"Traumas legales", por Santiago Maco
Me voy de viaje. La visita de mis suegros a Santiago adelantó nuestras vacaciones a Barcelona, así que tengo que renovar mi pasaporte. Manolo lo tiene al día y también nuestro perro Martín, que como digna mascota miembro de la Unión Europea, llegó a Chile bien documentado. Tiene un pasaporte con foto y un microchip en el lomo.
Me voy de viaje. La visita de mis suegros a Santiago adelantó nuestras vacaciones a Barcelona, así que tengo que renovar mi pasaporte. Manolo lo tiene al día y también nuestro perro Martín, que como digna mascota miembro de la Unión Europea, llegó a Chile bien documentado. Tiene un pasaporte con foto y un microchip en el lomo. En fin, no me queda otra que perder una mañana en la fila del Registro Civil y sentir esa leve paranoia: ¿Qué saben ellos de mí?
No mucho, la verdad. Facebook me conoce mucho mejor. Podría aprovechar el pique y pedir todos los certificados posibles. Claro, excepto el de matrimonio o la libreta de familia, todo lo que tenga que ver con amor y procreación. Del de defunción, ni hablar. A un maricón, lo único civil que le queda son sus antecedentes penales.
En mi caso, ahora están limpios. Aunque no siempre fue así. Pasé una noche en la cárcel, lo confieso. Fueron dos, en realidad. Una en la comisaría de Las Tranqueras y la otra en la cárcel-cárcel. Tenía apenas 18 años y el yugo de un colegio católico sobre los hombros, por lo que mi lógica enferma de la época me hizo pensar: “Esto es una señal del universo advirtiéndome que ser gay es malo, muy malo”.
La noche en cuestión, estaba en un bar con amigos del colegio cuando aún pregonaba ser hetero. La cosa es que un tipo, varios años mayor que yo, se me acercó y dijo al oído: “Eres muy guapo. Vamos a un motel”. En ese momento, mi gay interior emergió desde lo profundo y respondí: “Sí, vamos. Pero tengo que ir a dejar a todos mis compañeros a sus casas, soy el único manejando”. Esas palabras me condenaron.
Volví al bar después de repartir a todo el mundo y mi cita había desaparecido. No quedaba rastro. Tomé rumbo a mi casa y, luego de dos cuadras, me detiene un carabinero en un control. El resto lo viví en cámara lenta. Alcotest que marcó 1,01, comisaría a las cinco de la mañana, mi madre gritando al teléfono y el destino final: la Capitán Yáber.
“Esto te pasa por maricón”, pensé. Mi primer intento desesperado por meterme con un hombre y termino en la cárcel. Ahora, mi debut sería en las duchas de la penitenciaría recogiendo el famoso jabón o bailando la mítica cueca de iniciación. Afortunadamente, no fue así. Pero lo pasé pésimo. Me llevaron esposado a los tribunales para la formalización en un camión con olor a zoológico. Los otros detenidos me pedían mi chaqueta, pero como tenía las manos atadas, no podía sacármela. “Te vamo’ a matarte, shushetu%$&/(%*”.
Sobreviví. Mi mamá me llevó galletas hechas en casa y cigarros para cambiar por protección al interior del recinto. Por suerte, la Capitán Yáber no tiene un pabellón de travestis y homosexuales, porque podría haber acabado como la perra de alguno. En cambio, me sumergí en un voto de silencio absoluto y dormí envuelto hasta la cabeza en frazadas mancilladas –quizás desde hace cuantos años- por el crimen. Armé mi propio capullo: un rincón de pestilencia del cual salí transformado.
Afuera, estaba mi madre. Me abrazó y me puse a llorar. Al día siguiente amanecí con fiebre, puro estrés. Durante un año mantuve mi voto de silencio. Realmente dejé de hablar y cambió mi personalidad. Así de perturbado tenía el cerebro. Nunca debí haber ido a la cárcel. Meses después, la alcoholemia de sangre arrojó 0,6, que entonces equivalía apenas a un parte. A falta de traumas, éste vino a enterrarme en el clóset por un buen rato. Me olvidé del mariconeo y pasé como alma en el purgatorio durante otros tres años más. Hasta que, un día como hoy, fui a renovar mi pasaporte. Iba a viajar a Europa por primera vez. Me esperaba el paraíso de los gays.
SOBRE EL AUTOR: Santiago Maco es un publicista gay de 30 años, trabaja en Santiago en una de las agencias más importantes del mundo. Fue a un colegio católico/británico y durante dos años vivió en Italia, mientras estudiaba arte. No deja de ser conservador: ha tenido sólo dos relaciones largas en su vida y ahora lleva cinco años de noviazgo con Manuel, un catalán.