Deseo de comunidad
Yo no quiero decidir, no quisiera defender mi derecho a matar aunque parezca una opción legítima. No quiero una educación mejor que la de mis vecinos, ni un sistema de salud al que no puedan acceder los otros niños del barrio. Por supuesto, estoy dispuesto a que no estemos de acuerdo, a que conversemos los casos uno a uno, ponderemos las diferencias, estoy disponible para que lleguemos a un acuerdo mirándonos a la cara, a la vieja usanza.
Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo
1. La comunidad existe aunque algunos teóricos la nieguen. Zygmunt Bauman argumenta que no es más que un concepto que inventamos para demandar seguridad en nombre de nadie en particular, un modo de lidiar con un entorno hostil que siempre nos excede en fuerza. Cuando los sociólogos encuentran dificultades para describir las propiedades de una comunidad tienden a aceptar su inexistencia, aunque no son pocos los fenómenos que fallamos en describir no por un problema de imposibilidad sino de método: lo vivo y lo humano, por ejemplo. Pero existen.
La experiencia comunitaria, por otra parte, es algo que todos hemos tenido. Hemos experimentado que nuestro destino está tejido con el de otros que reconocemos como pares en la diversidad, con quienes cada uno de nosotros se relaciona cotidianamente en mutua dependencia. No es la experiencia de la sociedad o de la cultura en su conjunto, con todas sus posibilidades y divergencias, sino una experiencia local, un devenir compartido y unos pocos códigos solo comprensibles en este contexto. Irreductible a una lista de atributos operacionales en el sentido analítico, nuestra comunidad está definida más bien por su modo de organización: es un sistema dinámico que se materializa con diferentes estructuras (dependiendo de la sociedad en que se verifica, de las condiciones de urbanización o ruralidad, de las características sociodemográficas de sus miembros, etc.) pero siempre a una escala que permite y quizás exige el encuentro cara a cara y por lo tanto el vínculo personal. Digamos que la comunidad es un grupo de hombres, mujeres y niños que comparte una historia y un espacio a escala humana; es decir, convive en un tiempo que permite construir y evocar memorias colectivas y en una distancia que recorrida cotidianamente le pone en contacto con los otros, de modo que cada uno de ellos se vuelva relevante para la historia que comparten.
Mi hija Esperanza baja al patio y se encuentra con otros niños, Raquel y José, Simón, Mila, José Pedro, en la noche se acuerda siempre de ellos. Va a comprar con su abuela, habla con una cajera del supermercado que quizás mañana sea distinta, no conoce su nombre, y se asoma así al borde de la comunidad. En la tarde sale con nosotros a saludar a un amigo de cumpleaños y comparte con los que viven en esa casa, los conoce, y si nos seguimos reuniendo varias veces se habitúa a sus nombres y sus historias. Va de visita el jueves donde sus bisabuelos. Vamos cohabitando así nuestras memorias juntos, nuestros procesos vitales, haciéndonos mutuamente necesarios para jugar, pasear, conversar y más o menos amar. Cada vez que alguno de la comunidad se vaya lejos o se muera, la nostalgia hará patente la historia que compartimos. No me digan que no es así como vivimos o hemos vivido.
2. Pero de un tiempo a esta parte no es fácil: hay lugares donde los niños no salen de sus casas, no se ven con los amigos del colegio en otros espacios que no sean la sala de clases, comunicados por personal contratado para mediar entre ellos, y la comunidad queda segregada a encuentros temáticos, insuficientes para recordarse, para necesitarse. De a poco se disipan los códigos y con ello las confianzas, el otro no es ya sino un ajeno cuya muerte prácticamente no dolerá, cuyo destino nada tiene que ver conmigo, no hay corresponsabilidad en un proyecto de historia compartida, más aún, experimento que la presencia del otro me limita, compite conmigo por los recursos escasos. Después de un tiempo reivindico mi libertad como el más importante de los valores.
Habrá quienes hayan soñado el liberalismo desde siempre y no es a ellos a quienes les hablo en esta columna. Me impresionan los que ayer soñaron proyectos colectivos, estuvieron dispuestos a renunciar a sus riquezas heredadas (las tierras, los privilegios) en favor de la justicia, miro a los que idearon un modo de control comunitario de los medios de producción para que pertenecieran a todos, sigo atento a los que el domingo abrazaban creencias religiosas comunitaristas y solidarias. Ahora muchos de ellos mismos aparecen en la prensa persiguiendo beneficios para ellos y sus grupos, defraudando al Estado, consiguiendo financiamientos truchos para salir electos en cargos públicos, defendiendo la bandera del decidir sin condiciones, marchando por determinar sus propios destinos sin que nadie tenga por qué meterse en si viven o mueren, si eligen el aborto o el heroismo, incluso los veo exigiendo el derecho a pagar por una vida mejor que la del vecino. ¿Habrá sido el toque de queda?, ¿las inmensas torres de departamentos de 20 metros cuadrados?, ¿quizás el miedo, la vergüenza y la gula nos cagó o éramos así desde antes?, ¿habrá sido envidia al ver el enriquecimiento de los primeros que renunciaron a la comunidad?, ¿es un impulso por salvarse solos?
Yo no quiero decidir, no quisiera defender mi derecho a matar aunque parezca una opción legítima. No quiero una educación mejor que la de mis vecinos, ni un sistema de salud al que no puedan acceder los otros niños del barrio. Por supuesto, estoy dispuesto a que no estemos de acuerdo, a que conversemos los casos uno a uno, ponderemos las diferencias, estoy disponible para que lleguemos a un acuerdo mirándonos a la cara, a la vieja usanza. No gritando convicciones inmóviles, sino arriesgando todo en la genuina deliberación pública. Pero no quiero nada para mí solo, o para mi grupito; quiero todo para todos, para que no me de vergüenza mirarlos a la cara después. Estoy dispuesto a necesitarlos y a que me necesiten, a tejer mi destino al de mi comunidad.
Y estoy seguro que muchos de ustedes también lo añoran, capaz que en esos días cuando amanecemos de buenas, tenemos un poco de tiempo y caminamos por la calle saludando, deseando que todos sean felices, y comparten este mismo y urgente deseo de comunidad.
Los he visto.