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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

La nefasta consecuencia de Patricia Maldonado

"Su figura es lo suficientemente pesada ideológicamente como para poder soportar las dimensiones de su violencia en cada lugar en el que está presente".

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Francisco Méndez es Columnista.

Luego de que el actor Alejandro Goic decidiera no estar presente cuando Patricia Maldonado desplegaba su show televisivo en el matinal Mucho Gusto de Mega, muchas reacciones han surgido al respecto. Mientras muchos han felicitado la acción de Goic, otros han sugerido que lo suyo no tiene nada de heroico, ya que habría salido escapando de la cantante.

Lo cierto es que no salió corriendo ni le temió a Maldonado. Lo que pasó realmente fue que le parecía sumamente necesario no validar su espectáculo, por lo que no podía hacer como si nada pasara mientras ella se paseaba. Y es que con Patricia nunca no pasa nada. Su figura es lo suficientemente pesada ideológicamente como para poder soportar las dimensiones de su violencia en cada lugar en el que está presente.

Pero eso a ella parece no importarle. Le encanta mostrar su desparpajo pinochetista en toda discusión, en toda conversación acerca del tema, escondiéndose en la tan manoseada “libre expresión”, para contarnos que avalar el aniquilamiento del otro es algo así como una forma de pensar que debe ser respetada. Y lo concreto es que no. En una democracia las palabras de Patricia Maldonado son una ofensa al solo intento de construir un contrato social en el que queden claras ciertas normas básicas de convivencia.

Lamentablemente, todavía hay gente que no lo entiende. Por eso es que existen bastantes que se apresuran a celebrar la “consecuencia” del rostro farandulero, como si eso fuera un valor en sí; como si no cambiar la idea acerca de una masacre y los motivos para llevarla a cabo, fuera admirable por la cantidad de años que se lleva insistiendo en un punto.

Esto no es solamente responsabilidad de quienes aplauden a Maldonado. Es también culpa de una centroizquierda que no quiso ni supo enfrentarse al pinochetismo más aguerrido y desactivarlo. A comienzos de los años noventa, en cambio, quisieron hacerlo desaparecer de la televisión, logrando invisibilizar así su discurso y olvidándose de la fuerza que toma lo que no es resuelto cuando se lo intenta negar.

¿Qué debió hacerse? Según creo, lo fundamental era realizar un trabajo político para que el pinochetismo dejara de hacerle sentido a parte de la población. Era primordial hacer entender a las nuevas generaciones que nada, absolutamente nada, puede ser motivo para usar al Estado como una máquina de exterminio. Pero no se hizo. Se prefirió construir un relato democrático que diera por hechas cosas que no lo estaban, floreando nuestra realidad con gestos que zanjaban estéticamente la discusión que no se quería dar.

Esto lo digo porque Patricia Maldonado, desde que volvió a la televisión hace varios años, ha sido el más claro ejemplo de la impunidad verbal de la que algunos han disfrutado. Sus arranques fascistoides en pantalla han recibido el curioso nombre de “actos de lealtad” con una figura que masacró cualquier vestigio de convivencia democrática.

Pero tal vez lo que estamos viviendo sea más necesario de lo que creemos. Tener en un matinal a la Maldonado nos recuerda que las interminables falencias de esa transición, que terminó en rendición, no solo naturalizaron un sistema político y económico impuesto en dictadura, sino que también subvaloraron la apología que algunos hacían de la violenta y sangrienta forma en que fue implementado.

La nefasta consecuencia de Patricia Maldonado no es algo para enorgullecerse; es, por el contrario, algo que nos debería sonrojar a todos por igual.

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