero no había diagnóstico y eso hacía inconcebible para Tom y Kate aceptar que probablemente la encefalopatía que sufría su hijo no tenía vuelta. No iban a dejar que el Hospital se rindiera. Así que se instruyó que una experta en neurología pediátrica de University College London evaluara toda la historia clínica y viajara a Liverpool para ver a Alfie personalmente.
Después que la Dra. Judith Cross visitó a Alfie a mediados del 2017, estudió sus exámenes y tuvo a la vista tres resonancias magnéticas de su cerebro, concluyó que había una inequívoca degeneración muy agresiva de algunas de las partes más importantes del cerebro, incluyendo corteza y tálamo. Seguramente Alfie sufría de una enfermedad metabólica, probablemente un defecto mitocondrial, que había destruido su tejido cerebral casi por completo y ese proceso tenía como consecuencia las convulsiones. No era epilepsia, le explicó a los papás, y aunque lograran detener las convulsiones nada iba a mejorar, primero porque las convulsiones no eran la causa del daño, era algo más profundo e imparable; pero también porque no había un cerebro que restaurar. El daño ya era absoluto. La única pregunta pertinente era cómo terminaba todo esto para el pequeño Alfie.
No ha habido en esta historia otra opinión. Todos los médicos que evaluaron al pequeño hijo de los Evans coinciden en que su condición neurodegenerativa era completamente irrecuperable y fatal. Que esa neurodegeneración era la causa de las convulsiones y que no era concebible otro tratamiento que no fuese brindarle los cuidados paliativos que necesitaba para morir con la dignidad que todo ser humano merece. La mayor preocupación a estas alturas eran las convulsiones y el hecho de que si Alfie pudiese experimentar alguna sensación, aunque fuese difusa y disociada, fuera dolor e incomodidad durante las convulsiones. El resto del tiempo, estaba comatoso, aislado de forma permanente en una presencia sin experiencia, probablemente incapaz de elaborar toda actividad neurológica que no fuera convulsiva, en un estado que los expertos italianos del hospital Bambino Gesù llamaron semi-vegetativo.
Para entonces, el equipo médico ya había decidido discutir formalmente con los padres la posibilidad de poner fin al tratamiento y dejar que Alfie muriera con cuidados paliativos. No es que el equipo quisiera desconectarlo. Al contrario, como todo médico, estaban obligados a cuestionarse permanentemente, en virtud del juramento que hacen al graduarse, si el tratamiento ofrecido cumplía con la premisa de ofrecer alivio y no dañar.
Esa es posiblemente la pregunta más difícil del quehacer médico: ¿es justo que persista en un tratamiento del que mi paciente no tendrá ningún beneficio posible?, ¿hasta dónde es lícita la prolongación artificial de la vida cuando extiende una situación sufrimiento?, ¿cuándo es el momento de poner fin a un tratamiento para evitar lo que la medicina ha llamado “ensañamiento terapéutico”?, ¿cuándo es justo simplemente dejar morir en paz, en vez de seguir peleando por la sobrevida?, ¿bajo qué condiciones de cuidado y apoyo?
Por parte de los padres, por supuesto, es aún peor. La presencia del cuerpo tibio y vivo de un ser amado, independiente de sus condiciones de dependencia de aparatos de soporte vital, hace absolutamente contraintuitivo desconectarlo. Es imposible no luchar por mantenerlo presente, abrazar una esperanza por remota que sea, por absolutamente imposible, incluso. Así que los padres se negaron a desconectarlo y a todo plan que significara permitir la muerte de Alfie.
Los médicos alegaron que mantener el tratamiento no iba en interés del niño. Que mantenerlo vivo no es por sí mismo un beneficio, en la medida que ese estado no es de autonomía fisiológica, no es un proceso coordinado por el cuerpo del paciente, sino un artefacto del uso de toda clase de máquinas sobre las que él simplemente se mantiene suspendido. Más aún, temían que cada convulsión prolongara un sufrimiento absolutamente innecesario e incluso degradante. Pero los padres mantenían la esperanza de que Alfie reaccionara, que de algún modo algo se les hubiera pasado a los médicos y su cerebro se recuperara en virtud de su flexibilidad de niño pequeño y de las muchas oraciones de todos los que acompañaban a la familia.
El hospital Alder Hey llevó el caso a la justicia. Si las personas que tienen obligación de cuidado de un paciente, aquí los padres y los médicos, tienen una controversia irreconciliable respecto a qué curso de acción va en mayor interés de la persona, no hay otra salida que someterse al arbitrio del sistema de justicia. Un fiscal reunió expertos, evidencia y los padres tuvieron la oportunidad de argumentar su caso, presentar pruebas, argumentos, expectativas.
Cuando los Evans pidieron ayuda, el Dr. Nikolaus Haas de un centro de medicina intensiva en Alemania les ofreció un lugar donde trasladarlo. Haas coincidía en el pronóstico fatal e irreversible, pero creía que los padres tenían todo el derecho a llevarse a su hijo a otro lado para mantenerlo con vida y quizás seguir estudiando su enfermedad, aunque no fuera posible salvarlo a él. El hospital infantil Bambino Gesú en la ciudad del Vaticano, también le ofreció la posibilidad de trasladarlo ahí. Tom se reunió con el Papa Francisco, quien inició una mediación para tratar de facilitar el traslado y mantener a Alfie con vida, esperando junto a los padres nada menos que un milagro. El gobierno italiano le otorgó ciudadanía a Alfie Evans, pidiendo a las autoridades británicas facilitar el traslado. El Dr. Hübner puso a su dispisición una aeroambulancia y un plan de traslado.
En febrero de este año el juez Hayden emitió un fallo que resuelve la controversia con una delicadeza y un respeto extraordinario por la posición de los padres. Determinó que el curso de acción que mejor cautelaba el bienestar de Alfie Evans era terminar los cuidados intensivos y el soporte vital invasivo y brindarle cuidados paliativos en un lugar que fuera cómodo para él y sus padres, para que muriera tranquilo. También expresa preocupación por el modo en que el Dr. Haas parece usar el caso para amplificar una agenda y discurso propios, y decepción por cómo el Dr. Hübner de la aeroambulancia visitó encubierto al paciente para evaluarlo superficialmente sin comunicar sus intenciones al equipo médico y propuso un plan de traslado absolutamente improvisado —por ejemplo, planteó mantenerlo con terapia anticonvulsionante para evitar que tuviera crisis durante el vuelo, pero indicó un fármaco que ya había sido probado como ineficaz e inseguro en Alfie al principio de su hospitalización. El juez además indicó que aunque el gobierno italiano le diera la ciudadanía, Alfie Evans era un ciudadano e inequívocamente residente británico, y que la acción de nacionalizarlo italiano no podía pretender interferir con un dictamen de la justicia local ni con el deber de garante de cuidado que el Reino Unido tenía sobre él.
Los padres apelaron a toda instancia superior posible, incluyendo la corte de Derechos Humanos, y en todas las instancias los jueces rechazaron sus recursos, respaldando al tribunal: mantener a Alfie en cuidados intensivos o intentar trasladarlo no era compatible con su mayor interés y bienestar.
Tom y Kate estaban destrozados, pero solo pidieron a la gente que los apoyaba que rezaran por Alfie y por ellos. Pero el debate había subido de temperatura. Manifestantes se agolpaban afuera del hospital de niños gritando consignas y defendiendo el derecho preferencial de los padres a decidir el destino de su hijo. El equipo médico sufrió acoso en las redes sociales y un grupo de manifestantes intentó entrar por la fuerza al hospital. Sí, a un hospital donde hay otros niños gravemente enfermos y también moribundos.
Grupos libertarios aparecieron en la prensa diciendo que “eso es lo que pasa cuando dejas la salud en manos del Estado” y en Estados Unidos se usó esa frase para respaldar la necesidad de autonomía en el porte de armas y autodefensa de la intromisión excesiva de los gobiernos. El periódico británico The Guardian publicó una columna titulada “Los padres de Alfie necesitaban ayuda. Y en vez de eso vinieron los buitres”.
Pero esta controversia está muy lejos de ser entre los padres y el Estado. Más bien es una controversia entre el equipo médico y los padres, en circunstancias de que ambas partes tienen obligación ética y legal de resguardar el bienestar del niño. Por supuesto, si no están de acuerdo en el curso de acción es razonable que el sistema de justicia arbitre oyendo los argumentos de ambas partes y representando el interés del paciente.
A muchos les parece obvio que los padres tengamos la obligación preferente en el cuidado de los hijos. Es decir, que el deber de decidir su mayor bien recaiga en nosotros salvo dolo o incapacidad demostrada. Pero eso no puede ser confundido con una especie de derecho propietario, donde los hijos nos pertenecen y tenemos el derecho de imponer siempre nuestros criterios respecto a su mayor bien, incluso si lo hacemos con la mejor de las intenciones. Y por una razón muy simple: a veces los padres nos equivocamos y en virtud de nuestro deseo del mayor bien para nuestros hijos, necesitamos un contrapeso que los proteja de nuestros errores, puntos ciegos y sesgos.
Y acaso ante el fin de la vida es donde nuestra toma de decisiones está más desafiada por toda clase de sesgos afectivos y puntos ciegos argumentales, por nuestra dificultad de entender algunos fenómenos biológicos o por el dolor brutal de estar enfrentados a la muerte de quien más amamos.
Pero también por otra razón: nuestros hijos no son solo nuestros. Los cuidamos y amamos para que sean ellos mismos, para que descubran su lugar en el mundo, para que desafíen a la sociedad con sus aportes y con sus necesidades, para que den y exijan como quieran y puedan. Y al hacer eso, al cuidarlos y ayudarlos a crecer, la sociedad se reproduce en nosotros. No son solo nuestros genes, nuestra cultura familiar y nuestros cuerpos que se prolongan en ellos. Es la humanidad la que se reproduce en nosotros y se prolonga en nuestros hijos. Y es de ahí de dónde provienen nuestras obligaciones éticas con todos y cada uno de los humanos: todo lo que le pasa a cada humano le pasa a la humanidad. Ese otro siempre pude ser yo, de algún modo siempre he sido yo.
Como padre, creo que era absolutamente imposible pedirle imparcialidad y racionalidad a Tom y Kate. Yo creo que mi reacción habría sido muy similar. Me hubiese aferrado al cuerpo del hijo y habría peleado como ellos para protegerlo. Pero también quiero pensar que siempre habrá un juez Hayden capaz de distinguir entre mis emociones y esperanzas radicales, y la realidad de lo que Alfie necesitaba. Y sobre todo, alguien capaz de identificar lo que Alfie Evans ya no necesitaba más.
Alfie Evans no necesitaba ni merecía más convulsiones, sobre todo si le producían dolor. Ciertamente no necesitaba morir durante el vuelo en ambulancia, ni en un lugar lejos de su casa. No necesitaba más prensa, ni manifestantes atacando el hospital. No necesitaba eutanasia, tampoco. Necesitaba cuidados que le garantizaran estar cómodo, digno y acompañado por sus padres al momento de morir.
A veces es difícil reconocer a ese otro y sus necesidades. Nos cuesta ver al humano autónomo en el vientre materno cuando todavía no tiene un cerebro formado, nos cuesta dejar de verlo en el cuerpo tibio del paciente adulto cuyo cerebro ya no funciona. Nos cuesta distinguir dónde empieza y dónde termina. Distinguir el sustrato de sus funciones, distinguir el cuerpo de la vida.
En tiempos en que muchas de los sistemas biológicos que le dan unidad a nuestro cuerpo pueden ser reemplazados por máquinas, se requiere mucha sabiduría para distinguir el punto de no retorno, para distinguir a un humano autónomo, para reconocer la disipación del individuo, para nombrar la muerte.
Cuando Alfie murió a las 02:30 del sábado, después de más de 4 días respirando por sí mismo, recibiendo cuidados paliativos y acompañado por sus heroicos padres, nos dejó preguntas que no podemos evadir: Una es si seremos capaces de reconocer el momento en que es justo dejar morir en paz, incluso si podemos extender más el funcionamiento del cuerpo de un ser querido. La otra es quién queremos que cargue con el honor y la responsabilidad de tomar esa decisión. Quién tendrá la responsabilidad de ofrecernos el último cuidado.
Ahora tenemos que responder.