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5 de Abril de 2011

"40 semanas", por Carlos Encina

 

 

Por Vanessa Azócar
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Las
primeras contracciones fuertes y prolongadas comenzaron cerca de las
10 de la noche del domingo 20 de marzo.
Luego de repasar mentalmente
mis notas del libro
The Birth Partner
El
Compañero de Parto­

concluí que ya estábamos en la primera fase del trabajo de parto. Pensé que lo mejor sería esperar a que alcanzáramos, al menos, unos tres o cuatro centímetros de ensanchamiento. La meta
no era antojadiza. 
Penny Simkin, autora de The
Birth Partner
, recomienda
guiarse por la regla del 4-1-1: contracciones separadas por
intervalos de cuatro minutos, con una duración de un minuto durante
al menos una hora.

 

Aunque aún
estábamos lejos del 4-1-1, decidí empezar nuestra rutina de
pre parto para así aliviar los dolores. Camila se sentó en una banca que había comprado a un inmigrante chino en una feria de antigüedades en Nueva York, desnudó su torso y se sentó
con las rodillas abiertas enfrentando una de las ventanas de nuestra
habitación. Con el ceño fruncido por el dolor de las contracciones
y la mirada perdida en las luces que a esa hora iluminaban Manhattan,
me urgió: “Apúrate. Me duele”.

 

Con un nervioso movimiento de
manos, tomé la botella de aceite de almendra a medio vaciar, me embadurné las manos y comencé la serie de
masajes, ejercicios de respiración y técnicas de relajación que
durante los últimos meses veníamos practicando.
Cuando los intervalos entre
cada contracción disminuyeron de cinco a cuatro minutos, supimos que
había llegado el momento de partir al hospital. Según mis cálculos habíamos alcanzado el 4-1-1.

 

Desde que
nos enteramos que estábamos embarazados, Camila me dijo que quería
que nuestr@ hij@ naciera a la antigua: parto natural y sin anestesia.

Aunque accedí sin chistar, no sabía que esta aspiración requeriría
de un total compromiso de mi parte, no sólo durante el trabajo de
parto sino que durante las 40 semanas del embarazo. 

 

Durante
las 12 primeras semanas
sólo
novicios miden el embarazo en meses

desarrollé una fijación obsesiva con mi teléfono celular. Al poco
tiempo, y sin siquiera perder el hilo de complejas discusiones, podía
repasar de manera automática el
checklist
que desde hace semanas y de manera
involuntaria, venía mascullando en bares, vagones de metro y
supermercados: batería, cargada; buzón de voz, revisado; 
Ring,
encendido; vibrador, activado.

 

Para la semana 15, el alto de libros de
historia y ensayos amontonados en mi velador había sido reemplazado
por títulos como
The Baby Book y
Gentle Birth Method.
Pasada la semana
25, y utilizando todas las habilidades adquiridas en mi vida
profesional como periodista y durante mis estudios de postgrado,
comencé una exhaustiva investigación en búsqueda del coche
perfecto.
Deportivo, sobrio, seguro y fácil de maniobrar eran
algunas de las variables que guiaron mi proyecto. A la semana 40 me
sentía preparado para recibir a mi primer hijo.

 

Pasadas las
cuatro de la madrugada el taxista se detuvo en la puerta de urgencias
del hospital Lenox Hill, ubicado en la calle 77 entre las avenidas
Park y Lexington. Con una dilatación de tres centímetros, Camila
aún podía caminar. Durante las cuatro primeras horas del trabajo de
parto, los masajes contribuyeron a atenuar el dolor que se expresaba
en forma de gemidos y quejidos.
Pero
entre las nueve y las once de la mañana el dolor aumentó de manera
exponencial. Mientras masajeaba con intensidad la parte baja de su
espalda y la alentaba diciéndole que quedaba muy poco para que
conociéramos a nuestro hijo, vi cómo uno de sus pies se movía de
manera involuntaria debido al dolor producido por una contracción.

El espasmo me recordó el movimiento de la cola de una lagartija que
ha sido cercenada del resto de su cuerpo.

 

La doctora anuncia que estamos en dilatación 9.5, a menos de un centímetro de
comenzar la última fase del parto. Pasado el mediodía, la bolsa que
contiene el líquido amniótico se rompe. Las contracciones se hacen
cada vez más intensas. Camila se sacude del dolor.
“Un dolor que
quema”. Minutos después nuestro hijo está fuera del útero y se
produce un silencio total.
Camila quiere apoyarlo contra su pecho y
así fomentar el apego como sugieren la mayoría de libros que hemos
leído, pero esto no es posible.

 

Mientras
sostengo la mano de Camila, veo como un color azulado tiñe la cara y
los frágiles brazos de nuestro hijo.
Su cuerpo parece inerte. Uno de
sus ojos se cierra mientras el otro permanece abierto. Siento que se me doblan las piernas. Sin pensarlo
pronuncio con fuerza el nombre que con Camila hemos elegimos para él.
“Ulysses. Ulysses. Despierta. Ulysses”. Digo su nombre como si
nos conociéramos hace mucho tiempo. Poco a poco Uly comienza a
abrir sus ojos y a mover su cuerpo
mientras la doctora nos explica
que a veces en el último momento, el cordón umbilical se enreda en
el cuello y que no hay que preocuparse. 

 

Aún me estremezco al
recordar el cuerpo de Ulysses, rendido como un muñeco de trapo en
las manos de la enfermera. Ninguno de los libros que leí durante el
embarazo me preparó para enfrentar esta situación. Con los días me
he dado cuenta que la primera lección que aprendí como padre fue
que las respuestas no están escritas en ningún manual.
Al final hay
que improvisar y sacar la voz.    

 

 

Periodista de la Universidad Católica y Máster en Asuntos Internacionales de la New School de la Universidad de Nueva York, Estados Unidos. Se especializó en conflicto y seguridad, realizando su tesis en terrorismo, centrado en ataques suicidas en contra de Estados Unidos. Trabajó en La Tercera, Qué Pasa y el programa “Última Mirada” de Chilevisión. Además ha colaborado para los mismos medios desde Estados Unidos.
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