“Es igual, pero no es lo mismo”, por Santiago Maco
“Se llama Luisa. Es mayor que yo y muy guapa. Es súper musculosa”. La cara de mi amigo Alejandro quedó por tierra. Hacía tres años que yo no tenía un romance oficial y esta noticia le cayó como un ladrillo en la cabeza. “Y es italiana. Llevo una semana hospedado con ella en el Hotel Carrera”. Su rostro se contrajo como el de Gadafi, en un rictus de botox y ojos en la nuca. Mira las coincidencias. “Justo una semana antes de partir a estudiar a Europa conozco a una italiana de vacaciones en Santiago y me enamoro”.
“Se llama Luisa. Es mayor que yo y muy guapa. Es súper musculosa”. La cara de mi amigo Alejandro quedó por tierra. Hacía tres años que yo no tenía un romance oficial y esta noticia le cayó como un ladrillo en la cabeza. “Y es italiana. Llevo una semana hospedado con ella en el Hotel Carrera”. Su rostro se contrajo como el de Gadafi, en un rictus de botox y ojos en la nuca. Mira las coincidencias. “Justo una semana antes de partir a estudiar a Europa conozco a una italiana de vacaciones en Santiago y me enamoro”.
El anuncio pareció confundir a Alejandro por un instante, pero enseguida lo entusiasmó. Teníamos apenas 20 años. “Amigo, voy a hacer lo mismo que tú. Irme de viaje y conocer a una europea mayor y vigoréxica”. La buena nueva de mi amor inesperado se viralizó en poco tiempo. Y eso que aún no existía Facebook o Twitter.
Partí a Italia, feliz. Durante dos meses llamé prácticamente todos los días a mis amigos para mantenerlos al tanto de mis andanzas. “Estoy con Luisa en Milán. Mañana voy a Venecia con Luisa. Este fin de semana, Luisa me invitó al Negresco en Niza”. Alejandro deliraba, alucinando con su posible futuro de gigoló sudaca. “Compadre, tienes que presentarme a una amiga de Luisa. ¿Son ricas?”. “Mmmm… sí, son musculosas”.
A mi madre la mantuve ajena del romance. Le dije que iba con “compañeros” a estos “paseos universitarios”. “Estoy con mis compañeros en Milán, en Venecia, en Niza”. “Qué buenos compañeros tienes, hijo. Me alegro”.
Hasta que una mañana de borrachera y felicidad absoluta, llamé a todos mis amigos en Chile: “Bueno… todo lo que te conté era mentira. No, en realidad no es mentira. Conocí a una italiana mayor, es súper guapa. Y musculosa. Me invita a todos lados y estoy enamorado. Es lo mismo, pero tiene pene”. Y ellos preguntaban, “¿Cómo? ¿Es travesti?”. “Luisa en verdad se llama Luigi”.
La confesión no sorprendió a nadie. “Qué bueno, amigo. Ya era hora que te asumieras”. La gente que te conoce siempre lo sabe. Yo tirando una cortina de humo con forma de tetas, jurando que mi palabra valía más que los hechos. Alejandro entró en crisis. Estaba contento por mí, pero preguntándose qué clase de “amigas mayores” tendría yo para presentarle.
La cosa es que, a parte del género, toda la historia de Luisa/Luigi era cierta. Lo conocí justo una semana antes de partir a estudiar Arte a Europa. Yo estaba carreteando con mis amigos heteros en una discotheque hetero de calle Constitución. Y a la salida, veo a lo lejos el Bokhara. Como si fuera la tierra prometida. Habían pasado tres años desde mi último intento de mariconeo que terminó en la cárcel y estaba desesperado. Para variar, fui a dejar a todos a sus casas y, cuando prácticamente estaba en la puerta de la mía, decidí volver a Bellavista.
Hace 10 años, Bokhara era un poco mejor que hoy, pero nunca tanto. La oferta gay se limitaba a tres lugares y, a las cinco de la madrugada, casi no quedaba gente. Pero yo estaba dispuesto a enrollarme hasta con una araña. Por suerte no fue así. Luigi se me acercó a pedir fuego y yo le respondí “vámonos a la cama”. Hecho.
Al día siguiente llamé a mi casa para avisar que me iba un par de días a Viña a una suerte de
retiro espiritual para estar en paz conmigo mismo antes de mi gran viaje. Un maricón, mientras no se asume, vive una mentira constante. En realidad, me quedé en la ciudad con Luigi, llevando una vida de agente secreta.
Maco, Santiago Maco. Caminaba por las calles temiendo ser descubierto. Salía comer y me tapaba con la servilleta cada vez que alguien entraba al restaurant. Mi teléfono sonaba, pero nunca respondí. Sin embargo, descubrí otra ciudad: la ciudad G. Conocí todos los bares de ambiente y me di mi primer beso con un hombre en la vía pública. Caminé, a ratos, tomado de la mano con él.
El día en que Luigi partió, yo era otro. Su vuelo salía muy temprano en la mañana. Nos despedimos frente a la Plaza de la Constitución, justo cuando el centro comienza a llenarse de gente. Sobre el taxi me fui apoyado contra el vidrio suspirando. Todo lo veía como si estuviera bajo los efectos de la fluoxetina, en tonos amarillos y naranjas, con una bruma que se colaba entre el sol y los árboles. Era Juliette Binoche en el final de El Paciente Inglés. Cuando llegué, lo primero que dije fue: “Se llama Luisa”.
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