"La Sagrada Familia", por Santiago Maco
Nada peor que levantarse demasiado temprano. El cielo oscuro y mi marido y mi perro roncando. Esto es el infierno, pienso. Vernos dormir debe ser algo paranormal. Tres pobres almas (me incluyo, porque claro, también ronco a destajo) purgando quizás qué clase de pecados del día anterior en un ritual de ojos dados vuelta y apneas que si duraran un poco más, amaneceríamos muertos. La cosa es que hay que trabajar.
Nada peor que levantarse demasiado temprano. El cielo oscuro y mi marido y mi perro roncando. Esto es el infierno, pienso. Vernos dormir debe ser algo paranormal. Tres pobres almas (me incluyo, porque claro, también ronco a destajo) purgando quizás qué clase de pecados del día anterior en un ritual de ojos dados vuelta y apneas que si duraran un poco más, amaneceríamos muertos. La cosa es que hay que trabajar.
La citación es a las 5.30 de la madrugada. Hoy filmamos un comercial para la campaña de útiles escolares de una multitienda y, como siempre en día de rodaje, hay que aprovechar los rayos de sol al máximo. El guión se trata de la típica familia chilena de clase media que se levanta temprano para tomar desayuno juntos, armar las mochilas y pasar a dejar a los niños al colegio. Aquí es donde comienza la magia del cine y las mentiras de la publicidad.
Primera locación: la casa. Y no cualquiera. Una hermosa villa sin rejas y con un pórtico en la fachada. ¿Dónde? En Las Brisas de Chicureo. “No es muy de clase media, pero ya sabes”, me dice Laura, la directora de arte. Lo sé. “Espérate a ver el casting”, le respondo.
La mamá de la familia es una modelo sueca de 25 años y 1,75 de estatura. El papá es un argentino colorín, el hijo adolescente parece surfista australiano y la guagua es albina. “Así es cómo se ven los chilenos”, le digo. Somos un país de morenos en la calle y rubios en la tele. Una completa distorsión entre nuestra autoimagen y la imagen social. El Estado debería subsidiar el Blondor.
La publicidad es aspiracional y la realidad importa un comino. Esta familia lo demuestra. Una mamá arrancada de Vogue, con 25 años y un hijo de 14. Significa que lo tuvo a los 11. Aunque eso sí que es bien chileno: el embarazo adolescente.
Me pregunto si algún día veremos en la tele a una familia de gays roncando con su perro. O a la mamá soltera que despierta a su hija sola por las mañanas y apenas le da tiempo para llegar a la hora al trabajo, a la abuela que cuida al nieto, o a la jueza lesbiana y su mujer.
Si el problema es la forma, que los pongan rubios. Pero el problema es otro. La única familia institucionalmente aceptada es la sagrada familia. La María, el José y el Jesulín. Pero ahora también la Matilde, el Pedrito, la Andreita, el Pascual y la Antonia. Porque un solo hijo no basta y ya es casi una herejía.
El presidente de Renovación Nacional dijo hace un par de días a la prensa que el Acuerdo de Vida en Común de Allamand “se parece mucho al matrimonio homosexual y nosotros no estamos a favor de eso, sino que de la familia”. Esa frase lo ejemplifica todo.
Los homosexuales no forman una familia. Mi novio Manolo, para este señor, es un roomate. Poco importa que yo lo ame, que él haya viajado desde España para estar conmigo, que me cuide cuando estoy enfermo, que vayamos al sicólogo para superar nuestras diferencias, que nos levantemos juntos todas las mañanas desde hace cinco años o que compartamos nuestra apnea. Para gente como Carlos Larraín y muchos otros, nunca seremos familia. Las verdaderas compran útiles escolares y están en la tele.
SOBRE EL AUTOR: Santiago Maco es un publicista gay de 30 años, trabaja en Santiago en una de las agencias más importantes del mundo. Fue a un colegio católico/británico y durante dos años vivió en Italia, mientras estudiaba arte. No deja de ser conservador: ha tenido sólo dos relaciones largas en su vida y ahora lleva cinco años de noviazgo con Manuel, un catalán.