Valor Compartido: el lado gris de la inclusión de la comunidad en la cadena de valor
Si aspiramos en serio a generar valor compartido para comunidades y empresas productivas, es indispensable modificar las prácticas habituales y abrirse al “co diseño” de los programas para llegar al resultado esperado.
Ximena Abogabir es Miembro del Directorio Fundación Casa de la Paz, interesada en diálogos generativos, construcción de acuerdos y empatía. Ashoka Fellow.
Una de las constataciones de la modernidad es que la “bala de plata” no existe y que en todas las soluciones para los problemas de hoy tienen un lado oscuro. Ocurre con las energías renovables no convencionales, la agricultura orgánica… y también con el valor compartido.
Esta propuesta proveniente de los académicos de la U. de Harvard –Michael Porter y Marc Kramer- propone incorporar a la comunidad local en la cadena de valor, invitando a las empresas a sumarse a los Gobiernos y la sociedad civil en la solución de los graves problemas sociales, aportando innovación en su plan de negocios.
La generación de valor compartido también busca identificar las oportunidades de contratación de productos y servicios entre las personas que reciben impactos negativos, como fórmula para permitir que también se beneficien de los potenciales impactos positivos. Pero, si ello no se realiza con cuidado, puede desembocar en un gran pecado social: la aculturación y división de la comunidad.
Cuando un grupo humano vive generación tras generación en una misma localidad, suele desarrollar un estilo de vida acorde a su cosmovisión y una forma de convivencia que le permite adoptar acuerdos participativos. Cuando aparecen las grandes empresas -mayoritariamente las preocupadas por este tema son grandes- y comienzan a relacionarse con los actores locales, pueden adoptar una postura arrogante: acá venimos los “modernos” a ayudar a ustedes los “atrasado” a ser más parecidos a nosotros. Posiblemente sin la intención de hacerlo, desvalorizan la cultura reinante y parten de la base que el acceso a trabajo y a productos y servicios, generará una actitud de aprobación al nuevo proyecto.
Pero, ello no necesariamente es así. Para los lugareños, aprender a relacionarse con las grandes compañías y sus estándares, significa un gran cambio en la percepción del rol productivo, que además puede implicar un abandono de de roles tradicionales ligados con el cultivo de la tierra. A menudo son los varones jóvenes quienes se sienten más atraídos por la posibilidad de incorporarse a la nueva cultura, abandonando y a veces desdeñando los saberes, creencias y tradiciones de sus mayores. Incluso puede surgir una división en la comunidad, entre los que lo lograron (y ven aumentados sus ingresos) y quienes no quisieron o no pudieron y permanecen en una situación igual o peor que antes.
¿Es posible conciliar lo mejor de ambos mundos? A juicio de Kramer, es esencial asumir y gestionar desde un inicio la potencial aculturación y división de las comunidades como un riesgo. Cuando la compañía recluta a trabajadores locales, debe incluir el valor de su cultura en las capacitaciones, particularmente en educación y salud. También puede instalar capacidades de liderazgo entre los futuros empleados y potenciar su compromiso con la comunidad, explicitando la aspiración a que su relación con la empresa no los aleje de sus pares, sino que devenga en una oportunidad de impulsar un proceso de desarrollo local con pertinencia cultural. Además puede invitarlos a convertirse en agentes de comunicación y “traducción” entre comunidades y empresa, por ejemplo, organizando monitoreos participativos, dada su comprensión de asuntos técnicos y de la cultura ancestral.
Impulsar procesos de desarrollo con pertinencia cultural es complejo y sus frutos tardan en madurar. Si aspiramos en serio a generar valor compartido para comunidades y empresas productivas, es indispensable modificar las prácticas habituales y abrirse al “co diseño” de los programas para llegar al resultado esperado. De lo contrario, el concepto de “valor compartido” puede pasar a la historia como otra herramienta para manipular la voluntad de las comunidades.