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21 de Enero de 2011

"Invasores", por Francisco Ortega

Fue hace poco, en una entrevista que nos hicieron (junto a Álvaro Bisama, Mike Wilson y Jorge Baradit) a raíz de la edición de "CHIL3: Relación del Reyno 1495-2210", esa falta de respeto ucrónica, paranoica y psico-histórica que sacamos con Ediciones B (perdón por el ego) en noviembre pasado.

Por Redacción
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Fue hace poco, en una entrevista que nos hicieron (junto a Álvaro Bisama, Mike Wilson y Jorge Baradit) a raíz de la edición de “CHIL3: Relación del Reyno 1495-2210”, esa falta de respeto ucrónica, paranoica y psico-histórica que sacamos con Ediciones B (perdón por el ego) en noviembre pasado. Entre todas las preguntas disparadas por el periodista, hubo una que nos dejó a todos marcando ocupado: “¿tiene que ver esto que están haciendo con el detalle de que todos ustedes son de provincia (salvo Mike que es gringo, pero en ese caso también cabe como foráneo)?”.

 

Conocía al entrevistador así que le devolví la pregunta: “tú también eres de provincia”.  Nadie respondió, a lo más sonreímos y levantamos los hombros, así no más era la cosa, ninguna de las personas que estábamos alrededor de esa mesa habíamos nacido o crecido en Santiago, no sabíamos de colegios ni de grupos establecidos, Rochet y Otto Kraus eran comerciales de juguetes inalcanzables, Pipiripao una idea desconocida y Fantasilandia se nos confundía con Disneylandia; bueno, casi.

 

El tema siempre me ha dado vueltas, lo he conversado con cercanos; con mi ex mujer, que también era de provincia (y con quien no tener a “nadie más” siempre fue tema); con mi almohada, qué se yo. Y uno recuerda, junta piezas de la memoria, que finalmente no es más que ficción acomodaba a lo funcional de una vida.

 

1994, acababa de llegar de Victoria, arrendaba departamento con un amigo y dos desconocidos y los lunes en la tarde participaba de un taller literario, dirigido por un ilustre escritor-premio Planeta donde se tomaba pisco sour y se hablaba de muchas cosas. Una vez, leí un cuento ambientado en Nueva York, la reacción fue rara, no porque el cuento fuera malo (lo era), sino porque a todos les parecía “sorprendente” lo fiel de la descripción neoyorquina hecha por alguien que recién había salido del sur de Chile.

 

“¿En serio no has viajado fuera de Chile?”, me preguntaban. Yo sonreía y en el fondo pensaba que eran una manga de tarados, incapaces de describir un lugar donde nunca habían estado pero que en el fondo (por la TV, las películas o los libros) todos conocíamos, como Nueva York. Y me sentí bien, bacán o groso incluso; al ego hay que darle cereales de cuando en vez.

 

Ser de un pueblo de mierda no era tan malo después de todo, tenía sus ventajas, crear la mitología personal y privada para empezar. No quiero sonar pedante (sé que así será) pero de las diez personas más inteligentes y capaces que conozco, nueve son de provincia. Es más, cuando se lo comenté a un amigo santiaguino, arrugó el ceño y me dijo, “es que ustedes son una invasión”.

 

Exacto y siempre lo hemos sido. Los provincianos no somos foráneos, ni inmigrantes, somos invasores; desde que mapuches y campesinos empezaron a salir de las zonas rurales para tomar posesión de los suburbios santiaguinos, infectando a la capital con lo único que podía despertarla: gente con hambre. Rasguen sus párpados, esta ciudad no fue construida por sus habitantes, sino por quienes han venido invadiendo, poseyendo y reclamando como propio lo que debía ser de otros.

 

Santiago es una gigantesca toma, la armaron y la levantaron, con puño e intelecto, quienes arribaron desde el sur y el norte, los afuerinos. A ellos, a nosotros nos pertenecen calles y avenidas, es la ley del más fuerte, mientras los santiaguinos dormían en sus laureles, cómodamente adormecidos, los invasores lo conquistaron todo. Puro capitalismo natural, pirámide alimenticia, la biología es de derecha; así como existen depredadores hay también herbívoros e insectívoros.

 

La invasión nos convirtió en carnívoros, individuos que debíamos sobrevivir, arreglándonos solos en la selva de cemento, la falsa ciudad de la furia, para alcanzar un lugar que nada ni nadie nos iba a arrebatar. No es gratis que cuando llegue la hora de morir nos van a enterrar acá, a mí al menos, porque no pienso convertirme en polvo en un camposanto de provincia, yo me vine como Carmela y en una moderna Pérgola de las Flores me encontré con mis iguales para tomar una parte de la urbe, la que más me gustara.

 

No sé si lo logré, a veces creo que sí. Unos vinieron a trabajar, otros a  buscar su lugar en el mundo, estudiar, portarse bien, portarse mal, más de alguien lo hizo escapando al anonimato que da una ciudad de millones de habitantes, seguro que en el sur (o el norte), en su pueblito de pocos miles de habitantes, su verdad podía resultar complicada. Y acá se refugiaron, odiaron y amaron, invadieron con su mundo este mundo de durmientes intrauterinos.

 

Una legión hambrienta y rabiosa, con todas las formas que puede tener la rabia, de lo creativo a lo resentido, todo cabe, todo duele y si no duele no vale. Ser invasor te hace crecer de chico, acelera tu madurar, el convertirte en grande. Empezar solo a los 18 años no es lo mismo que hacerlo a los 25, estar solo a los 18 sin una familia cerca que te espere en las tardes con un plato caliente de comida te hace fuerte, te hace cazador y el cazador se convierte fácil en depredador.

 

En esa matemática no es tan raro que tanta gente brillante venga de provincia; no había otra forma, la guerra era desigual o invadías o te dejabas pisotear. Mal que mal todos los que venimos de fuera de la metrópolis, sabemos que el norte y el sur sólo son bonitos en las postales. ¿No? Entonces pregúntenle a Magallanes, cómo se sintieron hasta antes del martes, como se sienten hoy; ¿parte de Chile, o república independiente?

 

En serio, hay que ponerle ojo a la furia de la provincia, hay mucha rabia acumulada y si explota, Dios nos guarde confesados, no es chiste. Raro y contradictorio, pero finalmente en la invasión está el sentido y el concepto de ser país. Santiago es Chile, de eso no hay duda, el resto es sólo pintura sobre la geografía. Santiago es Chile pero no es de los santiaguinos, ni siquiera de los chilenos. Santiago es de los invasores, de los que llegamos de afuera, los vampiros, zombies y marcianos venidos de Arica, Calama, la Serena, Mulchén, Curacautín, Victoria y Punta Arenas.

 

Para qué seguir viviendo en postales si la urbe podía ser nuestra, ni siquiera necesitábamos trípodes robóticos, platillos voladores o pistolas láser, sólo bastaba un pasaje en bus de ida, la vuelta como en todo quedaba abierta, en suspenso… Ésta es una historia casi imaginaria, pero acaso no lo son todas.  Buenos días (tardes, noches) y descansa Santiago, donde quiera que estés, te estamos vigilando.

 

 

  Francisco Ortega es periodista, escritor y guionista. Trabaja de editor de no ficción, asesor de contenidos, colaborador de revistas como Rolling Stone y VIVE y guionista para varias productoras y canales. Es autor de dos novelas y cuentos seleccionadas en diversas antologías. Acaba de publicar el “libro colectivo” CHIL3 y para el 2011 anuncia dos novelas gráficas. Existe en blogger como www.fortegaverso.cl.

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