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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Los obreros, las chicas pobres y el acoso callejero

En las calles chilenas, tener auto propio es un privilegio que te puede zafar de un “agarrón” o de la sensación de inseguridad que da caminar sola y de noche, por temor a un ataque sexual. En las calles y en los medios chilenos, tener capital económico y cultural te zafa de ser caricaturizado de agresor, porque pareciera que los únicos que silban, tocan la bocina, gritan frases sexuales o hacen sonidos salivosos al oído son hombres pobres que trabajan en la construcción.

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Arelis Uribe es Periodista de la Usach, autora del libro de cuentos "Quiltras" y "Que explote todo". Ex directora de comunicaciones del Observatorio Contra el Acoso Callejero de Chile.

Hay, al menos, dos formas de cruzar el acoso sexual callejero con la variable de clase. O socioeconómica, si usted quiere. O desde la perspectiva de los más “vulnerables”, si le gustan los eufemismos. O con pobreza, como prefiero decir yo.

Una, cuando se apunta a los trabajadores de la construcción como los únicos portadores del folclórico “piropo” y cuando pensamos en las mujeres jóvenes que viven segregación territorial y no les queda otra que atravesar –desde muy pequeñas– toda la capital en transporte público para hacer su vida.

Sobre el primero, hay una serie de mitos dolorosos. Sobre el segundo, poco se habla.

Cuando los medios empezaron a abordar el acoso sexual callejero, caían en un reduccionismo ridículo y triste, que simplificaba todo el problema al plantearlo como sinónimo de “piropo”. Entonces un reportero del matinal de Canal 13 iba a La Vega y le pedía a los feriantes que se mandaran su mejor y más creativo “piropo” para la Tonkita. Entonces el canal vecino enviaba a un periodista junto a una guapa meteoróloga –rebajada de su rango profesional a mera mujer florero– a la faena de un edificio, para lucirla y que los obreros hicieran lo que mejor saben hacer.

La imagen me conduce de inmediato al post de un blog, que se refería al Observatorio Contra el Acoso Callejero como un grupo de niñitas ñuñoínas, cuyo fin era patalear contra los obreros que las perturban con sus “piropos”. Pienso tantas respuestas posibles y todas desde la pena y la indignación. Primero, duele la pereza. Es tan fácil entrar al sitio web del OCAC Chile y revisar información. Ahí aparece todo. Ahí aparece que el acoso sexual callejero es un tipo de violencia y como tal se manifiesta en matices, desde una mirada lasciva hasta una tocación. Ahí aparecen los testimonios de adolescentes perseguidas por tipos que se masturbaban y luego eyacularon sobre ellas. Ahí se lee la historia de una chica que le dijo a un tipo que no quería su “piropo” y en respuesta recibió amenazas. Ahí está el relato de un hombre que, cuando tenía seis años, recibió comentarios sobre su trasero que le hicieron sentir asco de su propio cuerpo.

He repetido tanto esto que ya me cansa decirlo: el “piropo” es parte del acoso sexual callejero, pero el acoso sexual callejero no se puede reducir sólo al “piropo”.

Luego, duele la lesiva relación entre el acoso sexual callejero y los obreros de la construcción. Nuestra organización jamás ha establecido ese vínculo. Nunca. La reproducción de ese mito proviene de algunos medios irresponsables, que se basan en imaginarios errados que estigmatizan a un grupo de nuestra sociedad. El machismo no es patrimonio de la clase trabajadora, es una dolorosa realidad que se vive hasta en “las mejores familias”. Se vive acoso sexual callejero en Diez de Julio y se vive también en Sanhattan. La violencia hacia la mujer se viste de violencia económica cuando él le corta la tarjeta de crédito a ella. El machismo está en el Congreso y en la empresa y en la dirigencia sindical, cuando la mayoría de los cargos de toma de decisiones recaen una y otra vez en manos masculinas, cuando es noticioso y novedoso que haya una primera mujer presidenta, una primera mujer dirigiendo TVN, una primera mujer liderando la CUT.

En este escenario, los trabajadores de la construcción no son víctimas, han aprendido una lógica cultural que avala que el cuerpo de una mujer en el espacio público sea tratado como público, y por lo tanto puedan aludir a su sonrisa, a su forma de caminar, a su existir. Pero no nos perdamos. Los obreros no son los únicos, no están solos en sus tradiciones heredadas, están bien acompañados por sus pares de apellidos pomposos. Ya basta de caricaturizar el machismo como si fuera propio de los pobres. Basta de concentrar todos los vicios de la sociedad sólo en ellos.

Vuelvo a la nota y su “OCAC Chile es un club de ñuñoínas agotadas de los “piropos” de los obreros”. Ya no sé si estas frases son cizaña o ignorancia. En OCAC Chile trabajan varones y mujeres, provenientes de diversos orígenes. Pienso en una chica del área de estudios que vive en Valpo y en otra del equipo jurídico que vive en Valdivia. Pienso en el coordinador de Estudios, que nació en Italia. Pienso en mí, que me pasé la adolescencia entera entre el paradero 20 y el 18 de Gran Avenida. Pienso que el origen territorial no debiera ser condicionante para que la sociedad civil se organice. ¿Y qué si fuéramos de Ñuñoa? Cuando no hay argumentos sólidos para atacar se caen en aberraciones sin sentido.

Esta alusión a la comuna de origen, eso sí, abre una segunda reflexión, que cruza desde otra perspectiva la pobreza y el acoso sexual callejero. Porque lo que probablemente sí diferencia a una chica de Ñuñoa de la que vive después del límite de Américo Vespucio es la segregación territorial. La pobreza es una variable de vulnerabilidad cuando hablamos de acoso sexual callejero. Los terrenos más baratos son los más lejanos del centro de la ciudad, entonces la gente con menos plata pasa varias horas arriba del transporte público para ir a trabajar o estudiar. No es igual atravesar toda la ciudad para ir al liceo o al instituto o a la universidad haciéndolo apretujada en metro que en el auto familiar. No es igual ir a un carrete y volver a la casa en la 210 que en taxi. Las chicas pobres están más expuestas al acoso sexual callejero, porque viven el espacio público de forma diferente.

En las calles chilenas, tener auto propio es un privilegio que te puede zafar de un “agarrón” o de la sensación de inseguridad que da caminar sola y de noche, por temor a un ataque sexual. En las calles y en los medios chilenos, tener capital económico y cultural te zafa de ser caricaturizado de agresor, porque pareciera que los únicos que silban, tocan la bocina, gritan frases sexuales o hacen sonidos salivosos al oído son hombres pobres que trabajan en la construcción.

Es como si todos los caminos llevasen a lo mismo. No importa de qué estemos hablando, siempre será abrumador lo que pasa cuando a cualquier problema se le suma la dimensión clasista, la situación de pobreza y la inequidad salarial. El acoso sexual callejero es un problema complejo por sí solo, qué terrible que se vuelva tan doloroso, tan segregador, cuando se cruza con nuestra historia de discriminación económica y de país desigual.

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