“La hora de decir adiós”, por Santiago Maco
Estoy en una etapa de mi vida en que mis amigas ya comienzan a sentar cabeza. Atrás van quedando la juerga y prostitución urbana que solíamos emprender sagradamente las noches de los miércoles hace apenas un par de años. “Amigo, llévate mi auto, me voy a la casa de… ése que está ahí. Te llamo en la mañana para recogerlo”.
Estoy en una etapa de mi vida en que mis amigas ya comienzan a sentar cabeza. Atrás van quedando la juerga y prostitución urbana que solíamos emprender sagradamente las noches de los miércoles hace apenas un par de años. “Amigo, llévate mi auto, me voy a la casa de… ése que está ahí. Te llamo en la mañana para recogerlo”.
Uno, como buen amigo gay, siempre estuvo en aquellos momentos. En las peores cañas de la vida a mitad de semana, de coartada ante los padres, para sacar celos o espantar a los jotes. Todo eso se acabó. Nuestra belle epoque de chicas y maricas en la ciudad poco a poco se extinguió hasta convertirse en un parte de matrimonio: “Andrea y Francisco tienen el agrado de invitarlo a la celebración de su…”.
De pronto te llega el sobre blanco como una especie de finiquito social. Mis dos buenos amigos, Andrea y Francisco, se casan. Mañana, de hecho. Pero uno mantiene la esperanza de que todavía quede un último estertor de desenfreno nocturno. Lo bueno es que un maricón como yo tiene el derecho para ir a las dos despedidas, de soltero y soltera, y disfrutar del stripper en todos sus géneros. Tuve que optar por una, ya que el tiempo no me alcanza para tanto desnudismo. Así que, por primera vez en mi vida, fui a una despedida de soltera.
El escándalo previo al evento fue mayor. Todas las invitadas, entre las que figurábamos tres gays, iniciamos una cadena de mails con sugerencias para juegos cochinos y de inspiración temática para la fiesta. El motivo elegido fue “China”, porque los novios se van a vivir ahí después de la boda. En lugar del clásico condón inflado, había globos de dragones y tigres, y galletas de la fortuna en vez de canapés con formas fálicas. Todo muy zen.
Aunque el plato fuerte de la noche fue un caño portátil que instalaron en el living de la casa. La escena era sacada de la primera secuencia de 2001: Odisea en el Espacio. Las mujeres primitivas se acercaban a la novedosa estructura de metal. La tocaban, inseguras. No quema, no pincha, es frío al tacto. Después del reconocimiento inicial, comenzaron los primeros aullidos. “¡Ay, hueona!”, “Jijijij”, se reía la otra. Vodka, más vodka. Cualquier cosa con tal de perderle el miedo a esta tecnología erótica.
En menos de una hora, las simias ya estaban encaramadas al poste como si fueran oriundas de Las Vegas. Yo el primero de todos, por supuesto. Pensando en un posible cambio de profesión a estas alturas de la vida, dado el talento oculto que descubrí en mí. ¿Sería yo tan bueno paraun lap dance también? La cosa es que amanecimos todos con moretones en las piernas y dolor muscular en partes impensadas del cuerpo.
Pero no hay despedida de soltera sin un hombre que se empelote como Dios manda. El elegido por el comité organizador fue un policía norteamericano. Que de policía tenía el corte de pelo y de norteamericano… lo americano, porque era muy sureño. Era musculoso, bien bañando, pero un poco pigmeo. En fin.
¿Qué les pasa a las mujeres cuando se casan? Dejan de ser mujeres; se convierten en señoras. Una lata. Mis buenas amigas, todas bien libertinas en su juventud, ahora son damas. En vez de sacarle la ropa al susodicho, escapaban de él como si tuviera lepra. El pobre hombre sólo hacía su trabajo.
Llegado el minuto del baile del koala –que al parecer es una rutina estable en este tipo de performances-, todas salieron arrancando. Excepto la novia, claro, que está obligada por clamor popular a someterse al acoso pagado. Una dijo que no podía porque iba sin calzones. Estupenda ella. La otra, porque era muy alta y podía aplastar al ministripper. También hubo dos que se escondieron en la terraza. Es más: una supo que había llegado el vedetto y se fue de la casa. Pidió que la llamáramos cuando se acabara el espectáculo.
Y los tres maricones de la fiesta figurábamos sentados en los sillones. Gritando como si fuéramos nosotros a casarnos mañana. Tomando fotos con el iPhone, mirando desde la distancia toda esta escena almodovariana. Porque, según el artista escénico, su agencia no le permitía bailarle a los hombres y debíamos permanecer a un par de metros de distancia.
Era una cosa de contrato. La cláusula número tres de la letra chica dice: “Prohibido refregar sus genitales contra la cara de un espécimen del mismo sexo”. Mira tú. Nunca se deja de aprender cosas nuevas en la vida. Es la primera vez que me siento realmente discriminado.
Santiago Maco es un publicista gay de 30 años, trabaja en Santiago en una de las agencias más importantes del mundo. Fue a un colegio católico/británico y durante dos años vivió en Italia, mientras estudiaba arte. No deja de ser conservador: ha tenido sólo dos relaciones largas en su vida y ahora lleva cinco años de noviazgo con Manuel, un catalán. |