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18 de Noviembre de 2010

El Gran Armario (o cómo salir de él), por Santiago Maco

Estoy sentado en la recepción de la agencia Kingston & Fairchild, la tercera más grande del mundo. Una afeitada impecable, dos Leones de Plata en mi portafolio y un montón de ideas nuevas en la cabeza. A pesar de eso, soy tan estúpido que no dejo de pensar: ¿Cómo cresta se los digo? A los 30 años, alguien como yo debería tener el discurso armado. “Buenos días, me llamo Santiago Maco y soy homosexual”.

 

Por Redacción
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Estoy sentado en la recepción de la agencia Kingston & Fairchild, la tercera más grande del mundo. Una afeitada impecable, dos Leones de Plata en mi portafolio y un montón de ideas nuevas en la cabeza. A pesar de eso, soy tan estúpido que no dejo de pensar: ¿Cómo cresta se los digo? A los 30 años, alguien como yo debería tener el discurso armado. “Buenos días, me llamo Santiago Maco y soy homosexual”.

 

Terrible, parece que perteneciera a una ONG pro derechos. “Hola, soy maricón”. Tampoco, es muy pronto para automariconearme. Ya habrá tiempo para eso. La cosa es que no entiendo por qué a esta altura de mi vida, éste sigue siendo un tema. Mi familia lo sabe, mis vecinos, hasta mi perro. Pero uno igual se pone nervioso. Sobre todo porque cuando se llega a un nuevo trabajo, siempre surgen las típicas preguntitas impertinentes en que asumen que eres heterosexual: “¿Tienes polola? ¿Estái casado?”.

 

Nunca sé bien qué responder y me dan ganas de preguntar de vuelta: “¿Eres virgen? ¿Cuándo fue la última vez que tuviste un orgasmo?”. A ver si se dejan con el cuestionario. En fin, mientras espero sentado en esta chaise lounge de Kuramata, me pregunto si la recepcionista con visos del infierno lo sabrá. Mejor no cruzo las piernas. ¿Cómo los psicólogos tarados de Recursos Humanos no te sacan bien el rollo en los tests o en la entrevista personal? Así sería mucho más fácil. “Equipo, les informo que Santiago Maco es gay”.

 

Listo, se acabó el problema y ahora la pelota está del lado de ellos. Pero no. De nada sirve haber pasado dos horas mirando manchas, combinando colores o relacionando conceptos. Recuerdo que en una de las pruebas me pidieron que dibujara a un hombre (o sea, a mí mismo), bajo la lluvia. Le puse una boina escocesa y un trench Burberry. Un look de maricón hecho y derecho. Estuve a punto de dibujarle lunares al paragua, pero hubiera sido demasiado. Bueno, no tengo claro si un test es suficiente para conocer la condición sexual de una persona.

 

Lo que tengo claro es que perdí la oportunidad de explicitar todo cuando el sicólogo me preguntó si estaba casado. “No –le dije-, pero tengo pareja hace cuatro años”. ¿Pareja? De tenis, de tango, de ajedrez. “Hace cinco años que estoy en una relación con uno muñeco inflable”, hubiera sido una respuesta mucho mejor. Nada peor que decir “pareja”. Un ser etéreo, sin cara y sin genitales.

 

Mi novio, Manuel (a quien después de cinco años viviendo juntos, llamaré marido), me mata si se entera que lo negué como Pedro a Jesús. La verdad es que no lo negué, sólo lo omití. Que es igual, pero no es lo mismo. Son las nueve en punto. La recepcionista me dice que tome el ascensor hasta el décimo piso. Dos, tres, cuatro… ¿Cómo cresta se los digo?   

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