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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Un Presidente que no respeta nada

"Y eso nos demostró Piñera: que la institucionalidad la considera una extensión suya y de sus más ridículos caprichos, por lo que el resto no importa, ni vale la pena respetarlo".

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Francisco Méndez es Columnista.

Ahí estaba Sebastián Piñera junto a Donald Trump. Mientras el mandatario norteamericano hacía como si le importara la reunión, Piñera sonreía como niño chico, feliz de estar en la Casa Blanca una vez más, aunque en esta ocasión se encontrara con uno de los presidentes de Estados Unidos más cuestionados de la historia. Eso le daba lo mismo. Y hasta le agregaba un vértigo especial al encuentro.

En el momento en que estaban dando declaraciones a la prensa, Trump le pidió al mandamás de La Moneda que mostrara el regalo que le había hecho en privado, a lo que Piñera, con una sonrisa que daba a entender que sabía que estaba haciendo algo equivocado, mostró una bandera norteamericana con una pequeña bandera chilena en el centro. Así, como siempre que va a Washington, dejó a la República que representa como una anécdota, porque prefirió dar rienda suelta a sus gustitos personales por sobre los intereses de la nación que lo eligió como primera autoridad. ¿O acaso no recuerdan cuando se sentó en la silla de Barack Obama en el Despacho Oval?

Trump sonrió cuando volvió a ver la peculiar bandera, ahora con las cámaras enfocándolos. Mal que mal, Piñera era un presidente de un pequeño país que no conoce, y que no le importa para nada conocer, haciendo lo que los mandatarios de esos países, por lo general, hacen: rendirse ante una potencia mundial y, en esta oportunidad, ante el jefe de Estado gringo que vino a hacer “América grande nuevamente”. Por lo que no había nada por qué extrañarse, solo mirarlo y celebrarlo como quien celebra las gracias de un menor de edad que se impresiona cuando conoce personas o cosas que vio por televisión.

Eso era nuestro representante en la Casa Blanca. No era la voz de un Estado independiente, ni menos la de un pueblo que iba a enfrentarse con uno de los líderes mundiales más cuestionados y problemáticos de las últimas décadas. No había tiempo para decirle un par de cosas, ni para dejar en claro ciertas posiciones de nuestro país, porque primero estaba él y sus jugueteos, sus eternas “salidas de protocolo”, las que nos muestran no solo sus serios problemas emocionales, sino también que no sabe relacionarse con los símbolos, con las mínimas normas de diplomacia que debe cumplir debido a su cargo. Y tal vez lo más triste es que no estuvo frente a Roosevelt, Kennedy u Obama, sino que a un personaje que ha hecho de su gobierno una eterna ruptura de normas de convivencia mundial y que, sin embargo, se comportó más seriamente que él.

Los principales medios nacionales toman estos episodios con humor, los celebran y los consideran parte de la curiosa personalidad de Piñera. Algunos comentan estos hechos sonriendo y diciendo que “así es el Presidente”, como si jugar y gobernar fueran la misma cosa; como si pasar por encima de una comunidad de ciudadanos y su imagen internacional, con tal de caerle bien a alguien, o a algo tan grande como es la representación de Estados Unidos en el mundo, fuera una actitud que se le puede permitir a un líder. Porque mientras no sea una persona de izquierda, o cercana al mundo progresista, la que haga algo así, el tema no importa. Es solo una brutalidad, de suma gravedad, que es mejor dejar pasar.

¿La razón? Simple: porque, aunque podríamos seguir interminablemente buscando razones en la personalidad de Piñera, lo cierto es que no podemos olvidar que él es parte de un sector que considera que los símbolos patrios son suyos; que todo lo que conlleva el manejo de un país, las ceremonias y la comprensión de ciertas “formas”, es algo que en la derecha consideran parte de ellos, de lo que son, de lo que construyeron muchos de sus antepasados.

Por lo tanto, no sienten que tengan que respetar su propia creación, su invención, su relato patrio, el que siempre sirve para llamar a otros antipatriotas, sobre todo cuando no están de acuerdo con sus intereses personales. Y eso nos demostró Piñera: que la institucionalidad la considera una extensión suya y de sus más ridículos caprichos, por lo que el resto no importa, ni vale la pena respetarlo.

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